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Las minas de los alemanes estaban por encima del pueblo de Casayo. En el único edificio de piedra y con luz eléctrica, oficina, depósito de mineral y taller de reparaciones, en la mesa de su breve despacho, Helmut Monssen meditaba geopolíticamente, las minas están en casa de Dios, dicen los nativos, y es en lo único que aciertan, su cerebro exacto y logarítmico solía indignarse con la sistemática imprecisión que le rodeaba, si quedan contigo un martes a las once puedes apostar a que acudirán, pero nunca a las once y vete a saber de qué martes, corrigió el mapa catastral, si nuestra cota es exacta y lo es porque la hemos medido nosotros, la de peña Trevinca, allí encima, no es 2.090 metros sino 2.087, les encanta simplificar las cifras, siempre a su favor, pero más les entusiasma enturbiar conceptos, lo impreciso es una de sus bellas artes, la zona en que estaban no era ni Castilla ni Galicia, sino el Bierzo, y aún discutían en el filo de una muga invisible si pisaban la provincia de Orense o la de León, sufría su inteligencia con el cúmulo de errores empezando por el del nombre de la empresa que se encontró ya bautizada, Minas del Eje, no se debería ser tan explícito, pero no se pudo contener el entusiasmo español que la registró, ¿a quién se le ocurre?, se había extendido tanto la denominación que a aquellas montañas las llamaban la sierra del Eje, no les convenía la publicidad, pero ya era inevitable. Sufría su espíritu de servicio pensando que, en las difíciles circunstancias por las que atravesaba su patria, quizá su presencia fuera más práctica en otras latitudes, pero el wolfram debía seguir fluyendo a la fábrica subterránea de Nordhausen, él era el responsable del este ibérico y el nuevo yacimiento en la peña del Seo le anclaba definitivamente a la región, su control era algo a tratar con exquisita mano izquierda, un alarde de prestidigitación ante los aliados que campaban a sus anchas a pesar de la diferencia ideológica con el régimen. Sufrían sus cálculos domésticos con las pérdidas liminales, en el frente de ataque se distraía algo de mineral, en las vagonetas se desmoronaba, en el molino se aventaba, en el lavadero lo arrastraba la corriente y en las mesas de recuperación estaba el quid, en el almacén con los sacos precintados no había riesgo, el riesgo sería para el merodeador, la orden era tirar a matar, a dar para que no sonara truculento. Combinar nuevas adquisiciones y evitar pérdidas era la jugada, le preguntó a Schneuber:
– ¿Le has localizado?
– Creo que sí, ya tenemos al hombre.
Friedrich Schneuber era el ingeniero director de la explotación, miraba a través de la ventana su obra maestra, doscientas personas trabajando en algo que él había construido a partir de menos uno, subir el agua desde Sobradelo y construir un grupo electrógeno con una locomotora vieja de Renfe había sido todo un alarde de técnica, estamos en la Cabrera, tenía que recordar con cierta frecuencia a sus superiores de Madrid.
– ¿Puedo saber quién es?
– Aquiles.
– ¿Le has insinuado algo?
– Le he presionado, no estamos para perder el tiempo.
Desde su ventana, en lo alto del montículo, Friedrich podía controlar de un vistazo todas las instalaciones de las que tan orgulloso se sentía, abajo, al final de la rampa, estaban las mesas de los sacageneristas, trabajaban a destajo y por allí se filtraban las pérdidas, un puñado de arena cabe en cualquier sitio, en la bota, en la boina, en la petaca. Aquiles hablaba con uno de los recuperadores más inquietos, le llamaban Milhombres porque no levantaba un palmo del suelo.
– Me gusta tu tierra, Milhombres, ¿y a ti?
– A mí también, ¿a quién no le gusta lo suyo?
– A los malnacidos.
Aquiles reflexionó contemplando el paisaje, sobre las lomas lucían las flores rosadas de las urces, las blancas de las siestas y las amarillas del tojo, una tierra difícil, el viento transparentaba el aire, se veía muy lejos el vuelo de los galfarros, demasiado lejos para distinguir al azor del milano, o al halcón del águila perdiguera, una tierra muy suya, en sus torrentes se daba la excepcional trucha cardenalicia y la perdiz pardilla sólo habitaba por aquellos andurriales, el río Cabrera nacía allí mismo, descendía en picado hacia León, pero el río berciano giraba inesperadamente sobre sí mismo para volver a sus orígenes, una tierra para ganarse el pan, lo que estaba haciendo.
– ¿Como a cuánto sales al día?
– Ponle unos veinte pesos, no más.
– Es mucho.
– ¿Pasando lo que pasa por mis manos?
– Veinte pesos y lo que se te queda en ellas.
– Te juro que ni un gramo.
– ¿Me tomas por tonto?
– ¿A ti? Tú eres ratón colorado, de los que comen la harina sin roer el saco, ya me dirás lo que quieres.
– Te lo diré cuando lo sepa, pero mucho me temo que se acabó la sisa y el que no esté de acuerdo que cambie de aires.
Una tierra hospitalaria incluso en su cumbre más inhóspita, la hostilidad la compensaba siempre con un beneficio, el escambrón te podía atravesar un brazo con sus espinas pero en sus ramas se injertaban hasta cerezos sustituyendo así la falta de suelo agrícola, las urces eran estériles pero los tuérganos de sus raíces alimentaban la lumbre de las cocinas y hasta la de la motoroloca del grupo electrógeno, nada se podía sembrar pero el wolfram era una bendición. Aquiles Vicioso Paternottre, natural de Salamanca capital, había llegado a esta tierra mediante un ventajoso contrato con los alemanes, su especialidad eran las mesas lavadoras tipo cartagenera, de cruceta y palanquín, y no estaba dispuesto a perder el empleo, Milhombres era un amigo, pero Schneuber era el jefe.
– Le llaman a la oficina del mister.
– ¿Por lo de la sisa?
– Supongo.
Schneuber era un tipo duro, circunstancia a la que Vicioso Paternottre estaba acostumbrado y no le importaba, lo que le inquietó al entrar en la oficina fue la presencia de Helmut limpiando sus gafas redondas de abuelita, Monssen era un tipo inclasificable, ni siquiera se sabía su función en la mina, pero todo el mundo daba por sentado su autoridad sobre cualquier alemán que desfilara por ella, sus ojos no eran inexpresivos sino crueles, y eso descomponía los nervios.
– Ya sabe lo que pretendemos, ¿no?, neutralizar las pérdidas.
– Con los sacageneristas es muy difícil el control, hago lo que puedo, pero supongo que algo sí se cargan, yo haría lo mismo.
– ¿Lo hace?
Las gafas de Monssen brillaron siniestras.
– No puedo, duermo aquí.
– Por eso mismo se va a encargar de controlar los robos.
– Eso es imposible, y ya le digo, no es mucho.
– Más de lo que se cree, pero no importa. Dado que no se pueden evitar lo que vamos a hacer es supervisar esas fugas.
– No le entiendo muy bien.
– Nos robaremos a nosotros mismos, usted se encargará de comprar todo el mineral robado.
– Usted me disculpe, pero así lo entiendo menos.
– Me figuro que no se niega a colaborar.
– Si me lo explica…
– ¿Le gusta el queso?
Aquiles no contestó, la pregunta no era absurda sino tramposa, no venía a cuento, más valía aguardar, Monssen sacó de un fanal un queso blando, con una navaja de bolsillo multiuso, sierra, tijeras, lima, la biblia en verso, cortó una rebanada, un corte impecable, de cirujano, se quedó contemplándolo como si se tratara de la piedra filosofal.
– Me lo regaló una paisana, ¿sabe cómo se llama?
– Queixo da teta, le llaman así por la forma.
– No es un handkäse, pero se deja comer. Hasta en una cosa tan sencilla como en un queso de teta se ve la complejidad de la vida.
Depositó la rebanada en el suelo, Micifú había parido seis gatitos y uno de ellos se aproximó a olisquearla, Helmut Monssen continuó su reflexión.
– El queso es un alimento de ratones, por eso sus enemigos naturales, los gatos, quieren inspeccionarlo a pesar de que no les gusta, o les gusta menos, los muy estúpidos se juegan la vida por algo que no les interesa de veras.
Con un movimiento rápido y preciso cogió el fanal y aprisionó dentro de él al gatito curioso, el animalillo se debatió desesperado contra la pared de cristal, empezaba a faltarle el aire, boqueaba con síntomas de asfixia.
– ¿Lo ve?
Aquiles contuvo las ganas de darle una patada al artilugio y se mordió la lengua, no demostraría lo nervioso que estaba, ¿por qué no intervenía Schneuber en la conversación?
– Se va a morir por imprudente, ahora bien, si un amigo colabora, está a salvo.
Monssen levantó la campana de vidrio y tomó en sus manos al gatito con un gesto tan delicado y exacto como todos los suyos, le acarició el cuello provocando un ronroneo sumiso.
– Pero el enemigo acecha por todas partes, la vida es muy compleja y se evapora con suma facilidad.
Arrojó el cadáver del gato a la papelera, le había roto las vértebras cervicales con un habilidoso pinzamiento, el bicho no soltó ni un maullido de dolor.
– Volvamos al tema, ¿quiere ser nuestro comprador?
– Usted manda.
Más raros que las sopas de ajo, era una pretensión estúpida el tratar de comprender a los alemanes, tenían un almacén legal en Quereño y sin embargo sabía que también lo pasaban de contrabando a Portugal, se lo había dicho un guardiña con el que se emborrachó un fin de semana en El Bollo, eran gente lista y formal, pero incomprensible, se liaban con una cagada de mosca fuera de cacho, allá ellos, si podía sacar tajada del negocio mejor, negar no podía negarse, Aquiles tuvo el pálpito de que quien negaba algo al sibilino Helmut era hombre muerto.
– Por supuesto es una compra clandestina, nadie debe saber que estamos de acuerdo, lo compra por su cuenta, ¿conoce a Trinitario González?
– ¿Quién no?
– Pues lo compra usted por cuenta de don Trinitario, todo debe ir a parar a su mina José.
– Es una mina de estaño.
– Entienda sólo lo que le explico, no se haga preguntas.
– Como mande.
– ¿Podrá controlar este mercado negro?
– Supongo que sí, con tiempo.
– Lo más tarde mañana, me informa de precios y cantidades.
– ¿Mañana? No sé si podré…
– Podrá. Tome, le regalo el queso, me había dicho que le gustaba, ¿no?
La gélida mirada de Monssen firmó algo más que un compromiso. Aquiles abandonó el despacho sintiéndose prisionero, ni en letrinas iba a estar a salvo de esos ojos, la vida es paradójica pero como en esta tierra en ninguna, como responsable de las cartageneras con las que trabajaban los recuperadores, Milhombres y acólitos, jamás se había permitido un desliz y ahora estaba encargado de sistematizar el saqueo de los kilos y kilos que se deslizaban fuera de la mina en tarteras, bolsos, falsos vendajes y demás artilugios, el colmo. Una tierra mágica, frente a él, más allá del vuelo de los galfarros, Laquiana, la montaña sagrada, con su campo de las Danzas en donde se celebraban los ritos paganos de la fertilidad y con el Morredero, altiplano de los sacrificios donde el perderse en invierno era un perderse definitivo, leyendas duales de vida y muerte, de amor y odio, algunos juraban haber visto volar a un felino aleonado por el campo de las Danzas y otros juraban haber huido de una serpiente de cien metros de larga por el Morredero, en Salamanca no los habría creído nadie por más que lo jurasen sobre la Biblia, aquí lo comentaban con la mayor naturalidad del mundo, no le iban a descalabrar ni los bercianos ni los alemanes, él estaba allí para ganarse la vida y por aguante lo que le echasen, el queso blando le repugnaba, pues bien, se lo liquidaría en la merienda, de una sentada y sin decir ni pío.
– Cumplirá, tiene miedo y cumplirá sin irse de la lengua.
Friedrich Schneuber no era partidario de aquel sistema, pero lo ratificó devolviéndole la sonrisa a Helmut Monssen, sí, cumplirá, y recordó la pancarta leída en su última visita a Berlín. «Los hombres están en el frente y las mujeres trabajan en la industria bélica, ¿qué haces tú?» Alguien había escrito a lápiz una tímida respuesta, «tiemblo». No merecía la pena discutir sus órdenes.