37901.fb2
Le dejé el hueco de delante, el del piloto, porque se trataba de un avión, si llega a ser un barco ni hablar, me puse en el de atrás, de copiloto, y obedecimos órdenes.
– Quietos. Digan pis, pis. Miren al pajarito… ¡ya está!
Nos hicimos la foto en el decorado aeronáutico, el otro era para burgueses padres de familia con ánimo reivindicativo, la mesa de un banquete pantagruélico con un orificio para la cabeza del orondo que presidía y otro para la mano que empuñaba un pollo. El avión era un caza con el lema de suerte, vista y al toro junto a la hélice y con una redonda bandera española en el fuselaje, volaba entre nubes de tela engomada sujetas con unas tablas y visto de frente quedaba chulo, el retratista era un tipo simpático que sabía ganarse al personal, le hacían cola, «en una hora su inmortalidad en el bolsillo».
– ¿Cómo quieren las copias, en papel o cartoné?
– En cartoné.
Seguí paseando con Jovino, era nueve, día de feria en Cacabelos, y había bajado para encarar tres entrevistas decisivas, según se entrecruzasen mi porvenir variaría en uno u otro sentido, el bullicio me recordó los años infantiles, en especial cuando descubrí el invariable puesto de navajas gallegas de cachas de madera con espigas pirograbadas, las había diminutas, cómo me apasionaban de niño, casi tanto como los rabos de pulpo que se ofrecían en el tingladillo siguiente, la pulpera revolvía en su caldera de cobre, pinchaba al monstruo y con unas tijeras le cortaba un brazo plagado de ventosas que rociaba con aceite y pimentón, un manjar de dioses, no hay dios a quien no le guste, el mismo espectáculo de siempre pero potenciado por la corriente financiera, subterránea, oculta y proclamada a voces, del wolfram, infinitos tenderetes de toldo y mostrador, no se quede en la puerta y pase a la trastienda, zapatos a estrenar, remendados y como nuevos, tabaco portugués de contrabando con permiso de la Tabacalera, hogazas de pan blanco con harina de Zamora no se conquistó en una hora, bisutería fina a precios de saldo, vendemos barato porque nos da la gana, si tiene calor nuestros precios le dejarán helado y otra de regalo, entre aquellas voces adivina lo que diría el gitano para convencer al payo de que su jamelgo estaba en la línea de meta del hipódromo tras haberle puesto un supositorio de guindilla putaparió, un griterío ensordecedor, si tiene usted hijos tráigalos a la tómbola del Torrijos, camisas, camisetas, camisones y lo para debajo de faldas y pantalones, un mercado animadísimo y eso que aún no habían bajado los mineros.
– Lo mismito que el zoco de Tánger.
A Jovino le gustaba presumir de exótico.
– Vamos a tomar una copa.
Entramos en el Gran Café Macurro, casino provisional mientras duraban las obras de la nueva sede, obras por comenzar, casino por las partidas de naipe noble, Elías, el Macurro, el propietario, había ascendido socialmente gracias a la eterna provisionalidad, ya nadie se atrevía a cantarle la copla de antes de la guerra:
Más distinguido, pero igual de cepo, el hombre hacía caso omiso a sus clientes y a su propio interés económico, le vi centrado en la partida de póker, la fuerte, la barra abandonada en manos de su mujer, me adelanté con un clarete al Bergidum de Jovino, nada de licores, iba a necesitar de toda mi lucidez, con los codos apoyados en la barra, como en las del Oeste, repasé el saloon fijándome en las fuerzas vivas que con su presencia legalizaban el póker, don Recesvinto con la sotana nueva y de paseo y el teniente Chaves apoyado en la pared, postura característica del cazador de fugitivos, los otros jugadores eran un Ledo, de la fábrica de conservas, un Lobato, de las bodegas ídem del lienzo y mi padrino don Ángel, el humo del farias le trasportaría a sus buenos tiempos pasados de ruleta y black-jack, arruinándose con delicadeza entre burbujas de champán francés y damas de escote vertiginoso, una leve mala conciencia al volver a casa, espléndidos regalos compensatorios, el pobre Luciano me habló alegre de un bayo andador, la pobre doña Angustias, en perenne cinta, contemplaría resignada el collar de perlas, todo un personaje, y si los demás no le llegaban a la suela de los zapatos eso no era óbice para que con un envite derribaran el precario equilibrio de sus actuales finanzas, Chaves quizá no, pero el cura de Dragonte sí, seguro, a ése no le ahorcan por menos de medio millón según rumores, don Recesvinto explota como nadie el invento de los milagros, los de la Virgen de su parroquia y otros más creíbles, por si acaso lleva pistola, desde que detuvieron a su sacristán no se la quita ni para decir misa, pero ¿quién no lleva pistola en la sierra?, me preocupaba el viejo allí sentado, me preocupaban demasiadas cosas, por las vidrieras del café que daban a la calle vi el rostro de Olvido tratando de localizarme, un revuelo de cabellos largos, un racimo de chicas, un destello fugaz, la localizaría a ciegas entre la multitud de un estadio, las rapazas siguieron su camino.
– Voy a verla.
– Cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento, listo, tenemos una cita.
– De acuerdo, Jovi, pero rápido.
– Ahora.
Me arrastró fuera, en dirección contraria a mis deseos, al bodegón de la Mermadita, que nos saludó afectuosa desde su baja estatura, «qué caro te vendes, so golfo», nos invitó a pasar, tenía un tenderete a la puerta con un sombrajo de lona, se estaba bien allí a la fresca, pero no, «aquí no, dentro, dentro», cruzamos el galleiro con la bandera blanca de se vende vino y hasta el fondo, al rincón último entre las cubas, nos esperaban ya los dos negociantes, reconocí al Mayorga padre, el herrero de Villadepalos, que nos presentó al otro, un tipo fuerte de unos cuarenta años con la jovialidad del vendedor nato.
– Domingo Lopetegui Gomezcorta, casi nadie, lo que él no tenga es que no existe.
– Don Delfino exagera, es un amigo -terminó de presentarse-, Chomin para los amigos.
La Mermadita nos sacó una jarra de blanco y unas anguilas fritas, troceadas, riquísimas, «si desean algo más me lo piden», y se retiró prudente, por un segundo tuve la tentación de retirarme yo también, fue algo parecido al miedo, quizá repugnancia, pero me había decidido y no solía volverme atrás de mis decisiones, la iba a comprar y si no me gustaba siempre estaba a tiempo de tirarla al río. La conversación, lógico, giró alrededor de las armas de fuego.
– El tiro es noble con una excepción que odio, el que se hace sobre las personas. Justamente los armeros, y Bonifacio Echeverría a quien represento es un maestro en su oficio, son los que menos aprueban la guerra, en otro caso no fabricarían armas tan bellas…
– Sí, bellas, pero las carga el diablo.
– …tenemos verdaderas obras de arte grabadas a buril con arabescos de fantasía.
El hombre de los apellidos vasconizados me cayó bien, puede que le atribuyera inconscientemente, a pesar de su oficio, la nobleza vasca de un Zarra rematando a la salida de un córner, siguió filosofando sobre conductas bélicas.
– Obsérvese la diferencia de enfoque entre hechos análogos, el relato de la trágica muerte del presidente Abraham Lincoln suele asociarse a la mención del arma que se empleó en el magnicidio, una pistola Derringer.
– Con la que se cargaron al Custodio.
– Exacto, y prosigo. Los americanos se beneficiaron al propagar la marca, pues bien, hace diez años fue asesinado en Marsella el rey Alejandro de Yugoslavia, ¿cuántos saben que la pistola del regicida, una máuser 7,63, estaba fabricada en Éibar? El fabricante de mi pueblo, cuyo nombre me callo, no desencadenó ninguna campaña comercial como la de Derringer, ninguno de Éibar lo haría. Me consta que, al contrario, hasta se sintió algo culpable. También las armas con que se cargaron a Dato fueron eibarresas, la diferencia de conductas salta a la vista, nadie jamás se jactó de ello.
– Pero de sobra saben que a la larga sus pistolas matan.
– Por desgracia.
– Ésta la queremos por pura defensa personal.
– No me hubiera atrevido a pensar otra cosa.
Por fin entramos en materia, cuando desdobló el papel de estraza encerado y la gamuza que la envolvía, las rodillas me temblaron de forma estúpida, traté de contener los nervios, había disparado y cantidad con fusil, pero la pistola era arma de oficiales, no había empuñado una, su brillo pavonado me produjo un entusiasmo que no quise reconocer, podía pedir por ella lo que quisiera, la compraría de todas formas, con cierta reverencia me aproximé al objeto profano.
– ¿A ver?
Empuñé el arma y sus ángulos redondeados se adaptaron al hueco de mi mano como si estuviera fabricada a la medida, sus efluvios energéticos me inundaron, los sentía, elevándome a la superioridad de un ego definitivo, eres alguien con una personalidad propia que ningún árbol genealógico decapitado pone en entredicho, le apuntas a uno y te conviertes en el centro de su vida, dejas de ser un expósito para convertirte en lo más importante, en un minuto te presta más atención que en todas las reencarnaciones que hubieras podido acumular ante sus barbas, ¿funciona?, aprieto el gatillo y lanzo el disparador sobre el fulminante, se enciende la carga de pólvora y las estrías envían la bala con absoluta precisión al cuerpo apuntado, su muerte instantánea es mi poder, me asustó tamaña borrachera, pero no iba a renunciar al objeto que definía Chomin profesionalmente.
– La última maravilla de la serie Star, una Super Star, modelo B, máuser 7,63, infalible. Con cargador de 32 cartuchos.
– ¿Funciona?
– A la seda.
– Dale a Delfino, es el que entiende.
El herrero, a pesar de sus años, hizo un auténtico juego malabar desmontándola y montándola en cuestión de segundos, su opinión era ley.
– Vale.
Se lo pregunté a Lopetegui, pagaría lo que me dijera y sin regatear.
– ¿Cuánto vale?
– Dos kilos.
– ¿En piedra o moneda?
– En billetes, bastante cargado voy ya con el muestrario. Y de papeles nada, ya sabes las normas, es una venta perfectamente ilegal, no tiene número de serie, licencia, nada, de ocurrir algo la fábrica dirá la verdad, pertenece a la partida que le robaron hace un año, ¿de acuerdo?
– Níquel.
– Una pieza de museo.
– ¿Y por qué no te compras tú otra, Jovi?
– No, mi Bayard es recuerdo de familia.
En realidad era un trofeo de guerra, se la ganó al mus a un legionario valón.
– Has hecho una buena compra -remató Mayorga-, tiene el tamaño justo.
– ¿Justo para qué?
– Para sujetarla en la pantorrilla con un esparadrapo.
Justo para que no abulte mucho y sin embargo a media distancia tenga la precisión y potencia necesaria para tumbar a un tío, quiere decir. Me sentía fuerte, seguro, decidido, miré mi reflejo en el vaso, y hasta guapo, ¿por qué no? La metí en el bolsillo trasero abotonándolo con mimo, más adelante me haría uno lateral de lona para que no se rompiera, una especie de funda oculta, dos, una para el pantalón y otra para la chaqueta. El contubernio lo remató Jovino.
– Recuérdalo siempre, no la saques sin motivo ni la enfundes sin honor, la pistola es como la picha.
La primera entrevista liquidada, las otras dos eran personales e intransferibles, así es que me despedí de todos y traté de perderme entre los puestos de la feria para adquirir poco a poco un caminar normal, suponía que todos los ojos se clavaban en mi abultada nalga izquierda, «vienen los mineros», me advirtió la pulpera, «¿y a mí qué?», para mostrar mi aplomo tomé un rabo de pulpo indiferente a su bulla, la vi al otro lado de la plaza, un revuelo de melenas y faldas, Olvido estaba allí, le hice un gesto de aguarda, déjalos pasar, algunos venían ya colocados con una botella de coñac en la mano de la que bebían a morro, en primera fila miembros de la Brigada del Gas, petulantes, disfrutando de la admiración y temor que despertaban a su paso, listos para la gamberrada con la que se imprimían carácter, media docena de maricas a las que habían clavado un cartucho de dinamita en el culo.
– Una hermosa bestialidad, ¿no?
Me lo dijo don Guillermo, a mi espalda, me sorprendió su presencia y el verle tan elegante, contrastaba con aquellos energúmenos, se había puesto un impecable traje blanco y fumaba displicente un cigarrillo rubio, en un club inglés no hubiera desentonado, pero en la feria era todo un acontecimiento.
– ¿Va de viaje?
– No, ¿por qué?
– Como lleva corbata.
Los brigadistas soltaron a las maricas, las miserables urracas volaron despavoridas con la mecha ardiendo junto a la cola, la gente corrió a refugiarse bajo los soportales, fuegos de artificio vivitos y coleando, las aves apenas se elevaron unas decenas de metros y explotaron en una traca brutal que se resolvió en una lluvia de plumas y un par de heridos sin importancia, rasguños superficiales.
– Las averías a nuestra cuenta.
– ¡Viva el Gas!
Mister White se sacudió una mota de polvo invisible.
– Bien, parece que ya podemos hablar con cierto sosiego.
No estaba tranquilo, a las chicas no les había ocurrido nada, otro gesto de espera, ya te buscaré, pero la siniestra banda se dirigía hacia el casino y allí estaba don Ángel, soportaba mal las impertinencias y los gasógenos no estaban acostumbrados a que no se las soportasen, en la duda decidí liquidar cuanto antes el asunto del Inglés. Paseamos como dos gentlemen, ajenos al olor de la fruta podrida y los aullidos de la tómbola.
– ¿Has tomado una decisión?
– Sí, claro.
– ¿Y puedo saber cuál es?
– ¿Han cambiado en algo las condiciones que me ofreció en Perrachica?
– Sólo en la escritura.
– ¿La casa será mía?
– Lo será y por escrito.
– Entonces, de acuerdo.
Extendí la mano para firmar el trato, chocamos los cinco y le agradecí que no intentara convertirlo en un pulso como hizo Jovino, tenía una piel suave, sin callos, pero varonil, me gustó, llegaríamos a entendernos, quería creer que todo se desarrollaría según mis intereses, podría engañarme con suma facilidad, pero si lo hacía le perseguiría hasta el fin del mundo para darle muerte.
– Puedes recoger tus cosas y trasladarte a la villa cuando quieras, cuanto antes mejor.
– Viajo con lo puesto -me palpé la Star-, no tengo equipaje.
– ¿Por qué te has comprado una pistola?
Volvió a sorprenderme, si quería deslumbrarme con la exhibición de que nada escapaba a su control lo consiguió, nos miramos a los ojos y no sé si leería en los míos lo de a pesar de todo si me engañas te perseguiré hasta el fin del mundo, yo en los suyos ni pum, no estaba acostumbrado a ojos tan azules y gélidos, me decían menos que si fueran de cristal, un inconveniente a superar.
– Farda mucho.
– En nuestras gestiones la utilizarás cuando te diga, a ser posible nunca.
– A veces, con enseñarla sobra.
– Carmen, la Pesquisa, se encarga de la casa, en cuanto llegues te instalará en tu cuarto, pero, por favor, no la llames jamás Pesquisa, es de muy mal gusto.
– No creo que a ella le importe.
– A mí sí.
Con una pistola al cinto y un hogar en el futuro no me iban a detener ni las trampas de Fumanchú, me quedaba la tercera cita, la más importante, pero antes tenía que pasar por el Macurro, no fuera el padrino a enredarse en trotes para los que no estaba. Me estremecí al ver la fuerza de la puja, había billetes de mil sobre el tapete verde amontonados con la impudicia que en un casino soslaya la presencia de fichas, un silencio expectante alrededor de la mesa, «chist, los mirones de piedra y dan tabaco», Chaves se había esfumado y su lugar lo ocupaba un tipo más joven que yo, repartía cartas con ademán zafio e intenciones asesinas, Jovino me cuchicheó el por qué le habían consentido sentarse con los grandes, «Pepín, el del Gas, de dinero lo que quieras», don Ángel perdía con el rostro imperturbable de la costumbre, en la mesa y en el juego se conoce al caballero, era su marca de fábrica, si al menos la hiciera en su elemento, en la salita privada del Gran Kursaal, el casino donostiarra embarrancado entre las olas del Cantábrico y la desembocadura del Urumea, pisando una alfombra de terciopelo y reflejándose su frac en el vidrio tallado de una copa de brut, tendría alguna oportunidad, me dio lástima, imposible ganar aquí, jugaba con los conocimientos de un profesional, pero le faltaba el carisma de los elegidos, algo tenía que quebrarse en su delicado espíritu al verse trasladado de la belle époque a la presente chusma, una mano envenenada, se iba en la puja el regalo del otro día y bastante más, descartes y abandonos, quedó solo frente al Pepín, que jamás sería un don José por más duros que apaleara, obligado a la humillación de poner su resto para forzar el envite, si el otro aceptaba el acabóse, no aparecería el discreto gerente del casino a susurrarle al oído, no se preocupe, señor, tiene crédito ilimitado, era su puntilla, una audacia estéril que nos cortó la respiración a los que le conocíamos, decidí ensayarlo por más que no confiaba en su eficacia, miré fijamente al jovenzuelo, casi un contacto físico porque le obligué a levantar la vista, momento que aproveché para engañarle, tiene una escalera de color al rey, verán en tus ojos lo que quieras mostrarles, me prometió la Bruxa, tiene una escalera de color y es mano, no puedes ganarle, dudó, se restregó la frente empapada de sudor tratando de desembarazarse de tan mal presagio, insistí fanático, escalera de color, parpadeó perplejo, escalera de color, le temblaron las cartas, «¡mierda!», y las arrojó sobre el tapete, ni yo mismo me lo creía, abandoné rápido el corro para ignorar la reacción de don Ángel, me sentía agotado por el esfuerzo de creer en lo que no se tiene fe, pedí un Bergidum Guerra, necesitaba algo fuerte.
– Tú no me conoces, ¿verdad?
Frente a mí, Pepín, el Gallego, brigadista del Gas, tratando de fulminarme con la mirada.
– Disculpa, no leo los periódicos.
– Pues no vuelvas a cruzarte en mi camino o publican tu esquela.
– Pide lo que quieras, invita la casa.
– En la peña te bajaré los humos, cuídate.
Salió del improvisado casino dejando tras de sí una larga estela de comentarios, me hubiera gustado saber lo que sintió bajo el influjo del absurdo, a través de los cristales de la calle vi una vez más a las chicas que me perseguían durante toda la tarde, salud, se acabaron los forcejeos, llegó la hora del tercer encuentro, de abandonar las miserias cotidianas y ascender a la gloria.
– ¡Olvido!
Abandonó el grupo de amigas entre las que camuflaba su impaciencia y corrió a mi encuentro.
– Ausencio, por fin.
– Tenía unas ganas de verte…
– Pues anda que yo. He soñado contigo.
– Mi vida.
– ¿Sabes qué he soñado?
– Lo mismo que yo. Que por fin nos veíamos a solas, éramos muy felices y paseando por el camino de Carracedo llegábamos a una casa, nuestro hogar, entrábamos dispuestos a…
– No sigas, no era así.
Me cogió de las manos y me dio un fugaz beso en la boca, para que te calles, supuse, la audacia del gesto me hizo feliz.
– Vamos a dar una vuelta.
– Sí, tengo que hablarte.
– ¿Y cuándo no tenemos necesidad de hablarnos? Yo siempre la tengo.
– Yo más, pero esto es tan, tan…
– Campanas.
Bromeé para disipar la nube que de repente oscureció el brillo de sus facciones, las pupilas seguían encendidas, pero en estado de alerta, y eso fue lo que más me preocupó.
– Tan difícil de explicar.
– Si es por el follón del Dólar no sé lo que te habrán contado, pero te prometo que no hice nada.
– No me engañes con otra o me muero de pena.
Tan triste que me preocupó de veras, hubiera preferido un airado o te mato, ofrecí garantías a la espera del problema.
– Jamás te engañaré, somos novios.
– ¿Lo somos?
– Y más.
– No sé si decírtelo.
– Tenemos que decírnoslo todo, ¿sabes?, jamás nos mentiremos.
– ¿Y si la verdad nos hace daño?
– Jamás nos mentiremos. Aunque nos hiera, la verdad nos hará fuertes, es nuestra ventaja sobre las personas formales y establecidas.
– Me siento tan infeliz…
Se le saltaron unas lágrimas hermosísimas, suspiró falta de ánimo y aliento, habíamos subido la cuesta de Pieros y ahora, entre viñedos, estábamos en el castro de la Ventosa con la feria a nuestros pies, lejana y cómplice, la estreché contra mi corazón y pensé que la vida no podría ofrecerme nada mejor que se le pasara el disgusto tan sólo. Bebí sus lágrimas.
– No me dejan salir contigo.
– ¿Quién, tu madre?
– Mi madre y el tío Ángel. Te lo prohibirá a ti también.
– Ya lo ha hecho.
– Entonces…
– Entonces nada, no tenemos por qué obedecer a nada que nos separe.
– Prometí no contárselo a nadie, es tan horroroso que estoy destrozada, tengo el alma en un puño.
– Don Ángel se cree un patriarca, pero no tiene ningún derecho sobre nosotros.
– Sobre mí sí. No es un patriarca… es mi padre.
– ¿Qué?
La sucia historia me explotó entre las manos, pero no estaba dispuesto a consentir que la porquería de los viejos nos salpicara, allá ellos con sus miserias, no iba a ser yo quien les recriminara, pero de eso a implicarnos en sus enredos mediaba un abismo que no saltarían a mi costa, me contó una historia, una más, que me sabía de memoria, una miserable tragedia, la misma que me hubiera contado mi madre de llegar a conocernos, viudo y en plena crisis, la prima con dificultades en su matrimonio, terminaron consolándose en la cama, podía haberse calzado un preservativo el muy estúpido, pero de lo de abajo nada, otra marca de fábrica, los calcetines de viaje eran pecado y el señorito andaluz, el innombrable, el malo, no quiso participar en la fiesta y se dio el bote, lógico, me indigné con el desvalido don Ángel, toda la paternidad responsable se le iba en remilgos hacia un expósito, el colmo de la desfachatez, pero no me hundiría, caminamos cogidos de la mano kilómetros de angustia y desahogo, pasamos bajo el tren de vagonetas de la fábrica de cemento de Toral de los Vados y me dispuse al contraataque definitivo.
– Te voy a enseñar la causa de mi sueño, el que te conté antes.
– No sé por qué no quiere que salgamos, a ti te estima mucho, habla muy bien de ti.
– Ya. Te reservará para casarte con algún viejo rico que te haga tan desgraciada como a tu madre.
– Dice que soy muy joven, pero la abuela se casó con quince años.
– Nadie nos separará, Olvido, confía en mí.
Instintivamente me palpé el bolsillo trasero en donde guardaba la Super Star, tu abandono a mi voluntad me dará la fuerza que necesito para confiar en mí mismo, tendrían que pasar por encima de varios cadáveres para separarnos, los dos nuestros serían los últimos, la vi tan frágil y delicada que me asombré de que ya no la hubiera roto la violencia, la miseria y el egoísmo circundante, una copa de vidrio vibrando al contacto de mis dedos, frágil y transparente, no guardaba ningún secreto para mí como yo no lo guardaba para ella, nos leíamos el pensamiento y eso que apenas si habíamos podido estar un par de veces a solas, nuestros amores se habían fundido en una aleación única, inédita e irreversible hasta que la muerte nos separe, Cristo, tan negro porvenir que siempre era más fácil pensar en la muerte que en la vida solidaria que ansiábamos, di un paso adelante en mi decisión, estábamos en la finca de mister White.
– Aquí es, pasa.
– No me atrevo.
– Éste será nuestro hogar.
– No me atrevo.
– Atrévete a pensarlo, lo haremos otro día, otro año, cuando quieras, cuando nos sea tan natural como el respirar.
– Mi padre, don Ángel, no sé ni cómo llamarle, nos cortará hasta la respiración.
– Que lo intente.
Sentí la enredadera del odio trepar por mi cuerpo, los viscosos anillos de una boa constrictor ahogándome en su abrazo, asqueroso reptil surgido de una madriguera oculta, sus cien patas rasgándome la ropa, la carne, y me costó un esfuerzo el no empuñar la pistola, acaricié la cabeza del formidable animal, por fortuna se trataba del perro de mister William White, de nombre Bum, él lo escribía Boom, lamiéndonos las manos como si nos conociera de siempre nos ofreció la hospitalidad que ansiábamos, nos regaló un plus de confianza en el azar, la suerte para quien la desafía, creció el valor de Olvido y me volvió a besar en la boca, por primera vez se conocieron nuestras lenguas.
Y el amor me aconseja la piel como una esencia untada, como un tacto que ignora su materia. La metamorfosis del animal se completó en el magnífico león alado de piel amarilla y melenas al viento, tratamos de abrazarlo, lo veíamos los dos, no era un espejismo, por entre nuestros unidos cuerpos, con un rugido de felicidad, saltó poderoso e invencible hacia el sol poniente, llovieron los pétalos rosas del crepúsculo sobre nuestras cabezas y una serena confianza se aposentó en nuestro ánimo.