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La convocó en el piso de arriba, en la zona noble, en la sala de no uso, para tantear su estado de ánimo y para remachar la orden con cariñosa insistencia, Dositea se sentó en una de las mecedoras y la hija, por primera vez en su vida, en la otra, las mecedoras de no uso eran para los mayores, allí, meciéndose las miradas de la una en las de la otra, la madre trató de establecer contacto con Olvido, le resultaba tan difícil, suspiró.
– Debes comprender, mi matrimonio fue una farsa de conveniencias que fracasó rotundamente hasta en lo económico, tu padre… bueno, mi marido, fue un chisgarabís, un déspota que jamás me manifestó una chispa de ternura.
– Madre, no tienes por qué darme explicaciones.
– Quiero que lo comprendas.
– No lo comprendo, lo siento, pero no comprendo que me tuvieras engañada, es tan…
– Las apariencias mandan, Olvido, es una cosa de familia que nadie más debe saber, no se lo digas ni a tu más íntima amiga porque tendría otra amiga todavía más íntima y así es como se corre la voz. Lo prometiste, ¿te acuerdas?
El tinglado de la farsa social se asienta sobre promesas rotas y apariencias sin capacidad de engaño, se acumula en pátina de abolengo venido a menos en el bargueño interpuesto entre las dos mecedoras, en el resquebrajado lienzo de un oscuro e indescifrable san Genadio, eremita perdido en una cueva remota del valle del Silencio, y de forma muy especial en las manos con huellas de lejía que Dositea se resoba en el precario trance de la verdad.
– Seré una tumba, madre, pero no lo comprendo.
– Nos quiere, te quiere más que a nadie por el anonimato que tanto le hace sufrir, nos cuida, se ocupa de nosotras, fíjate lo que nos ha mandado, azúcar, harina, chorizos, por cierto, va a matar un cerdo en Navidad, tantos años sin celebrar la matanza…
– Por favor, déjalo.
– Seguimos siendo unas Valcarce, hija, y hay que comportarse. Mi desliz fue una cosa tan natural, ¿comprendes?, Ángel se había quedado solo, Angustias se le murió en el parto de la segunda Niceta, la primera se les murió de meningitis con meses, necesitaba compañía, al contrario del otro rebosaba ternura por todos sus poros, lo que nunca tuve, y aunque era bastante mayor que yo, quizá por eso mismo, nos consolábamos de nuestras diferentes soledades y casi sin darnos cuenta…
– Ya, cuanto más prima, más te la arrima.
– ¡Olvidín! Que te esté descubriendo mis confidencias no te da derecho a ser impertinente, eso que has dicho es una grosería.
– Perdona, mamá, no sé lo que me ocurre.
La joven paseó una mano por la tirilla de la falda e inmediatamente sintió el mordisco de cien alfileres en su bajo vientre, el cilicio clavó sus garfios en la carne, unas gotas de sangre empaparon su vello púbico, el dolor, el sacrificio, eran su fuerza de voluntad, tenía problemas de conciencia y no sabía cómo resolverlos, disimuló la instintiva contracción dolorosa, si todo se pudiera aguantar como el dolor físico la vida no sería tan insufrible, pensó.
– Sí, estás muy rara, pero no me extraña, necesitas tiempo para hacerte a la nueva circunstancia familiar, te harás a ella, no te preocupes, Ángel es una bellísima persona.
– No sé si podré llamarle papá, padre, lo intentaré, pero ha llegado en un plan tan mandón.
– Siempre ha tenido que mandar, tuvo la suerte de ser el primogénito que para mí fue su mala suerte, y encima el único varón, la abuela le maleducó en la abundancia para seguir mangoneando ella, para que nada les faltara a las tías, abuelas, primas, ¡tantas mujeres!, no le educaron para el mundo moderno de los negocios, pero es un hombre justo y no hubiera desamparado a ninguna como no lo ha hecho ni en los momentos bajos por los que atraviesa ahora. También es un hombre de cultura superior y sus órdenes son sabias, una sabiduría que a veces no comprendemos a la primera, pero a la larga siempre tiene la razón de su parte.
– Lo que menos comprendo es por qué me prohíbe salir con Ausencio.
– Te lo ha prohibido y basta.
– No me basta, quiero una razón.
– Porque no te conviene.
– ¿Cómo puedes tú decir eso, madre? ¿El fracaso de tu matrimonio no fue por las conveniencias?
Demasiado cruel, pero tenía que defenderse, compensó el daño que infligía a su madre con un nuevo toque en el cilicio reglamentario de Acción Católica.
– El pobre José no tiene ni apellidos, es muy buen chico y yo le aprecio como si fuera de la familia, pero su porvenir es de aparcero.
– Somos amigos, ¿qué hay de malo en ello?
– Que se convierta en algo más. Eres demasiado joven, él es ya un hombre hecho y derecho y puede engañarte…
– ¡No te lo consiento!
– ¿Qué? ¿Qué es lo que tú no me consientes?
– Perdona, mamá, no sé lo que me pasa, perdóname, estoy tan confusa… si no te importa me voy, quisiera ir a confesar.
– No me asustes, no habrás hecho nada irreparable, ¿verdad?
– No es eso, por favor. Os he ofendido a vosotros, a ti, tengo que aclarar mis ideas.
– Está bien, hija, vete. Y recuerda que si vuelves a salir con José te metemos de interna, no nos quedaría más remedio.
– Por favor, déjalo.
– Soy tu madre y quiero ayudarte, si necesitas alguna explicación pregúntame cuando quieras, no estoy en contra tuya.
La complejidad de por qué el amor tenía que asentarse sobre la desgracia, de por qué todo lo que el corazón acogía con júbilo era pecado, de por qué la alegría siempre estaba prohibida por las leyes de Dios o del código civil, era la complejidad de su adolescencia, camino de la colegiata de Santa María pensó que quizá don Sergio, el consiliario de las Juventudes de Acción Católica, pudiera aclarársela, tenía fama de grandes penitencias, pero también de grandes perdones, de facilitar cilicios y serenidad, él también era joven y no estaba chapado a la antigua como sus padres.
– ¿Quién es la última?
Preguntó a la cola de sombras arrodilladas dentro del recinto entre gótico muy tardío y plateresco poco repujado, era víspera de primer viernes de mes, nueve seguidos el mejor seguro de vida eterna.
– Ave María Purísima.
– Sin pecado concebida, padre, quiero confesar los pecados que he cometido desde la última confesión, hace un mes aproximadamente.
– Demasiado tiempo, hija mía, estás en una edad muy peligrosa.
– Creo que estoy en pecado mortal, padre.
– Me lo temía. A ver, hija, ¿amas a Dios por encima de todas las cosas?
– Sí, padre.
– Sigue tú, criatura, ¿amas y respetas a tus padres como es debido?
– Sí, bueno, a mi padre le odié por una cosa que me dijo, pero no, los amo, no es eso lo que me preocupa.
– ¿Has robado algo? ¿Alguna sisa en los recados de la compra?
– No es eso… Tengo novio.
– Llegamos al sexto, ay, con la virginidad en peligro. La pureza, hija, la pureza, ¿qué has hecho de tu virtud más preciada? No me dirás que hacéis el matrimonio antes de casaros, ¿no?
– No, padre, por Dios, qué cosas dice.
– Pues dilas tú, hija, porque parece que soy yo quien se está confesando. Vamos a ver, ¿le tocas sus partes o es él quien te las toca?
Olvido sintió una descarga eléctrica.
– ¿Qué? No, no, apenas nos acariciamos, algún beso, soy yo quien me acaricio a mí misma hasta… me avergüenzo, estoy arrepentida y pido el perdón de mis pecados.
– No tan de prisa, criatura, estos casos hay que puntualizarlos. ¿Cuántas veces?
– Una o dos.
– ¿En todo el mes?
– Al día.
– Viciosa. Tienes que detener el vicio o se te derretirá la médula, parece mentira, una chica como tú. En fin, vamos a ver, ¿cómo lo haces? Porque la gravedad del pecado depende de la intensidad del acto. A ver, acaríciate como si lo estuvieras haciendo.
– Padre…
Olvido se quedó lívida de espanto, en la iglesia, delante de todo el mundo, no, no podía ser, el ángulo del confesionario la protegía de las devotas que hacían cola, giró sobre sí misma para ocultar la mano pecadora, le pareció una blasfemia, pero su resistencia se esfumó ante la amenaza definitiva.
– Acaríciate, hija. Si quieres que te salve del fuego eterno tengo que saber lo que perdono.
– Así, padre…
– Pero supongo que sin ropa, ¿en dónde lo haces, en el water?
– En la cama.
– ¿Duermes sin bragas?
– Sólo con el camisón.
– Claro, te das facilidades y luego pasa lo que pasa. ¿Te introduces algo?
– No le entiendo, padre.
– Sigue, no te detengas. Que si te introduces algo equivalente al miembro viril, una botella, un plátano, algo.
– El dedo.
– ¿Él no te introduce nada?
– No, no padre, por favor.
– ¿Ni siquiera la lengua?
– No…
– En la boca, cuando te besa, cuando te acaricia, porque algo te habrá acariciado, aunque sólo sea un pecho, ¿no?
Olvido apenas pudo pronunciar los balbuceantes no, no, del rechazo al horror que experimentaba, en la iglesia y a punto de llegarle un orgasmo, jamás se sintió tan turbada.
– Padre, no puedo más, me viene…
– No te pares. No me digas que no te ha acariciado así alguna vez.
Cuando sintió la mano de don Sergio oprimiéndole con delicadeza, astucia y exactitud el pezón de su seno izquierdo, Olvido gritó con todas sus fuerzas, se condenaría, aceptaba la condena eterna, la puerta de la salvación le resultaba infranqueable.
– Pero hija, ¿qué te pasa?
– Es usted un, un…
Se encontró de pie, sonrojada, pero por fortuna circunspecta, el grito primal se había contenido en la bóveda de su paladar sin trascender a la de la iglesia, ni la llama de una vela se había agitado, las de la cola daban por supuesta la terminación del sacramento y ya la siguiente se acercaba modosa a relevarla frente a la cortina del confesionario.
Olvido aprovechó el equívoco para abandonar al torturador sádico de respiración entrecortada, descargas eléctricas recorrían sus nervios, imposible, en la pila del baptisterio se persignó, no podía ser verdad lo que le estaba ocurriendo, contempló la lucecita del sagrario, se dijo que Jesucristo y ella se merecían otra oportunidad y recapacitó. Frente al confesionario con la tablilla de P. Desiderio no había cola alguna, le decían chocho y su mayor inconveniente radicaba en la sordera, la gente temía desvelar a gritos sus pecados. Se decidió.
– He pecado contra el sexto, padre, tengo novio con el que no he hecho nada malo, pero cuando estoy sola me acaricio toda la noche hasta que me viene el placer, me introduzco el dedo…
– Cálmate, pequeña, cálmate, no tienes por qué entrar en detalles. ¿Quieres mucho a tu novio?
– Más que a nadie en el mundo, padre.
– ¿Y a Dios? ¿También le quieres? ¿Casi, casi, como a tu afortunada pareja?
– Quiero quererle más todavía, padre.
– Pues entonces tranquila, hijita, mira, Dios es amor y el amor de la pareja humana es un reflejo del suyo. Cuando el amor humano es sincero, siempre es agradable a los ojos del Señor, tenlo siempre presente y esto te reconfortará.
– Pero estoy en pecado mortal, padre.
– Sí, bueno, pero no dramatices, hay que conservar la virginidad, es el mejor regalo de boda, mas túrbate menos…
– Es que a veces no puedo contenerme.
– Claro, a tu edad, mira, ¿sabes saltar a la comba? ¿Sí? Pues salta como hacen los boxeadores hasta que no puedas más, una buena sudada, después te das una ducha con agua fría y ya verás como resistes mucho mejor la tentación. ¿De acuerdo?
– Me he puesto un cilicio.
– ¡Tíralo! Eso es cosa de frailes, cuando comulgas tu cuerpo es el templo de Dios y tiene que estar presentable, limpio y sin heridas, tíralo a la basura y no te preocupes más. Hala, preciosa, hasta la vista. Vuelve cuando quieras.
– ¿Y la penitencia?
– ¿Qué penitencia?
– La de mis pecados.
– Ah, sí, bueno. Mira, haz un ramillete de margaritas silvestres y se lo colocas a los pies de la Virgen, le encantan las margaritas, ¿sabes?
– Ya no hay margaritas, padre.
– Pues geranios, coño, no pongas pegas.