37901.fb2
Los ruidos naturales, del aullido del lobo al repiqueteo del granizo, no eran una amenaza y en consecuencia ni la inquietaban ni penetraban en su sueño, los paseos de alguna rata también eran naturales, pero no así la furia con que en esa noche roían en el muro exterior de la casa, parecía la de un martillo neumático, aún en duermevela sacudió la espalda a su marido.
– Lauren, escucha, parecen ratas gigantes.
– Déjalas.
– Deberías echar un vistazo.
– ¿Qué quieres? -el ruido le despertó de golpe-. ¿Eh? ¿Quién anda ahí?
Un ruido extraño que no supo identificar, pero que desde luego no correspondía a ningún roedor por muy gigante que se lo imaginara. En calzoncillos y frotándose los ojos salió al porche y circunvaló el edificio, el golpeteo se volatilizó entre los jirones de niebla, ¿lo habré soñado?, una noche negra como la endrina ideal para darse de bruces con la Santa Compaña, un silencio ominoso, nada, no es nada, pero tiritó sin sentir frío, lo mejor es volver al refugio del lecho, una vez entre las sábanas volvieron los golpes rítmicos, fuertes, más fuertes, al matrimonio se le aceleró el corazón con el miedo a lo sobrenatural, a lo desconocido, Leonora inició un padrenuestro, pero no llegó a perdonar a nuestros deudores, el puño que golpeaba en la puerta, su voz tremebunda, pertenecía a un ser humano.
– ¡Abran en nombre de la ley!
Abrió con el asombro en las legañas, sí, parecían personas.
– Pero qué coño quieren…
Hasta la cocina, comedor, sala de estar, entraron hombres de amianto con reflejos de charol, el naranjero por tarjeta de visita, no eran almas en pena.
– Arriba todos, es un registro.
– Oiga, ésta es mi casa, ¿qué quieren?, somos gente de orden.
– ¿Es usted don Delfino Mayorga Cela?
– Soy Laurentino, su hijo.
– Pero es su casa, la de su padre, ¿no?
– Era, él vive abajo, en Villadepalos, en la herrería.
– Bueno, es igual.
El ruido seguía en aumento, ahora ya de naturaleza inconfundible, golpeaban con mazos las paredes exteriores de piedra, por fortuna la estructura del edificio de una sola planta era sólida, la más sólida del pueblo, y se resistía, la vibración provocada por los sucesivos impactos se notaba en la planta de los pies, de la pared frente al fogón se desprendió el calendario zaragozano, el cuadro de la última cena y la foto de boda, el Mayorga hijo no entendía lo que estaba ocurriendo, deseaba con todas sus fuerzas que fuera una pesadilla de la que pudiera sacarle Leonora con otro manotazo en la espalda.
– ¿Qué son esos golpes? Párelos.
– ¿Qué golpes?
– ¿No los oye?
– No. Buscamos un alijo de armas, varias armas largas y una metralleta, su padre se pasa de listo reparándolas y sabemos de buena tinta que el Charlot prepara algo y las necesita, ¿quiere entregárnoslas?
– Pero no diga bobadas, perdone, no quería faltar, no hay nada, somos gentes de orden, pero si mi padre se las repara a ustedes en el cuartelillo…
– Allá usted, tienen que estar aquí y vamos a dar con ellas.
Por desgracia no era un sueño y Leonora, sentada en la cama, tapaba los oídos de su hijita para que no se despertara y se muriera del susto, su propio miedo trataba de ahuyentarlo con una canción de cuna, de los vasares se desprendían a brincos tazas, platos y fuentes trizándose contra el suelo, reforzando el tronar de los golpes exteriores.
– No hay nada, se lo juro, pero que pare quien quiera que sea, me va a tirar la casa, no hay ni un arma, se lo juro.
– Vamos a registrar.
– Pero esto no es un registro, es un derribo.
Mediocapa, el cabo, sonrió enseñando su dentadura de cascar nueces.
– Usted lo quiere. Adelante, muchachos, no dejéis piedra sobre piedra hasta que no aparezcan las armas.
Se concretaron nuevas sombras en el interior del hogar, éstas sin uniforme, los mazos golpearon sobre las paredes, ahora desde dentro, la deleznable pintura se desprendía en paños inmensos dejando a la vista la piedra objeto de la visita, cuando arrancaron la primera, imprevista ventana por la que se colaron niebla y noche, Laurentino se dio cuenta, horrorizado, de lo que buscaban los alevosos huéspedes.
– ¿Qué tal?
– Magnífica.
La miraron con atención, la resobaron limpiándola y se admiraron de su peso, dureza y negritud, Laurentino vio claro que lo de las armas era una coartada, lo que querían era robarle los muros de su casa, cómo no se habría dado cuenta antes, era la casa más sólida y antigua de Cadafresnas, la había construido el abuelo siendo niño, ayudando a su padre, un bisabuelo del que los muros eran el único rastro, con un carro de bueyes bajaban las rocas de la cantera de encima del valle del Oro, pesaba tanto la carga que las roderas se hundían hasta el eje cuando llovía, su casa era una mina de wolfram, valía una fortuna y aquellos desalmados le iban a dejar a la intemperie, tenía que defenderse, pedir ayuda, le salió un grito tarzanesco:
– ¡Socorro! ¡Vecinos! ¡Socorro! ¡Me roban!
El primer culatazo lo recibió en la clavícula.
– Cállate, imbécil.
– Quiero hablar con el teniente Chaves.
El segundo, en el estómago.
– Cállate o será peor.
Cuando le volvió el aire, gritó desde el suelo:
– ¡Socorro! ¡Ayuda!
Algo parecido a una sirena le penetró frío y metálico en el subconsciente, un resorte que le dejó sentado sobre el colchón en que dormía, un movimiento tan brusco que Celia, al borde de la cama, cayó arrastrando sábana y colcha tras de sí, la cama de matrimonio era ancha, mas para dormir cuatro se necesitaba una gran compenetración y un no menor equilibrio nervioso. Jovino faltó al artículo básico del reglamento no escrito, la luz siempre apagada, a oscuras ciertas dificultades se superan con más facilidad: encendió el petromax. Eloy y Prisca se hicieron los dormidos.
– ¿Qué ha sido eso?
No supo ni cómo se calzó las botas, medio en sueños corrió en ayuda de quien la pedía a gritos, le sorprendió no ver a nadie más corriendo junto a él, se despertó del todo cuando ya estaba en el centro de la refriega, los vio apaleando a Laurentino Mayorga en su propio domicilio, quiso intervenir y entonces fue cuando volvió a dormirse, lo que no le había ocurrido en su vida de boxeador aficionado, k.o. en el primer asalto.
– De buena gana le metía un tiro en la nuca.
No es cierto que se oigan pajaritos cuando te dejan fuera de combate, lo que se escucha por dentro es el chirriar de la lobotomía, con un serrucho oxidado te parten en dos, entre dos, había reconocido a Pepín, el Gallego, y a Lisardo, no tienen pelotas para rematarme, el techo desapareció de su vista, caído, contempló el oscuro del cielo cruzado por las sombras más oscuras de las vigas de madera, en su día poderosos castaños, y el absurdo fenómeno de las paredes disminuyendo en su sillería de wolfram a toda velocidad una piedra tras otra, ¿y los vecinos de Cadafresnas, qué?, ¿dónde estaban?, acangrejados en sus miserables guaridas, el miedo obnubilándoles las entendederas del hoy por mí y mañana por ti, pocas cosas más repugnantes que el miedo colectivo que impide la solución de un problema tan fácil de resolver en común, trató de incorporarse dándose ánimos en voz alta:
– Arriba, Menéndez, que no se diga.
Imposible, no tenía fuerzas, miró impotente al también derrumbado Laurentino y cerró los ojos. El Mayorga no quería ver, no daba crédito a la paulatina disminución de su hogar tangible, un terrón de azúcar deshaciéndose en el café amargo de la noche, ésta es una tierra como para acordarse de la Santísima Trinidad, en Suarbol, junto a la casa de sus suegros, hay una estela celta, un relieve en piedra que figura un individuo varón desnudo con la mano izquierda sobre sus genitales mientras eleva la derecha al cielo, estúpidos arqueólogos la interpretan como símbolo de la fertilidad cuando es el primer corte de manga blasfematorio del Bierzo, no estaba paralizado por el terror sino por varios huesos rotos, pasaron sobre su cuerpo caído las últimas sombras transportando las últimas piedras de su hogar, cobardes los depredadores avariciosos y más cobardes los testigos mudos, malditos seáis todos, maldijo en un solar sobre el que sólo se sostenían muebles astillados y por el que revoloteaban ropas y papeles ya inútiles.
– ¿Y ahora, qué?
Un silencio de muerte.
– Arriba, si podemos.
Los dos hombres se levantaron sirviéndose el uno al otro de precarias muletas.
– Han sido los del Gas.
– A estos tíos hay que aplastarlos como a cucarachas.
– Jovino, si te decides a matar a alguno de ellos cuenta conmigo.
– Tú eres quien debe vengarse.
– Si tuviera valor mataría al Mediocapa, si…
Las palabras se le bloquearon ante el supremo espectáculo de la miseria humana, trágicas siluetas avanzaban entre la niebla, las aves carroñeras, emigrantes sin fortuna en sus lugares de origen, sin suerte en la búsqueda del mineral, sin coraje para enfrentarse con la derrota, reclamaban las vísceras del cadáver, todo les servía, una manta rasgada, una silla coja, un jabón pisoteado, todo, hasta las fotos familiares. Noctámbulos espectros deslizándose impunes alrededor de la pareja tullida. Los vecinos seguían aculados, mudos tras las cortinas de las ventanas sin encender.
– ¡Dios! ¡Baja aquí si eres hombre!
El solar quedó liso y desnudo, sobre él tan sólo la cama de matrimonio en la que Leonora, abrazada a su hija, le velaba el sueño tapándole los oídos y susurrándole la salmodia interminable de la misma canción de cuna. Una sombra más en la noche de endrina, para el Mayorga su mujer, al raso abierto, se convirtió en la octava maravilla del mundo. Los jardines colgantes de Semíramis, los muros de Babilonia, las pirámides de Egipto, la estatua de Júpiter olímpico, el Coloso de Rodas, el templo de Diana y el sepulcro de Mausoleo, se las sabía de memoria por los cromos del chocolate Nestlé de antes de la guerra, el álbum también había desaparecido.