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El día de la Virgen, en contra de la tradición, salió espléndido, todo azul, ni una nube empañaba la silueta de los montes ni la del castaño de Pobladura que parecía poderse empuñar por quien tuviera ganas de hacerlo con sólo extender el brazo. La campa de Dragonte, la de la anteiglesia, amaneció con los tenderetes de fiesta, menos que en otras porque el comercio principal de la romería era el santificado, el del puesto que don Recesvinto montaba en el atrio, estampas, medallitas y escapularios bendecidos de la Virgen de Dragonte para mejora del cuerpo, de los males de cualquier parte del cuerpo, curaba todas las enfermedades, no era tan sólo especialista en garganta, nariz y oído como su competidora santa Águeda, por eso no subían los puestos de montaje complicado, el del coche para probar la fuerza, por ejemplo, no les merecía la pena un transporte tan duro. Los objetos benditos los fabricaba el párroco, las oraciones y foto de la imagen en la imprenta El Templario, de Ponferrada, y los lazos y abalorios en la catequesis, las chicas practicaban así, de paso y gratis, el corte y confección, el lema de don Recesvinto era el ora et labora de los cistercienses por más que no podía verlos ni en pintura, a los jesuitas menos. El destino de los fondos obtenidos con tal mercancía se ignoraba aunque todos conocían otra de las frases favoritas del cura, la sacaba al casual en la partida de dominó.
– El sacerdote debe vivir del altar.
– Sí, don Recesvinto.
– Los favores de la Virgen, por no llamarlos milagros, cosa a la que tuerce el morro el obispo, no tienen precio.
– Que sí, Reces, pero atiende a lo que estás o me ahorcan el seis doble.
El que no falló fue el fotógrafo, allí estaba con sus dos paneles a elegir, el del avión y el del banquete, tenía una moral a prueba de bombas, hasta que no retratase a todos los bercianos no se marchaba a Orense, no solía dejar rostro inédito tras de sí.
– Vamos, anímese, hágase inmortal por muy poco dinero. En cartoné por poco más.
Paseaba junto a Olvido sin atreverme a coger su mano en público, nos podían ver, lo suficientemente juntos para que nuestros brazos pudieran rozarse sin querer, queriendo, el roce de su piel compensaba los malabarismos de la cita.
– ¿Qué, no os hacéis una en el aeroplano adelantando el viaje de boda?
– Qué cosas dice, don Domingo.
– Coño, Chomin, ¿qué hace usted por aquí?
– Divertirme y santificarme, donde hay gente allí estoy yo.
Era el representante de Éibar, bisutería fina, las armas en la trastienda, estaba en todas partes y en ninguna, siempre con la frase adecuada para encandilar al respetable, para presumir de mundo.
– Conozco fotos más divertidas, en San Juan de Luz vi un cuadro con una pareja en canicas, tapándose las partes pudendas con las manos, pero ella con las catalinas al aire.
– Es mentira.
Sonaron las campanas con el segundo aviso. «Mentira», repitió Olvido poniéndose los manguitos, no podía entrar en la iglesia con los brazos desnudos, y arreglándose el velo, tampoco podía entrar descubierta.
– Verdad, los franceses son unos cachondos.
– Y usted un poco fresco, ¿eh?
– Venga, Olvido, no seas antigua.
Subían los últimos comprometidos, los que habían hecho promesa de subir a la Virgen si ponía remedio a la fiebre rebelde, al hueso descoyuntado, a la tuberculosis galopante o a cualquier otro mal imposible, casi todos jóvenes, la promesa la solía hacer la madre en su nombre y después no les quedaba a ellos más remedio que cumplir, una regla tácita del sacrificio era subir andando desde su lugar de origen, de rodillas el último kilómetro, más liso por la abundancia de pisadas y por el barrido del día anterior para que no se descalabrase ninguna rótula y no fuera peor el remedio que la enfermedad, cerró la comitiva una mujer que ya no cumpliría los sesenta, enlutada, el rostro contraído por el dolor, sudando, y eso que la llevaban cogida por los sobacos sus dos hijos para que no desfalleciera, ella había prometido que de rodillas y así iba al aire, una levitación tramposa pero bien intencionada.
– Vamos dentro.
– Sí, hasta luego.
Con el campaneo del tercer aviso entramos todos en la iglesia, el último repique coincidió con las doce en punto. Precedido por dos monaguillos de alba blanca y faldón rojo salió don Recesvinto con la espectacular casulla verde de tal ocasión, la esperanza es la principal de las virtudes teologales, argumentaba, confiad en la Virgen intercesora. Ocuparon su sitio tras el altar y comenzó la misa, me separé de Olvido y el hecho circunstancial me dolió como si no tuviera remedio, algo nefasto se interpondría entre nosotros por los siglos de los siglos y que nadie diga amén, las mujeres tenían que ocupar la mitad delantera de la nave y los hombres la mitad trasera, los más jóvenes nos agrupábamos en los bancos próximos a la salida, el Marca, diario gráfico de los deportes, empezó a circular de mano en mano, en hojas sueltas, con disimulo, don Recesvinto era capaz de llamar la atención a gritos en medio del suscipiat.
– Pásame la de fútbol.
Escuchamos el evangelio en pie y nada más comenzar el sermón los que tuvimos la suerte de ocupar banco junto a la puerta nos deslizamos al atrio, a echar un pito al aire libre era un rollo que nos sabíamos de memoria, «por mal que vengan dadas, la esperanza en la Virgen de Dragonte os mantendrá firmes, a una madre intercesora ningún hijo le niega la súplica, Jesucristo cumple si el recomendado guarda la salud del alma», el párroco, por fervor religioso o simple venganza, había instalado un altavoz sobre el frontis de la fachada principal y no nos quedaba más remedio que escucharlo como música de fondo, vendía bien su producto, un día perfecto y tranquilo, nadie en lontananza, salvo los chamarileros que hacían guardia en sus tenderetes para que no se les distrajera la mercancía nadie alrededor, no se trabajaba ni en la peña, ni un movimiento de carruaje o persona, pitillo y poco más era el tiempo de la plática, se respiraba la tranquilidad de un día de fiesta y eso fue, después, lo que chocó a los testigos, no se veía a nadie y nadie los vio llegar.
– Aparecieron de repente, como por arte de magia.
Ocurrió en la consagración, todos los fieles de rodillas, la cabeza gacha, los más jóvenes por resabio del ejército con la rodilla derecha levantada, don Recesvinto alzó el cáliz y pronunció las palabras rituales:
– Sangre de Cristo…
Sonó un tiro y otro y otro y otro. Tan seguidos que no se pudieron contar, no más de seis pues el primero de los hombres que avanzaba por el pasillo esgrimía un revólver humeante con tambor de seis cartuchos y los tres embozados que le seguían lo que empuñaban eran escopetas de caza, una con los cañones recortados. Don Recesvinto se desplomó sobre el ara del altar y de allí al suelo a cámara lenta, los orificios eran negros, redondos, destacaban tétricos en la seda verde, la única mancha roja procedía del vino tinto del cáliz que se derramaba sobre su pecho, la sangre correría por debajo de la pesada casulla, un grito histérico de mujer, más gritos, llantos, todo muy rápido hasta que el hombre del revólver, los otros tres guardándole las espaldas, desde el altar, reclamó silencio.
– ¡Silencio!
– Le han muerto…
– ¡Silencio! No quiero oír ni una voz, aquí no ha pasado nada que no tuviera que pasar.
Se pudo oír el sorberse los mocos de un monaguillo y el susurro de alguien, el primero que lo reconoció.
– Es el Charlot.
– ¡Silencio he dicho!
A partir de ahí ni el volar de una mosca ni el tembleque de los pulsos propios. En efecto, era Genadio Castiñeira y rápidamente se asociaron las ideas, Evaristo, Varis el de la fonda no, el sacristán de Dragonte, había sido de su cuadrilla y el Charlot acababa de cumplir su promesa, la de responder diente por diente a cualquier delación, la venganza se había cumplido, pero una vez identificados persona y causa un terror más denso se apoderó de los feligreses, la ceremonia no había hecho más que empezar. A los otros tres no los reconoció nadie, llevaban la boina calada y la bufanda alta, hasta los ojos, un tapujo que sólo se explicaba por el miedo o la esperanza, Genadio iba a rostro descubierto porque ya sabía cómo iba a acabar y lo había asumido, no tenía miedo y tampoco ninguna esperanza de evitar el fin previsto.
– Quien a hierro mata, a hierro muere. Veamos.
Sacó un papel del bolsillo de la zamarra y lo desdobló con cuidado, demorándose en la operación. Carraspeó antes de leerlo.
– A cada cerdo le llega su san Martín, pero los ciudadanos honestos nada tienen que temer.
Posteriormente se adivinó, no fue difícil, que el tremendo papel era una copia de la declaración jurada que el juzgado de León pidió al párroco del pueblo, firmada por él y por cuatro cabezas de familia de la localidad adictas al régimen, un informe sobre la conducta política de Evaristo, acusado de espionaje y alta traición.
– Que vengan aquí y con los brazos bien altos. Rubino García Castro, hijo de Juan y Emérita, casado, agricultor, natural y vecino de Dragonte. José Olmos Navarro, hijo de José y Genara, casado, agricultor, natural de Chozas de la Sierra, vecino de Dragonte. Argimiro Fuentes Cañameira, hijo de Macario y Micaela, casado, agricultor, natural y vecino de Dragonte, y Longinos Fernández Couto, hijo de Dimas e Isidra, casado, empleado, natural y vecino de Dragonte.
Sobre el olor de las velas y el tufillo residual de la pólvora se impuso la pestilencia del miedo, los cuatro se fueron con andar patético hacia Genadio como si fueran marionetas, el mismo andar desarticulado. Los de la bufanda sacaron unas cuerdas que llevaban para tal propósito y les ataron de una forma original y práctica, los brazos a la espalda y de cada brazo un nudo corredizo al cuello de su involuntario compañero, en piña, de no andar al unísono se ahorcarían.
– Estos cerdos son casi tan culpables como el cocho de Recesvinto y el casi los puede salvar, eso depende de vosotros. A ver, que levanten la mano sus parientes y amigos.
Una cínica sonrisa cruzó el rostro de Genadio, la del escepticismo en la amistad, algo que justificaba su falta de esperanza, sólo pudo contar cuatro brazos en alto, los de las cuatro esposas.
– Para salvarlos tenéis que reunir cada una dos mil pesos, podéis salir a buscarlos, pero que no se os ocurra ninguna otra gestión o morirán en un decir Jesús, tenéis media hora.
– Por amor de Dios, ¿de dónde vamos a sacar las diez mil pesetas?
– Estáis perdiendo un tiempo precioso, ya cuenta el primer minuto, largo que para luego es tarde.
– Perdona a mi Rubino, él no quería firmar, fue el cura quien…
– ¡Largo!
Salieron las mujeres. A un gesto de Charlot, un agitar el brazo que recordaba al artista cómico, sus secuaces actuaron según una maniobra convenida de antemano. Uno introdujo a los prisioneros en la sacristía, no volvió a salir. Otro abandonó la iglesia y tampoco se le volvió a ver más. El tercero se quedó de guardia paseando por el pasillo central de la iglesia. Genadio se sentó en el sillón mayor, bajo el retablo barroco, y fue como un permiso, como si hubiera terminado el evangelio, los feligreses se sentaron en los bancos corridos a esperar la media hora más larga de sus vidas, por lo menos tan larga como otras que habíamos pasado en la guerra, los demás hombres no sé qué sentirían, pero sobre mi piel el olor del miedo cristalizó como una coraza, me recubrió con el caparazón de un cangrejo, me convirtió en un cangrejo miedoso, Charlot actuaba y yo veía la película, era un espectador neutral que nada podía hacer para variar el argumento, lo malo es que no estaba sentado entre las sombras de un cine para poder ocultar así mi miseria.
– Somos unos cobardes.
– Calla que te pierdes. Ellos se lo han buscado por meterse en política.
– Callaos, coño, no liarla.
Don Pancracio, el maestro, levantó la mano como cuando uno de sus alumnos le pedía permiso para ir al water, san Pancracio bendito, la letra con sangre entra, le entraría la urgencia de su responsabilidad, probablemente fuera la única persona con estudios de todos los allí reunidos y eso siempre inspira cierto respeto, la prueba es que Genadio le habló de usted.
– ¿Qué quiere?
– No soy quién para decirlo, pero se ha derramado la sangre de Cristo y eso, para los creyentes, es una profanación, si no te importa trataría de recogerla.
– Hágalo si gusta, para mí no es más que vino aguado.
– Con tu permiso.
Don Pancracio subió al altar, con una delicadeza insospechada en sus principios didácticos tapó el rostro del sacerdote con el paño de las vinajeras y después, rezando, eso hacía suponer el movimiento de sus labios, con el copón, trató de recuperar el líquido vertido sobre el cadáver, imposible, lo que sí escurría por las tablas era la sangre de don Recesvinto, un charco en lento crecimiento, tras varios intentos sin atreverse a tocarlo con las manos, prefirió conservar el resto que aún quedaba en el cáliz, se incorporó y, solemne, lo dejó en el centro del altar. La idea del sacrilegio había pasado inadvertida tras el impacto del miedo físico y ahora planeaba por la iglesia responsabilizando a los presentes de una culpa más.
– Si no te importa podría…
– ¿Qué más quiere ahora?
– Pasar el cepillo de las limosnas, lo que se saque puede ayudar a la salvación de esos cuatro desgraciados.
– Hombre, eso sí que me parece bien. Ya lo habéis oído, a rascarse el bolsillo y recordad lo de amarás al prójimo como a ti mismo. No los vais a dejar morir, ¿verdad?
El maestro inició la lúgubre colecta, manos nerviosas dejaban caer la limosna tratando al mismo tiempo de ocultar el óbolo, una lenta procesión, un continuo sonar a hueco de la caja, pensé en los cuatro hombres, allí, en la sacristía, rodeados de exvotos, pies, corazones y demás vísceras de cera recordándoles la proximidad de la muerte si no intercedía un milagro, para su desgracia el rescate no era la especialidad de la Virgen de Dragonte, nosotros podíamos hacer algo más, sí, tenía varias pesetas sueltas y una sábana de quinientas, toda mi fortuna, la veinteava parte de la vida de un hombre, don Pancracio agitó el cepillo reclamando mi atención, por un segundo pensé lo peor, en soltar la calderilla, ademán cobarde, miserable, fue un solo segundo, por mí no iba a quedar, me quedé sin cinco, siguió el maestro el itinerario y por primera vez desde que comenzó el encierro sentí un ligero alivio en mi conciencia, si hubiera cundido la generosidad a lo mejor alcanzábamos el precio de un hombre, me descorazonó el susurro de un comentario.
– No saca ni para tabaco, ya lo verás.
– Ya. Somos pobres pero roñas.
Cuando dejó el cepillo sobre la mesa auxiliar, sopesándolo con cierto desánimo, una viejecita de pelo blanco, desde la primera fila, le chistó a don Pancracio.
– Dígale si podemos rezar el rosario.
Charlot se enfureció.
– Pero bueno, ¿qué se han creído que es esto?
– No es mala idea, nos tranquilizaría los nervios.
Se iba a cumplir la media hora, Genadio lo comprobó en su reloj de plata con iniciales de otro dueño, no corría ningún riesgo, al contrario, el rumor de la cantinela daría una mayor naturalidad a la iglesia que aquel ominoso silencio en el que destacaba la llantina de un niño de meses, a la madre se le había cortado la leche y no sabía qué hacer para calmarlo.
– Tiene razón la abuela, pueden rezar.
– Misterios dolorosos del Santísimo Rosario, primer misterio, oración y agonía de nuestro Señor Jesucristo en el huerto. Padre Nuestro que estás en los Cielos…
Dios te salve María, Dios te salve, te salve, salve, la cadencia monótona de la oración, repetitiva, tenía un efecto hipnótico en el que resultaba placentero abandonarse, no se pensaba en otras cosas, Dios te salve, hasta los hombres respondían sumisos la palabra salve sin recapacitar en el significado de la misma, tan gastada, simple música de percusión, un refugio mental.
– ¡Silencio!
Se levantó Genadio, no se sabe si porque la media hora había cumplido o por alguna señal a nuestras espaldas que no pudimos observar, el caso es que se abrió la hoja menor de la puerta grande y entraron las esperadas mujeres, el rostro tan descompuesto que de encontrarlas así al anochecer, en el bosque, hubieran ahuyentado al más audaz de los violadores, lo supimos nada más verlas, malas noticias, no habían reunido el dinero, se postraron en los escalones del altar a los pies de Charlot, ajenas al cadáver del párroco, el charco de su sangre ya coagulado, cada una argumentando su exiguo fajo de pesetas, quitándose la palabra la una a la otra.
– No tengo más, no pueden prestarme más.
– A mi Rubino, salva a mi Rubino.
– Calma, calma, a ver cuánto suma lo de las cuatro. Usted, don Pancracio, cuente mientras lo del cepillo.
No había mucho que contar, la espera se hizo nerviosa como en la lotería de Navidad cuando por la radio se espera la salida del gordo, hasta sonaron las cifras con la misma voz de los niños huérfanos de San Idelfonso.
– Nueve doscientas -dijo una de las mujeres.
– Trescientas, nueve mil trescientas -corrigió otra.
– Poco.
– Más mil ochocientas treinta y siete -añadió el maestro.
Ni para tabaco, pensé.
– Muy poco.
– Cumple tu palabra, Genadio, con este dinero se cubre el rescate de uno, con tu nobleza de espíritu libera a los otros tres, ya te has vengado y nada sacarás con más muertos, este pueblo ya ha sufrido bastante, tú lo sabes mejor que nadie.
Las mujeres enloquecieron.
– ¡Al mío, suelta al mío, tenemos nueve hijos pequeños, uno paralítico, qué va a ser de nosotros!
– ¡Yo soy quien más lo necesita, los míos están tuberculosos, las medicinas son muy caras y quién nos lo va a ganar!
– ¡Mátame a mí, él no hizo daño a nadie!
– ¡A mi Rubino, sálvame a mi Rubino!
Peleaban entre sí mientras trataban de retener a Genadio aferrándose a sus pantalones. El huido sacudió las piernas con un gesto brusco, por un momento pareció que iba a liarse a patadas con ellas, pero no, todo lo contrario, extendió la mano sobre sus cabezas pidiendo calma y habló con sonrisa beatífica.
– Está bien, calmaos, los soltaré.
– Dios te bendiga.
– Nada les va a pasar, se acabó, pero que nadie salga de la iglesia antes de media hora o me arrepiento y vuelvo con el hacha.
Genadio hizo el gráfico gesto de cortar el cuello, recogió el dinero y a grandes zancadas desapareció por la sacristía. El ruido de las llaves, un nuevo silencio, un llanto nervioso, la fe en el milagro, Dios te salve María en acción de gracias.
– Cállese, abuela, no está el horno para rezos. ¿Qué hacemos?
– Aguardar.
– ¿El qué?
La respuesta vino de fuera, una descarga de fusilería, heteróclito retumbar de diferentes armas de caza, un trueno áspero, brutal, aquéllos eran más que cartuchos de perdigón lobero, obuses, el gemido de las vidas taladró las sienes con la misma facilidad que la aguja se clava en el requesón, las dimos por vividas, acabadas, no podía ser otra cosa más que un fusilamiento.
– ¡Rubino! ¡Mi Rubino! ¿Qué te hacen?
– ¡Asesinos!
Se precipitaron las esposas hacia la puerta y todos detrás, ni plazo ni prudencia, afuera, lógicamente la puerta más fácil de descerrajar fue la sacristana, apretujándonos en una cola tumultuosa, la de los almacenes Bodelón cuando el cupo para los cortes de tela, a codazos para respirar cuanto antes el aire libre y petrificarnos ante el espectáculo de la masacre, el horror se asentó en la campa de Dragonte, los habían fusilado contra el curvo muro del ábside, entre las argollas para las caballerías y el letrero de «prohibido hacer aguas mayores y menores», les habían volado la cabeza con postas, cuatro manchas indescriptibles en la pared, masa encefálica y sangre, unos hilillos frescos se deslizaban hacia el zócalo de malas hierbas y avena estéril y allí abajo, en el suelo, los cuerpos amontonados, entrecruzados, de José, Rubino, Argimiro y Longinos. Una gruesa mosca verde jodeburras se paseaba por lo que habría sido nariz, a veces el horror se coagula en una sola imagen absurda, yo no podía apartar la vista de la estúpida mosca.
– ¡Dios mío! Cuánto sufrimiento inútil.
Lo dijo el maestro, caído de rodillas, llorando, la letra con sangre entra quedaba muy atrás, su humanidad creció tanto como el valor del fotógrafo, sacó un retrato del abrazo a los muertos antes de explicar que a los vendedores ambulantes también los habían retenido en la sacristía.
– Creí no poder contarlo, pero lo voy a hacer y con un documento gráfico de excepción.
Nadie reparó en la sombra de Lita, doña Manolita, la serora de don Recesvinto, entró en la iglesia y se ocupó del cuerpo del sacerdote, lo abrazó sin ningún reparo, acicaló su rostro, entrelazó sus manos, compuso sus ropas y después, eso sí con disimulo, se apoderó de la pistola del nueve corto que siempre llevaba en el bolsillo de la sotana, se desharía de ella tirándola al pozo de casa, allí nadie la localizaría, la pistola confirmaba la opinión de por qué entraron justo en el momento de alzar, por pillarle concentrado en el oficio y con las manos ocupadas, de no ser así quizá le hubiera dado tiempo a disparar, sabían que iba armado y tenía fama de rápido, de no dudárselo, lo de la consagración no fue por casualidad. Un día de la Virgen para contar a los nietos.
– Pobriña Lita, ni siquiera le queda el consuelo de ser viuda.
– Ya te va de negro, mujer.
– Hijos de puta, los rojos serán siempre unos hijos de puta.
La gente se estorbaba en su afán de colaborar en lo que ya no tenía remedio, los muertos subieron en consideración moral, nada que recriminarles, unos santos, incluso Rubino, de quien tantas barbaridades se contaban, era un santo, mejor así.
– Siempre les toca a los mejores.
Me reuní con Olvido, bajamos cogidos de la mano, sin hablar, ni siquiera le comenté lo de las quinientas pesetas, me indignaba que la colecta no hubiera llegado ni a dos mil, me sentía sucio y culpable, un sentimiento que muchos otros debían compartir conmigo, el chico de los Valbuena había hecho promesa, la de su madre, de subir andando con las botas llenas de garbanzos, se las había llenado con garbanzos cocidos y ahora, junto a la cuneta, cuando pasamos a su lado, los estaba reemplazando por piedras, querría destrozarse los pies en la bajada para quitarse de encima el mefítico olor de culpa y miedo, le comprendía muy bien. Cruzábamos el soto de Casares cuando sonó la primera campanada tocando a muerto.