37901.fb2 El A?o Del Wolfram - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Capítulo 1

«Es wolfram», dijo el teniente, Eloy repitió la palabra, «¿wolfram?», recordaba eso y poco más, la escena fue demasiado rápida, si acaso otros dos momentos, cuando el semiembozado se abrió la gabardina como un exhibicionista, «bueno, si queréis saco el trabuco», en realidad una escopeta de cañones recortados, y cuando él empuñó la piedra ciego de ira. Así empezó lo del Seo.

Subían por el camino de Corullón para hacer el domingo en casa tras una agotadora semana en la recogida de la cereza, no eran tantos como para alquilar la camioneta, veinticinco dentro y tres en el baquet, carga mínima, así es que Turo, Arturo, el taxista, se la alquiló a los de Magaz, en la carretera general, un viaje más largo, fácil y rentable que el de subir a la montaña. Eloy no insistió, prefería darse la peonada de trepar a pie hasta Cadafresnas, se ahorraba un dinero y al atardecer, con las primeras sombras, calculaba se le presentaría la oportunidad de achucharla ya se vería hasta dónde, la chica tenía fama de favorable aunque ninguno presumía de habérsela zumbado, los comentarios no pasaban de un «la tuve a tiro», «a punto de caramelo», «casi». La moza se le mostró bastante favorable en el juego de «a que no alcanzas esa rama», subió tanto la pierna que la falda se le abrió mostrándole una buena ración de muslo y la muy aguantó la mirada sin cambiar de postura.

– Te la alcanzo yo.

– Estás casado, ¿verdad?

– A veces.

Por no decir un sí rotundo que la frenara, que estuviera casado no quería decir que el mealegrovertebueno no se le pusiera a todo nabo de vez en cuando, el nabo de Lugo, todas las veces se le ponía así.

– Los casados sois los más peligrosos.

– ¿Cómo lo sabes?

– No lo sé, para mí un casado está más frío que un muerto.

Pero al ayudarla a bajar del árbol con una cereza entre los dientes, provocativa, bien que se dejó rozar, fue todo un abrazo, notó palpitar su pecho contra el suyo y los dos fueron conscientes de ello, los que recogían alrededor vete a saber, Eloy decidió que subiría andando si ella tenía fuerzas y humor para hacer lo mismo, la muchacha era de Veariz y les coincidía parte del camino.

Subían los dos rezagándose poco a poco del grupo, doblaron la curva de Gorullón, el sol estaba ya muy bajo, media hora calculó Eloy para la puesta y decidió perder un poco más de tiempo en el mirador, un anfiteatro natural sobre el valle, ambos fingieron extasiarse ante la belleza de un panorama que se sabían de memoria, desde niños.

– Mira, es nuestra tierra.

– Lástima que no lo sea, es de sus dueños.

– La más bella del mundo, colinas de manso declive, huertos de esmerado cultivo, praderías de verdor eterno, sotos de frutales, las higueras de Canaán, los olivos de Atenas y las vides de Chíos.

– Qué cosas más bonitas dices.

Eloy recitaba el párrafo con el que le iniciaron en la lectura, en la escuela de San Palermo bendito, la letra con sangre entra, don Pancracio le enseñó a leer en el Bosquejo de un viaje a una provincia interior, de Gil y Carrasco, el primero y único libro que había leído en su vida y no completo, así de gordo, imposible.

– Muy bello, pero lo que no he visto jamás por aquí es un olivo.

Caminaban despacio, muy retrasados, la sombra de los árboles se alargaba cebreando el sendero, la ocasión se hacía propicia por momentos y, sin embargo, no llegó a cuajar por culpa de lo inverosímil, desde tan atrás pudieron contemplar la escena sin saber si participaban o no en ella, inmóviles por si acaso. Cuando de entre las zarzas aparecieron los asaltantes, Celia se abrazó a Eloy con fuerza y el hombre sintió el primer ramalazo de ira, no por el despojo de que podía ser objeto sino por la ocasión que irremisiblemente iba a perder.

– ¡Alto! ¿Quién va?

Se agolparon las respuestas.

– Gente de paz.

– De Cadafresnas.

– ¿Y quiénes sois vosotros?, ¿por qué nos dais el alto?

– Silencio, estúpidos -la voz era lo amenazante, no llevaba armas a la vista-, aflojar la bolsa, todo el dinero y sin hacerse el guapo.

– No puede ser, acabamos de cobrar y…

– Pues por eso, guapo.

– …lo necesitamos.

– Nosotros más.

Eloy trató de adivinar quiénes eran los asaltantes. El que los había interceptado era un desconocido de gabardina, el cuello alzado y la visera calada, abierto de piernas en mitad del camino en señal inequívoca de prohibido el paso, no ofrecía pista alguna, pero el segundo de ellos sí, a la orilla del veirón, entre dos luces, tenía un aire familiar, le sonaba su cara a pesar de la bufanda, los tres restantes, sombras sospechosas al otro lado de los matorrales, reforzando la amenaza sin intervenir, podrían ser sus hermanos que no había forma de saberlo entre la oscuridad y el embozo. Eloy siguió observando sin pestañear, no sabía si estaba localizado, si iba a perder la única paga desde hacía meses y los pechos de Celia.

– No te muevas, cariño.

Habló el de entre dos luces.

– Venga, tú, pasa la gorra que no estamos de fiandón.

Salió fuera del zarzal con un gesto característico, inconfundible, de película muda, era Charlot, Genaro Castiñeira, el huido de Fabero, contaban atrocidades de los huidos, peligrosísimo el llevarles la contraria, pensó Eloy, asustado cuando Tibur, el más joven de la cuadrilla cerecera, se opuso al despojo.

– ¿Y por qué os voy a dar mi dinero? Ni hablar, no me sale de los cojones.

– Bueno, si queréis saco el trabuco.

El desconocido se abrió la gabardina y sacó una escopeta de caza con los cañones serrados, eso explicaba lo de la gabardina, no había caído ni una gota en todo mayo ni soplaban ganas de lluvia.

La señora María, la mayor, no se sabían los años, pero muchos y aguantaba como un mozo, se erigió en portavoz del grupo.

– Ya sé que lo necesitáis, corren malos tiempos, pero nosotros más, tenemos una familia que mantener, nos queda otra semana de recogida y después, ¿qué?, no vemos otro sueldo hasta la vendimia. Vosotros os arregláis más al salto, si os arreglaseis con un poco…

– ¡Todo!

– Nos pagan una miseria…

Diez pesetas diarias de sol a sol desramando todos los cerezos del valle para Ledo, la fábrica de conservas, frutas en almíbar, las cerezas son el lujo del Bierzo y como mejor están es en aguardiente, te emborrachas con media taza de ellas, el trabajo de recogerlas es duro, pero además de duro es un privilegio. Contestó Genaro, la mano hundida en el bolsillo de la chaqueta, seguro que empuñaba una pistola, un Colt de seis tiros según decían, también de película.

– Os dejáis robar, estúpidos, exigid un salario justo.

No estaban los tiempos para exigir sino para agradecer, los llamaba siempre Hermelando, el capataz de la fábrica, el único vecino de Cadafresnas con empleo fijo, y no le iban a hacer un feo que pusiera en peligro su momio, un desplante que de nada serviría, todas las mañanas se formaba cola de reservistas a la espera de una improbable baja, muy al borde de la muerte tenía que estar el enfermo para quedarse en cama y no acudir al tajo.

– Dejadnos algo…

– Se acabó la charla, venga, tú, afloja la mosca.

El de la gabardina empezó a recolectar, se guardaba en la faltriquera el segundo puñado de mínimos, sucios y arrugados billetes, cuando sonó el autoritario grito.

– ¡Alto en nombre de la ley!

– ¡La madre que parió a Dios! ¡Largo!

Estalló una tormenta en la que se impuso el trueno de los disparos, los gritos sustituyeron al piar de los gorriones y el olor de la pólvora al de la hierba recién segada. El tiroteo imprimió tal velocidad al acontecimiento que después fue imposible su reconstrucción con un mínimo de coherencia suponiendo que alguien hubiera tenido interés en reconstruirlo. Uno de los huidos se desplomó, el de la lupara respondió al fuego y la señora María cayó como muerta, corrieron como corzos, una vez más escapaban de la justicia. Tibur desfogó su rabia arrojándoles una piedra, todos apedrearon a los asaltantes que huían del cabo de la guardia civil y los tres números que surgieron de entre la fraga del monte, corrían cuesta abajo, a trompicones, resbalando por la hierba húmeda del prado, y así doblaron sin verle por la curva en donde Eloy todavía seguía convertido en estatua de sal, la estampida la aprovechó Celia para desaparecer por el atajo de Veariz, a Eloy la ira de los cobardes le explotó en la mano que ya empuñaba una piedra vengadora, también él tendría que conformarse con decir la tuve a punto de caramelo, arrojó el proyectil con la precisión de treinta años de prácticas, entre la nube de tiros y piedras fue un muy preciso canto poco rodado el que chocó contra el cráneo de aquel hombre, cayó de bruces al suelo, dos vueltas de campana e inmóvil con el rostro hundido en la presa de riego como si una sed incontenible le hubiera obligado a arrojarse allí de cabeza, un tenue tinte rojizo aureoló las aguas, Eloy sabía a ciencia cierta que había sido la suya, a esa distancia no fallaba jamás, pero dejó que los comentarios sobre la puntería se difuminasen en conjeturas, ¿quién habrá sido?, el de arriba muerto, un tiro limpio y casual le atravesó el corazón, las mujeres se arremolinaron junto a la señora María con una perdigonada en los muslos, chorreando sangre.

– Vive, está viva, ¿cómo se encuentra?

– Me baja la regla -tuvo ánimos para bromear-, a la vejez viruelas.

– ¿Y éste, quién es? -preguntó el cabo tirando de los pelos, sacando del pilón la cabeza del herido.

– La Virgen, pero si es el Evaristo.

– ¿El de la fonda?

– Pero qué dices. Varis, el de la fonda, está en la fonda tan tranquilo. Es el sacristán de Dragonte.

– Sí, hombre, el que le puso los cuernos a don Recesvinto, el cura, y se tuvo que pirar al maquis.

– No sería por eso.

– Si usted lo dice, no sería por eso, cabo.

Apareció el teniente con otros tres números, todos sin tricornio, con un gorro cuartelero y sin más correaje que el de las cartucheras, el encuentro no había sido obra del azar. Todos reconocieron al teniente Chaves, tenía fama de duro y la mandíbula típica del cazador de fugitivos, cuadrada y con un hoyito, furioso increpó al del galón rojo:

– Tienes menos vista que un topo, desgracias, si hubieras atacado cuando te dije nos habríamos cargado al cabronazo del Charlot, no nos ha dado tiempo a rodearle, ¿qué pretendías, ascender por méritos de guerra?

– No ha estado tan mal, mi teniente, ha caído uno y tenemos al Evaristo.

– Si le hubieras dejado con la cabeza en la piscina nos habríamos ahorrado el papeleo del juez, imbécil. Regístrale. A ver, ustedes, vengan conmigo.

Separó al personal civil de los dos caídos y empezó a tomarles nota de los nombres, tendrían que declarar, «me han robado el sueldo de toda la semana». Ni caso, las reclamaciones que las hicieran los interesados y por escrito. Lo que sí aclaró fue lo de la recompensa.

– Según la ley de Fugas todo aquel que colabora eficazmente en la captura de una de estas alimañas tiene premio, una Sarasqueta especial, ¿quién de ustedes le sacudió al interfecto?

Eloy sintió la mirada de Chaves como una afirmación, has sido tú, le apetecía el arma de dos cañones, llaves ocultas y culata labrada, un auténtico lujo, pero le iba a marcar más que al buey el hierro al rojo y en todo lo concerniente a los huidos lo más sensato era el no participar, la ley de bronce que ejercían a rajatabla era la de no perdonar ni una, así se garantizaban una fidelidad temerosa pero infalible, huyó del posible protagonismo rechazando la oferta, la amenaza, otros lo considerarían un premio y muchos otros le apedrearon también, «cualquiera puede haber sido», argumentó brindando la recompensa a los demás, el lapidar a quien se tercie viene de antiguo, pensaba mientras trataba de camuflarse en el anonimato, a sus espaldas, a pocos kilómetros, en la casa parroquial de Comilón, un bajorrelieve mostraba a san Esteban apedreado, lo de lapidar al prójimo es un hábito consuetudinario, al farmacéutico de Cacabelos le gustaba dar este tipo de explicaciones que nadie entendía, la historia se repite, todo lo que ocurre es posible porque ya ocurrió y por lo tanto volverá a ocurrir, el eterno retorno es algo más que un mito, al fin suspiró satisfecho, la Sarasqueta se la adjudicaron al joven Tibur por haberse quedado sin blanca, el carácter compensatorio justificaba cualquier torcida interpretación de la recompensa.

– Lo que llevaba encima, mi teniente.

El cabo le ofreció su gorro con las pertenencias de Evaristo, el sacristán, a no confundir con Varis, el de la fonda, un paquete de picadura, un librillo de papel Bambú, un mechero de yesca, el cargador vacío de una pistola que no apareció por ninguna parte y lo más insólito, una piedra negra.

– ¿La documentación?

– Ni rastro de cédulas ni papeles.

– ¿Ha dicho algo?

– Ni palabra, no puede hablar, está medio muerto.

– Muy curioso, sí, señor.

El teniente tomó en su mano izquierda la piedra negra, era ambidextro, otra característica del cazador de fugitivos, y la balanceó con ademán cavilante, como quien calcula algo más que la densidad del objeto, una piedra negra, de brillo metálico, con ligeras incrustaciones de cuarzo y muy pesada.

– Pesa la leche -dijo el cabo.

A Chaves la piedra le explicaba el porqué Charlot, tan seguro en su territorio de origen, la cuenca minera, había sido picador en Antracitas, merodeaba por la peña del Seo, la cima más alta de sierra Bimbreira por donde no se arriesgaba ningún huido, había descubierto algo, un negocio que en su delicada situación jurídica, por definirla así, mal podía explotar, una vez desvelado el secreto de ninguna manera.

– Es wolfram.

– ¿Wolfram?

Eloy repitió admirado la palabra, de eso se acordaría mientras viviera, los demás acontecimientos de la jornada prefería enturbiarlos en su memoria dando crédito a la versión de los demás, el wolfram sí era una leyenda y no las del boticario, quien lo toca se hace rico, maldita ignorancia, había visto cientos de piedras como aquélla, afloraban por encima de su pueblo, en la peña, entre el valle del Oro y el caborco del Infierno, claro que podía estar equivocado y una muestra le serviría para comparar, no resistió la tentación.

– Oiga, mi teniente, si no es mucho pedir…

– ¿Qué?

– ¿Me puede dar un trozo de esa piedra?

– ¿Y para qué la quieres?

– De recuerdo, como no me dio la escopeta.

La quería, pero no así, la sonrisa de Chaves era inquietante y más aún la facilidad con que aceptó, suponía una indefinida segunda intención próxima a la complicidad, una especie de soborno, si le llega a decir te la mereces por tu buena puntería no la hubiera aceptado.

– Toma, pártela.

En efecto, pesaba a no creer, más que el plomo, Eloy tuvo que golpearla contra una roca hasta quedar con la mano dolorida, se guardó la esquirla azabache de brillo graso y devolvió el resto.

– Gracias por el recuerdo.

El teniente Chaves sonrió, dueño del mundo.

– Y ahora despejen, pero cuando reciban la citación a presentarse en el cuartelillo perdiendo el culo, ¿entendido?