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Capítulo 20

Jovino suplicó, sobornó, amenazó a cada uno de los miembros de la familia Pousada hasta llevarlos al convencimiento de que habían sido ellos mismos, en cónclave, quienes lo habían decidido.

– Hoy es el día.

A punto de amanecer, por la ventana del dormitorio principal de casa Perrachica, se veía que «negros nubarrones amenazaban el reinado de Witiza», los textos de don Pancracio seguían haciendo de las suyas, se acabó el buen tiempo, el color panza de burra de origen galaico afloraba por la hendidura de las montañas del oeste.

– Si el tajo de Friera llora, lluvia en una hora.

– Tardará más, pero hoy es el día.

– Voy a despertarla.

Prisca salió para vestir a la abuela y Eloy para enjaezar al mulo, Jovino se mantuvo al margen para no romper el carisma de ceremonia secreta y consanguínea que había seducido a la por lo menos bicentenaria doña Oda, por entretenerse deslizó la mano entre las sábanas hacia las nalgas de Celia, pero no era una mañana propicia al escarceo.

– No seas borde, prepara a los tuyos si quieres que todo salga bien.

Tenía razón la de Veariz, Jovino se vistió en un santiamén y en otro pasó a la palloza y despertó a su cuadrilla, el cuadrado mágico, a Carín, el manco, y a los otros tres, Para, Villa y Cabeza por sus lugares de origen, Paradaseca, Villalibre de la Jurisdicción y Cabeza de Campo, tuvieron que esperar fuera a que terminara el ritual de vestir a la abuela, era su día y trataba de disfrutarlo a tope.

– ¿Sabrá llegar?

– A eso apostamos, ¿no?

A Prisca le tocó soportar el carácter protagónico de la anciana, «vísteme despacio que tengo prisa, decía mi señora», con ínfulas de grandeza sacó del baúl de los objetos perdidos el traje de caza que le regalara a final del XIX la condesa de Campomanes, en donde había servido con lealtad y eficacia, y buena prueba de ello eran los arreos donados, zapatos planos de puntas rectangulares, enaguas blancas sin almidonar, chaquetilla ajustada de gruesa lana y amplia falda con corte de sastre cortesano, «me sienta lo mismito que a ella y es que Villafranca siempre fue famosa por la belleza de sus mujeres». Una corbata cinegética, de batista, oculta la garganta marchita que no para de hablar.

– Tiene razón, parece una señora de las que salían en Blanco y Negro.

– Tú no puedes entender de señoras, eres de las de colchón estrecho, amontonada, más que amontonada.

– Abuela, no quiero volver a hablar de eso.

– El toque final, aprende.

La anciana se colocó un esperpéntico sombrero de copa, una especie de cubo de alas arremangadas, se miró en el espejo y se aprobó gozosa, por fin iba a protagonizar su aventura. Prisca suspiró.

– Que la Virgen de Dragonte nos sea propicia.

– A ésa ni me la nombres, mira lo que ha hecho al pobre don Recesvinto, es más puta que la de la Encina, que quiere ser patrona del Bierzo.

– Qué cosas dice de la Virgen, abuela.

– Déjate de pamplinas, coña, aquí virgen, virgen, lo que se dice virgen, me parece que no quedo más que yo.

– Lo que usted diga, abuela.

Tambaleándose, salió al breve zaguán por su propio pie, allí su hijo la enlazó por el talle, la cabalgó a lo amazona sobre el macho lucidor de hermosa albarda y se cabalgó a sí mismo tras ella para sujetarla en su precario equilibrio. Iniciaron la marcha acompañados sólo por los hombres, iban en busca de los tres cofres enterrados en la peña, mejor dicho, en busca del cofre de oro, el encontrar cualquiera de los otros dos no era plato de gusto, cumplían el requisito del peregrinaje procesional marchando en fila india, paraguas en ristre, la otra condición era la lluvia, si no llovía, el chorrito de insólita semejanza no se podría formar, pero tal como amenazaba el cielo no habría peligro, llovería a cántaros. Desde la salida del pueblo hasta el valle del Oro la ascensión marchó sin novedad salvo que, a pesar del sigilo con que se había llevado a cabo la maniobra, la fila de procesionarios no dejaba de crecer, unos cincuenta hombres como mínimo componían ya la comitiva.

– Cuidado con el macho, si da un traspiés se nos escaralla la vieja.

Desde el valle del Oro, el trepar por el caborco del Infierno supuso una dificultad tremenda, el empinado camino se subdividía en sendas menos que de herradura, bifurcaciones infinitas de los buscadores que por allí merodeaban a diario, una doble dificultad, la de mantenerse en pie y la de dar con la dirección correcta, la que dijera doña Oda.

– Caliente, coña, por ahí va caliente.

Sus instrucciones obedecían al juego infantil de la búsqueda del tesoro, caliente equivalía a un arre, adelante, nos aproximamos, mientras que frío indicaba un alejamiento, media vuelta y hasta el próximo dilema. Cayeron las primeras gotas.

– ¿Nos toma el pelo o qué?

– Calla, no la cabrees.

– Caliente, caliente.

En una difícil encrucijada, la cabalgadura se plantó como una estatua de bronce sobre su peana de piedra, al borde del abismo. Como para poner a prueba el temple de los ánimos empezó a llover, fuerte, un líquido denso bruñidor de rocas ocres y pulidor de hojas verdes, un diluvio, el aire se cargó de electricidad, las herraduras se asentaron en el firme sacando chispas al pedernal y fue el avergonzado macho quien dio señas de sentido común negándose a seguir.

– He dicho caliente, coña.

La abuela se sujetaba con una mano el ridículo sombrero de copa, sobresalía esperpéntico por encima de los paraguas, y con la otra estimulaba a su hijo, su piel de hule la impermeabilizaba, estaba en su día y el agua era imprescindible, lo había contado mil veces, nadie podía llamarse a engaño.

– ¿Se encuentra bien, madre?

– Caliente, ¿no me oyes?

– El animal no quiere seguir. ¿Y usted, madre?

– Pégale una coz en sus partes, verás cómo anda.

Se iban a crismar, Eloy descabalgó y después descabalgó a la fuerza a doña Oda, la razón del macho se imponía tras varias caídas de los que desde la cola intentaban ganar posiciones para averiguar lo que estaba ocurriendo en cabeza.

– Nos va a dar un pasmo, ¿qué hacemos?

Algunos descreídos, calados hasta los huesos, iniciaron la retirada.

– Está como un cencerro y nosotros más por venir con ella.

– ¿De quién ha sido la idea?

– Del Menéndez, supongo.

– Ése tiene menos luces que un sótano oscuro, yo me largo.

Doña Oda se mantenía hierática, su orgullo sólo aceptaba dos salidas, el cofre o la horca, ¿cómo le iba a importar la lluvia si estaba representando la escena con la que soñó desde niña?, el despeñarse no tenía la menor importancia. Se orinó de gusto sin perder por ello su dignidad.

– ¿Se atreve a seguir, abuela?

– La duda ofende.

– ¡Pues vamos allá!

Fue Jovino quien tomó la decisión circense, se la montó a hombros como hacen los padres con los niños que se cansan de ver el desfile y echó a andar por el borde del abismo con pasos de funambulista en número de gala y sin red. Nadie imitó su ejemplo, Eloy le lanzó una nimia advertencia.

– ¡Cuídamela, por Dios!

Jovino no contestó, centraba todos sus sentidos en evitar la caída tarareando para sí, qué voy a hacer yo con un hombre, si necesito un batallón, quien contestó fue doña Oda:

– ¡Cagaos!

El resto de los peregrinos, quietos, asombrados, vieron alejarse a la pareja tras la cortina de agua espesa como almíbar, si hubieran levitado a los cielos no les hubiera parecido mayor milagro. Jovino avanzó paso a paso, era difícil traducir el esfuerzo a metros, caliente, caliente, así una distancia indefinida que le introdujo en una absoluta soledad y en un fondo de saco, callejón sin salida, no podía escalar la pared aquella con una bicentenaria a las costillas, se acabó.

– Aquí es, mira ese buraco.

– Es una conejera.

– No importa, mira.

Tenían que hablar a gritos, tal era el estruendo del agua. La sentó en una roca, la ayudó a colocarse el sombrero, su centro de gravedad, y miró en la madriguera por no desairarla.

– ¡Aquí no hay nada!

Se arrepintió del nada pero ya era demasiado tarde, tenía que haber dicho cualquier otra cosa, mierda, según la leyenda el cofre más peligroso era el vacío, la nada arrastraría su espíritu al absurdo de un purgatorio eterno, la anciana perdió la voz, abrió la boca para gritar pero no emitió ningún sonido, las pupilas se le volcaron hacia dentro y se desmayó. Jovino se agachó a auxiliarla y fue entonces cuando sintió en la espalda el impacto de un chorro continuo, estaba seguro, levantó la vista con alegría y, en efecto, había localizado a La Meona, por encima de él se abrían los muslos mayestáticos de una mujer berroqueña, muchas veces se había visto en situación similar, absorto ante los separados muslos de mujeres de carne y hueso, blancas, negras, mulatas, árabes, chinas, flacas, gordas, reales o inventadas, pero jamás había sentido la gloria de un espasmo tan gozoso. La había localizado. Existía.