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El Inglés salió de la casa simulando sacar a Boom de paseo, se fue dando una vuelta hasta el próximo Carracedo, la cita era en el monasterio y no merecía la pena coger el coche, cuando llegó, en la explanada de los negrillos, ya estaba aparcado el inconfundible Mercedes Benz 500K, la puntualidad es una droga, pensó mirando a ambos lados de la reguera, cuantas menos personas le vieran mejor, pero apenas cruzó el puente surgió Antonio Mourelo, el encargado de las llaves, Toño Galochas porque no se las quitaba ni para dormir, por eso mismo también Toño, el Tolo, tonto y medio, le gustaba atender a las visitas de orden del recién titulado monumento nacional, las de desorden no necesitaban de sus servicios, penetraban impunes por las ventanas desportilladas, los adultos para llevarse piedras de construcción y los chiquillos para jugar al escondite y destrozar lo que se terciara, le saludó con aire cómplice.
– Le están los alemanes ahí dentro.
– Pero se puede visitar de todas formas, ¿no?
– Claro, se lo digo para que no tenga un mal encuentre.
– Muy amable, ¿puede entrar el chucho?
– ¿Y quién se lo va a prohibir?
El Inglés penetró en el derruido claustro del monasterio benedictino, la noble fábrica de los albores del gótico se derruía irremisiblemente, las malas hierbas crecían impunes nutriéndose de muro y leyenda a partes iguales, la ortiga del monasterio de Carracedo era famosa por la bondad de sus friegas para curar reuma, lumbago, artritis y demás oxidaciones del cuerpo, que así se curó Bermudo II la herrumbre de su rodilla y así curaba esas malezas la Bruxa de Quilós, que en paz descanse.
– Hala por ahí, Boom, busca.
Los dos hombres hacían el turista, consultaban una guía sobre el Camino de Santiago. El perro les ladró sólo por demostrar que estaba atento a su obligación.
– Buenas tardes, mister White.
– Herr Monssen. Herr Schneuber -fue el lacónico saludo de don Guillermo-. Debemos ser breves, esta reunión es muy peligrosa.
– De acuerdo, pero fue usted quien la provocó.
– Por necesidad.
– Explíquese.
– Dentro.
Los tres extranjeros pasaron al interior del edificio, bajo un tímpano de ángeles tocando el violín, y se detuvieron en lo que debió de ser el salón principal, el denominado la cocina de la reina por el próximo refectorio, allí estaban al abrigo de miradas indiscretas, de los oídos se refugiaron desde un principio manteniendo la conversación en inglés, sobre ellos una suntuosa cubierta cupular de madera carcomida, por entre las nervaduras zureaban las palomas.
– Han faltado al compromiso de dividir las zonas de influencia.
– Insisto en que se explique.
– La comercialización del valle corre a mi cuenta, ¿no es así?
– Cierto.
– Ustedes se responsabilizan de la producción de Casayo, ¿no es así?
– También cierto.
– Pues no quiero más obstáculos a mis envíos.
– ¿A qué obstáculos se refiere?
– Por favor, seamos serios.
Friedrich Schneuber trató de ser amable.
– Sus envíos me son tan ajenos como la producción de Mittelwerke, palabra. Lo cual no quiere decir que no me preocupe.
– ¿Entonces por qué se obstaculizan?
– Es que hay viajes que no entendemos muy bien, señor William White, y no me gustaría tener que intervenir en mi calidad de agente de la Geheimme Staas Policen, ¿sabe?
Habló Helmut Monssen, quitándole la palabra a Schneuber, y sus gafas brillaron por un reflejo casual que acentuó el tono de amenaza. Don Guillermo suspiró tomándose un tiempo de reflexión, a través del mirador el antiguo claustro ofrecía el decepcionante espectáculo de un huerto de lechugas y nabizas.
– Están perdidos en los montes de la Cabrera y no parecen conocer las actuales dificultades del Tercer Reich.
– Se equivoca, las conozco.
– No, no me equivoco, las dificultades de financiación son absolutas y yo debo solucionarlas a mi modo, sacando dinero de donde lo hay.
– ¿Y hasta qué punto su heterodoxo método es imprescindible?
– Es totalmente imprescindible.
– Y muy peligroso.
– ¿Qué no es muy peligroso hoy en día?
– Está bien, de acuerdo, cargue con su responsabilidad. Se acabaron los obstáculos.
– Confío en su palabra.
– Lo cual no quiere decir…
– Por favor, sé a lo que me arriesgo.
Una vez aclarado el asunto el Inglés quería quitárselos de encima cuanto antes, caminó por el borde de sarcófagos de abades carracedanos y pasó a la biblioteca, los preciosos volúmenes, incunables y no incunables, se desplomaban por anaqueles y suelo víctimas de la chiquillería, con sus hojas de pergamino hacían teléfonos de juguete, tapaban un bote y con un bramante lo unían a otro, la transmisión del sonido era bastante buena.
– Esta gente es tan noble como inculta, no sabe cuidar de su patrimonio artístico.
– Y menos mal que no han metido el campo de fútbol en el castillo templario como querían algunas fuerzas vivas.
– A propósito, si necesita ayuda podemos hablar con don Carlos Arias Navarro, el gobernador civil.
– Gracias, pero déjenlo en mis manos, ya hablaré yo con quien necesite.
– Le veo muy puntilloso.
Mister White prefirió cambiar de tema.
– ¿No quiere llevarse un libro de recuerdo? Mire éste, Controversiarum forensium, de Francisci Nigri Cyrianci, Mantua Idibus Aprilis de 1638. Tiene unas ilustraciones bellísimas.
– Me parece un acto de barbarie.
– Se lo van a comer las ratas.
Boom reforzó el argumento mordisqueando un legajo.
– Sí, es precioso, me lo llevo.
– Salgan ustedes antes, será mejor que no nos vean salir juntos.
Antonio Mourelo comentó la reunión en la taberna, se inventó un tratado de paz, un contubernio en la cumbre, pero como tenía fama de tolo no le dieron mucho crédito.
– ¿Y qué más hicieron los alemanes, Galochas?
– Se mangaron un libro.
– ¿Y el Inglés?
– Ése nada, que te es muy formal.