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Capítulo 23

El chillido del cerdo es sobrecogedor, para romper los nervios del no habituado, y no chilla cuando le hincan el hierro sino antes, extraña el que le hayan tenido un día en ayunas y más la amanecida con cuatro mozos sujetándole de las extremidades, el cerdo chilla ante la proximidad de la muerte, el hombre sabe acogerla con la boca cerrada, la ventaja del cerdo es que no posee conciencia del fin, los animales dejan la vida sin saber que la dejan, pero lo hacen chillando, el hombre, en cambio, algunos hombres, a pesar de saber consiguen mantenerse en silencio, chilla con su sirena aguda, sobrecogedora, cuando lo tumban sobre una masera invertida y sólo calla cuando el acero de Villa, el matarife, le atraviesa el cuello con sabio golpe.

– Así fueras quien yo me sé.

Salta el chorro fresco y cálido de la sangre como de un surtidor y Nice, al quite, la recoge en un cuenco de madera en el que ha depositado varias rodajas de cebolla, la agita para que no se coagule, la primera sangre es la ideal para hacer filloas, delicioso postre, especie de crêpes con sangre de cerdo en lugar de Grand Marnier, por eso no se flambean.

– Tú sí que respiras por la herida, ladrón.

– Alegría, que hay comida.

– Canta, Villa.

Aires de fiesta soplan en el patio, al abrir las entrañas del animal el vaho de las vísceras calientes estimula los instintos más elementales, inició Villa el cántico y lo corearon los mozos.

O carallo xa morreu, o s collons están de luto.

Abre as pernas María p ra enterrar a este defunto.

– Un respeto, que hay señoras.

– Por mí no se preocupe, páter, mire, le voy a hacer un botillo para chuparse los dedos, ni en Bembibre lo hacen como servidora.

El botillo es el embutido berciano por excelencia, huesos no mondos con pimentón en intestino grueso, curado al humo durante un par de meses, se sirve con grelos y patatas cocidas.

– Y chorizos, no hay que olvidar los chorizos.

El padre Anselmo, coadjutor del Santuario de la Santísima Virgen de la Quinta Angustia, se arremangó la sotana para no mancharla de sangre y recitó de memoria:

– Éstos son los animales que podréis comer; el buey, la oveja, la cabra y el carnero, el ciervo, la gacela y el corzo y el antílope, y todo animal de pezuñas que tiene hendidura en la pata y que rumiare, ése podréis comer. Pero éstos no comeréis, entre los que rumian o tienen pezuña hendida: camello, liebre y conejo; porque rumian mas no tienen pezuña hendida serán inmundos; ni cerdo porque tiene pezuña hendida mas no rumia, el cerdo os será inmundo y de su carne no comeréis…

– Vamos, páter, ésa es ley de sarracenos y a los moros ya los expulsamos hace tiempo.

– Lo dice la Biblia. Deuteronomio, catorce, cuatro, ocho.

Isidoro Papalaguinda, veterinario, no se dio por vencido.

– Pero la Biblia hay que interpretarla a la luz de la ciencia, se referirá al cerdo macho no castrado, que el sabor de verraco no le pinta a nadie.

– Yo me limito a citar el texto bíblico, de ciencia no quiero saber nada, no quiero condenarme.

– Y usted qué dice, don Ángel, que sí es científico.

– Que no me voy a dejar amargar la matanza. Estoy rodeado de los míos, de amigos y familiares, y la Biblia puede decir misa.

El farmacéutico se sentía feliz, los había invitado a una comida de los viejos tiempos, a todos sus allegados por familia, servidumbre o amistad, desde Villafranca a Quilós, con la única excepción de Enedina, la Bruxa, la muerte le había evitado el compromiso de un desaire, se la encontraron muerta, sentada en su sillita de enea, la víspera de San Roque, tal y como ella misma se lo pronosticó.

– Nada más lejos de mi intención que amargarle el día, don Ángel.

– Don Anselmo, en el santuario de la Angustia, en la puerta de orden, ¿no hay un relieve del Niño Jesús jugando a cartas con san Antonio que por más señas tiene el cuatro de oros en la mano?

– Sí, ¿por qué lo dice?

– Por lo de las interpretaciones, el juego está prohibido, pero si el Niño Jesús juega aquí, eso quiere decir que en Cacabelos no es pecado. Bueno, pues con el cerdo lo mismo.

– Vamos, que Cacabelos es puerto franco en lo que a moral se refiere.

– Exacto.

– Pues me quita usted un peso de encima, con lo que me gusta a mí el botillo.

– Un coñón el páter -intervino Isidoro Papalaguinda-. Con lo que hay que tener cuidado es con no castrarlos demasiado pronto, el cerdo entero crece más de prisa y con menos grasa.

– Igualito que el hombre.

Llamaban a mantel puesto. El veterinario quiso cerrar la broma con un toque técnico de prestigio.

– Para el Bierzo la mejor raza es la Yorkshire.

– Supongo que éste es hijo de mil leches, pero es un buen cerdo, ya se verá.

Tras los postres la sobremesa se estiró en una interminable ristra de café, copa, puro y meándrico despelleje de los ausentes, con ganas pero sin saña. El café es de puchero con achicoria, «buena para prevenir las afecciones cardiacas». La copa es del país: o anís Bergidum o coñac del que había traído don Ovidio, el factor, un aguardiente de vino bajo destilado con pota de goteo lento, «cosa fina».

– Del Barco de Valdeorras, que los gallegos se quejan mucho pero conservan el derecho a sus alambiques, no hay políticos como los gallegos.

– A los políticos ni mentarlos, por favor.

– A propósito, la radio anuncia una ofensiva aliada por el norte de Europa de mucho cuide.

Los puros son farias de La Coruña, buenas brevas pera, mejor liarlas con papel Bambú para que no se desflequen en los labios.

– Tenemos labor en la cocina.

Es Angustias la que se levanta, la siguen las demás mujeres, la tertulia es para los varones y si ellas se quedan no los dejan hablar con libertad. Ausencio prendió su mirada en la más joven.

– Despístate, ya sabes dónde.

– Disimula.

El humo de las farias se espesaba por momentos.

– ¿De veras no han oído lo de la ofensiva aliada?

– A los Estados Unidos no hay quien los pare, ésos acaban con la guerra antes del verano, y si no al tiempo.

– Los alemanes están a punto de inventar la bomba teledirigida infalible, si lo consiguen veremos quién ríe el último.

– Bah, las superfortalezas volantes americanas los están machacando.

– No insista en la política, Ovidio, por favor, es el tema ideal para depreciar una charla.

Intervino Gelón:

– Pues usted bien que se metía en ella.

– Estás ligeramente bebido, hijo, no sabes lo que dices, la política es para merluzos y cagatintas.

– Dicen que compraba los votos para Gil Robles.

Don Ángel pasó por alto la impertinencia de su hijo y siguió reflexionando en voz alta, su segundo vicio favorito entre los que podía practicar.

– La política es perversa en sí misma, propia de estúpidos fanatizados, me acuerdo de una frase definitiva del doctor Montequi, el mejor catedrático que he tenido en la carrera, no es que me enseñara en la cátedra, en la vida que es mejor aula, coincidimos en una mesa de bacarrá en Biarritz, no, en Estoril, y me lo dijo a propósito no sé de qué, mire usted, don Ángel, trataba de usted a sus alumnos, los políticos conservadores no se atreven a hacer algo por primera vez y los progresistas no se atreven a repetir lo que está bien hecho, luego no sirven para nada.

La voz de Gelón sonó estropajosa:

– Otros servimos para menos.

– Estás borracho como una cuba, deberías callarte.

Don Isidoro Papalaguinda trató de templar los ánimos.

– Todos lo estamos un poco, este vinillo pega de lo lindo.

– El doctor Montequi conocía bien a los políticos, no en vano trataron de seducirle para sus candidaturas, era un gran hombre, un químico de fama universal pero un mal jugador, le gustaba ganar.

– Hombre, a nadie le amarga un dulce.

– El jugador nato, el jugador jugador, juega por la ascesis de una experiencia vital inigualable, jugar en busca de beneficios es una horterada propia de mancebos. O de políticos.

Ángel Sernández hijo no estaba de acuerdo, el alcohol le removía el dormido poso de la mansedumbre y el resentimiento, su condición social le gustaba aún menos que su aspecto físico, era un derrotado sin revolución a la que apuntarse.

– El perdedor nato, el que pierde por comodidad, es un miserable.

– Hijo, te voy a preparar un agua tibia con sal, verás cómo te despeja.

Don Ángel abandonó la tertulia y se dirigió a la cocina a preparar el vomitivo, una turbamulta de mujeres maniobraba entre los despojos del cerdo y los restos de la comida, un espectáculo propio de los buenos tiempos perdidos y no por comodidad, lo que el anciano no había perdido eran los modales, el dueño de la casa no preparaba nada con sus propias manos, por eso reclamó ayuda.

– Olvidín. ¿Dónde está Olvido?

– No la hemos visto por aquí, don Ángel.

Tuvo un mal pensamiento.

– ¿Y Pepe? ¿Habéis visto a Ausencio?

– A ése menos, échele un galgo a los jóvenes.

– Maldita sea.

Están juntos y Dios sabe lo que estarán haciendo, se arrepintió del histriónico gesto de invitar a todos sus allegados, no se debe aproximar la yesca al pedernal, de golpe se le amargó el placer de la matanza, pensó lo peor y se dirigió al cuarto de los huéspedes, el de Olvido cuando se quedaba en Cacabelos, abrió de golpe la puerta y suspiró aliviado, la cama impecable, la colcha sin una arruga, de todas formas le urgía el localizarlos, se olvidó del agua y la sal.

– La ofensiva aliada no hay quien la pare.

Ausencio aprovechó el desconcierto político para abandonar el comedor de forma inadvertida, pasó por el retrete simulando una necesidad perentoria y después, libre de testigos, subió al desván procurando que el crujir de los escalones de madera no le delatase. Olvido le esperaba con los brazos abiertos, se abrazaron con la pasión de los clandestinos y la continencia de los castos, la alegría los hizo bailar cogidos de la mano, alocadas vueltas con las que ascendían a las nubes de un ensueño intransferible.

– Quieto, frena, nos van a oír.

– Cuánto tiempo sin vernos.

– Cuando no estoy contigo me siento vacía, no soy yo, si pudiéramos quedarnos aquí para siempre.

– En palacio.

El desván era una sucia zahúrda en donde se acumulaban muebles, bocoyes, damajuanas y otros inservibles objetos fuera de servicio, para ellos la gloria, ni siquiera los afectaba el ornamento de telarañas y el despavorido correr de los ratones.

– ¿Me quieres?

Recorrieron los tópicos del primer amor con la misma trascendencia con la que hubiesen cortado la cinta inaugural de la creación tras el séptimo día.

– Te quiero más que a mi vida.

Así hasta volver a la realidad inmediata.

– Anda que no he jugado yo aquí al escondite.

– De pequeño, cuando el padrino me amenazaba con encerrarme aquí por alguna travesura, me moría de miedo.

– Yo también lo tenía, con tantas historias de brujas y sacahúntos, ¿quién no?

– Jugaba a la busca de tesoros.

– Hay cada cosa…

Sobre mesas mal apuntaladas y en baúles sin llave, el caos de las reliquias de la familia Sernández, el esplendor hecho harapos, una espada con cabeza de dogo en la empuñadura y hoja roñosa, puede que de Cuba, un abanico raído, quizá de Filipinas, unas desportilladas tazas de té probablemente de la China, una bandeja de marquetería incompleta se suponía de Marruecos, un elefante cojo de vidrio a lo mejor de Murano, un zurcido mantón seguro que de Manila.

– Mira, está nuevo.

El reloj de péndulo rococó, de bronce dorado y porcelana, estilo Luis XVI, explicitaba su origen, «Berthoud, Hgr du Roy a París».

– Sin agujas.

– El que necesitamos para marcar nuestro tiempo de ahora mismo.

– Juntos para siempre, un buen minuto.

Don Ángel bajó al patio, los mozos tenían faena pero prolongaban la sobremesa con una partida de chapas sobre las baldosas recién fregadas. Tiraba Carín y se daba buena maña con su única mano.

– Van cinco pesos.

– Arriba caras.

– ¡Barajo!

– Joder con tanto barajo, tú lo que quieres es perderme el pulso.

– Pues no las voltees, manguelo.

– Van arriba.

Ascendieron planas las dos monedas de cobre, así chocaron los dos patacones contra el suelo y su tintineo sonó a música ancestral, sonrieron las nobles efigies a la mirada expectante, eran dos caras.

– Caras, ganas.

– Me doblo.

– Van arriba.

– ¡Barajo!

– Coño, ya está bien con tanto barajo.

– Cara y cruz, repite.

– Arriba de nuevo.

– Cruces, palmas.

– ¿No tenéis otra cosa que hacer?

– No se nos enfade, don Ángel, usted sabe lo que son estas cosas. La última ronda.

– ¿Habéis visto a Ausencio?

– ¿Y quién ve a los enamorados con lo que les gusta la oscuridad?

Era nombrar la soga en casa del ahorcado, rieron los mozos y la risa se anudó en el cuello del farmacéutico.

– La última y al tajo, ¿eh?

Olvido abrió el arca de las ropas, lo práctico y lo frívolo se mezclaban en una derrota común, el paso del tiempo, el jersey de lana y el foulard de seda, las botas remendadas con lustre de sebo, propias para cavar en las viñas y los botines de tafilete indicados para el salón de baile, el abrigo para defenderse del frío y el gabán para lucir en el paseo.

– Menudo Carnaval.

– Nunca me he disfrazado, ¿te gustaría hacerlo, Ausen?

– Yo soy un disfraz viviente, desde que nací tengo puesta una máscara y lo que me gustaría es quitármela de encima, saber de una puñetera vez quién soy.

– No te atormentes con historias, sabes perfectamente quién vas a ser junto a mí.

– Y nadie podrá impedirlo.

A Ausencio le inquietaba el pretérito, pero el wolfram le hacía fuerte y dueño de su futuro, caminaba por el filo de la guadaña, por donde sólo se atrevían los más hombres.

– Qué maravilla.

En el fondo del arca las telas florecían con bordados, arreguives, gayaduras, volantes, farandolas y encajes, la chica se probó por encima un vestido de charlestón, demasiado escote, demasiado corta la falda, la tela era un crepé dulce y pesado, sus ondulaciones se ceñían a las del cuerpo antes de caer verticales.

– ¿Me lo pongo?

– Es una audacia.

– Me lo pongo. Venga, disfrázate tú también.

– No sé si me cabe…

Manoseaba chistera, levita y pantalones ceñidos de maniquí, rodó una bola de naftalina.

– A mí me sienta de pecado.

Se vestían con el cabezal de una cama interpuesto entre ambos a modo de biombo, tiritaban de frío y emoción, tan próximos, tan desnudos, a ella le preocupaba el escote, las tiras del vestido eran tan estrechas que no ocultaban las del sostén y quitárselo sí que sería una audacia, a él le preocupaba el pantalón torero, el paquete de la entrepierna resultaba escandaloso, superaron su timidez optando por la alegría de vivir, se les escapaba en risitas nerviosas.

– ¿Estás lista? Vamos a salir al mismo tiempo, a la una…

– A las dos…

– ¿Qué estáis haciendo?

– ¡Padrino!

– Uy, tío, qué susto.

– ¡No soy tu tío! Tampoco soy tu padrino, bueno, sí lo soy, ya no sé lo que me digo, me vais a volver loco, pero esto se acabó.

Don Ángel parecía un basilisco, si no llego a ser hipotenso me da un soponcio, pensó, resistía sacando fuerzas de flaqueza como el patético fantasma del castillo al que no le queda más remedio que cumplir con su deber, aparecerse al sonar las campanadas de medianoche.

– No hacemos nada malo.

– Os lo había prohibido.

– Sólo es un disfraz.

– Cállate, desvergonzada, pareces una, una… teníais prohibido el veros a solas, habíais dado vuestra palabra.

– Yo tengo la culpa.

– No te hagas el mártir, Ausencio, esto se acabó. A ti, jovencita, te mando a las madres enseñantes de Astorga, te lo advertí.

– Son hermanas.

El colegio de las hermanas enseñantes de la Congregación del Santo Maestro, de Astorga, eran el remedio de la provincia.

– Hermanas, cuñadas, sores o lo que sean, son monjas de pelo en pecho que saben cuidar a las jovencitas desvergonzadas como tú.

– Por favor, tío, no me mandes interna, no lo vol…, no.

Se detuvo al borde de la dignidad ofendida, no, podrían torturarla pero no iba a prometer lo que no estaba dispuesta a cumplir, volvería a ver a Ausencio en cuanto pudiera.

– Baja a tu cuarto y vístete, pareces una cualquiera.

Se perdieron los sollozos de Olvido escalera abajo. José Expósito miró a don Ángel consciente de que había cruzado el punto sin retorno y guardó silencio.

– Vamos a hablar de hombre a hombre.

– Como guste.

– Me has fallado de mala manera, no has cumplido un juramento y eso no se perdona, sabes lo que quiero decir, ¿verdad?

– Sí.

– No vuelvas a pisar esta casa.

– Como guste, no puedo enfadarme con usted, don Ángel, no volveré, pero si un día me necesita llámeme, no le entiendo, pero no puedo guardarle rencor.

– Vístete ahí mismo, no vayamos a dar el espectáculo.

– De veras que no le entiendo.

– Con los años…

El ánimo de Ángel Sernández Valcarce engulló las negras sombras del desván, el olor sanguinolento del mondongo procedente del patio quedó prendido en las telarañas de su espíritu, sintió el frío del invierno en la médula de sus huesos, admiró la figura atlética del joven, de espaldas, las nalgas al aire, y añoró la juventud perdida mientras nacía girar en su mano la ficha recuerdo de sus locuras, una redonda de cien con el anagrama del Gran Kursaal, le habían reventado la fiesta haciéndole representar el papel de malo, pero lo peor de todo era la evidencia de su marcha hacia la vulgaridad, su servidumbre a la rutina y su indiferencia por los grandes ideales. La vejez, pensó, a mis años ni recordarán la escena y si la recuerdan me lo agradecerán.