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Capítulo 27

Apuntar a un ser humano a sangre fría, recreándose en hacer un blanco exacto, es una sensación indescriptible aunque no se trate más que de un juego, le apuntaba a Jovino, firmes contra la pared del fondo, con la diana sobresaliendo por encima de su enmarañada cabellera como si se tratara de la aureola de un santo, y la certeza de poderle arrebatar la vida me crispaba el ánimo pues sólo me faltaba la voluntad de hacerlo, con el componente del odio en cantidad suficiente para, así rezaban las recetas según arte, sería hombre muerto, el poder del que empuña la pistola tan impunemente es ilimitado, le señalas a uno, a ti, te ha tocado, y lo eliminas con la misma facilidad con que el pelotón de ejecución sublima al ejecutado, mi compañero de fatigas, tenía un aire noble en contraste con la chatarra que colgaba de la pared, no pestañeaba, las arandelas de un bocoy se mezclaban con las llantas oxidadas de ruedas ignotas, piezas de hierro que habían sido planchas de la ropa o tenazas de podar, a sus pies objetos inverosímiles, restos de verjas, sulfatadoras, guadañas, y una esperpéntica bañera que vete a saber qué hacía allí, un juego estúpido que él mismo planteó con un «hay que tener cojones para jugar a esto», y para dar ejemplo se colocó el primero bajo el punto de mira, si se llega a colocar una manzana sobre la cabeza le hubiera disparado a la frente, aquello me parecía una estupidez por ser más un riesgo inútil que una exhibición de valor, coloqué la mano izquierda en la cadera, extendí el brazo izquierdo prolongándose en la Super Star, B, 7,63 y torcí la cara para que todo yo quedara dentro del plano vertical que marcaba el eje del cañón de la pistola, me inmovilicé e hice puntería, a los que están a punto de matar se les dilata el tiempo tanto como a los que están a punto de morir, podía repasar mi biografía entera centrándome simultáneamente en etapas diferentes, las rechacé todas salvo el plan que estábamos estudiando, la razón del número circense que interpretábamos Jovino y un servidor.

– Mañana en Villadepalos.

Los confabulados nos habíamos citado por la noche en casa del Mayorga viejo, en la herrería al borde del Sil para ultimar detalles, lo tengo todo previsto, me dijo, llegué el último pero con mi responsabilidad bien cumplida, había apalabrado los dos camiones Ford de Arias sin especificar su objetivo, dando a entender, sin decirlo, que se trataba de un viaje más por cuenta del Inglés, me abrió la puerta Laurentino, desde que le desmantelaron la casa en Cadafresnas vivía con su padre y la familia entera mostraba una devoción absoluta por Jovino, el único que les había sacado la cara por más que no lograra evitar el desastre, el pobre no se había recuperado del efecto sicológico del espolio y los hombros se le habían cargado de forma escandalosa, me sonrió un tanto bovinamente.

– Hola, ¿estamos todos?

– Falta Carín, está en la cueva y no se moverá de allí hasta que se acabe la historia.

Repasé la escena, la fragua estaba encendida y la luz reverberaba dando una extraña luminosidad a rostros y objetos, Delfino mostraba las herraduras forradas de cuero, cositas de encargo, con ellas los mulos pueden bailar un zapateado sobre la roca que no los oirán ni las lechuzas, en el rápido listado a los presentes eché de menos a otro.

– ¿Y el de Cabeza de Campo?

– Se rajó, que es mucho riesgo y no quiere correrlo, y en noche de martes menos.

– En martes, ni te cases ni te embarques.

– Déjate de leches, ¿es de fiar?, ¿no se irá de la muy?

– No dirá nada por la cuenta que le trae -sentenció Jovino-, tan de fiar como mi madre que en gloria esté.

Quise suponer que la amenaza de Jovino sería suficiente para garantizar su silencio porque aunque Cabeza ignorase el itinerario si se corría el rumor de la fecha la cosa se complicaría. Estábamos ya repasando el equipo, Delfino era nuestro intendente, unas barrenas nuevas, cortas, con manguito y todo para protegerse las manos, unos preciosos zapapicos de geólogo, un petromax, por si acaso un saco de pilas para linternas, las sacas de arpillera reforzada como las de Casayo, extendía el material sobre la mesa carpintera con entusiasmo de cirujano.

– Esto es calidad.

– Oye, ¿los mulos de quién son?

– Míos, Pancho es una maravilla, ya lo veréis.

– Vale. ¿Y las armas?

– Aquí están. Todas Super Star como la tuya, Ausencio, inencasquillables, de primera.

– No exageres.

– Lo que me dijo el Chomin.

Villa y Para empuñaron las suyas aparentando ademanes de experto, Jovino se guardó la de Carín y se dirigió a la mesa en donde el viejo preparaba sus cartuchos de caza, un pequeño taller con calibres de perdigón, medidor de pólvora, retacador de tapa y rebordeadora de cierre, abrió un paquete de munición especial.

– Habrá que probarlas.

– ¿Y el ruido?

– No hay problema.

Los ojos del viejo Delfino relucían felices, se sentía útil y disfrutaba mostrándonos sus recursos, puso en marcha el yunque de su invención, con un pedal semiautomático el martillo golpeaba indefinidamente y a la velocidad deseada, lo aceleró, su estruendo amortiguaría el de los disparos, eso suponiendo que los vecinos más próximos, bastante alejados, tuvieran interés en oír algo tan inquietante. Por alguna razón oscura que de momento no supe interpretar, Jovino cambió de programa y se dirigió en especial al de Paradaseca.

– Va a ser una noche de prueba y no hay prueba como la del fuego, el que no aguante lo que yo aguanto no me vale.

– Resisto tanto como tú.

– Eso hay que verlo.

Su aire luciferino me advirtió del disparate, pero fue tan rápido que no me dio tiempo de evitarlo, me dejó con las manos papando moscas. Sacó del horno una de las varillas al rojo y se marcó el brazo como si fuera una res, me dio náuseas el aroma de la carne asada, apretó los dientes y no soltó ni un ay, sudaba copiosamente, se había despojado de la camiseta y por primera vez me detuve en la contemplación de su cuerpo, lo menos espectacular era la bailarina del tatuaje, las heridas habían dibujado infinitas cicatrices en su pecho, en su espalda la doble paralela del saco terrero de castigo, típica del legionario no disciplinado, y en el flanco izquierdo la también doble de un tiro en sedal, más terrorífico el botón de salida que el orificio de entrada, lo comparé con el mío, una única cicatriz por quemaduras en las costillas fruto de una cataplasma contra una pulmonía infantil, y me dije que por lo menos en ese aspecto había tenido suerte en la vida.

– Si tú puedes, puedo yo.

Para recogió la varilla del suelo y se la aplicó al antebrazo, estaba prevenido y me lancé con tiempo suficiente para poder evitarlo, esta vez sí, hice el ademán, incluso sujeté su carne palpitante de miedo, pero ahí detuve la acción, le dejé herirse, ¿por qué?, me pregunté mientras el otro se derrumbaba en un montículo de virutas y trapos sucios con soplidos de corzo agónico, porque en el fondo estaba de acuerdo con Jovino, la operación de la noche del martes podía decidir nuestro futuro y se necesitaba la catarsis de una prueba de valor supremo, nos íbamos a enfrentar a lo que saliera y saldría hasta la Muerte en persona, resistir el dolor y encarar el riesgo eran las monedas con que pagaríamos el éxito, también yo quería probar a mis compañeros por más que no me apeteciera el probarme a mí mismo quemándome la piel, traté de evitarlo.

– No hagamos más estupideces.

– No vais a poder trabajar -me auxilió Villa.

– Y con un manco tenemos bastante.

El razonamiento laboral pareció convencer a Jovino que murmuró frases ininteligibles, ronco de dolor, mientras dibujaba algo con un carboncillo en un papel de estraza, nos mostró la diana satisfecho del dibujo y de la idea.

– Está bien, probemos las pistolas, hay que tener cojones para jugar a esto, venga.

Clavó el papel en la pared y se colocó debajo como un san Jovino, virgen y mártir, igual de impávido.

– Te toca a ti.

Respiré profundo, hice puntería y apreté el gatillo, me pareció oír la voz en el campo de tiro, blanco y diana en el centro, me aproximé a comprobar el impacto, un centímetro por encima del lugar central, puntería exacta, la desviación correspondía al margen de seguridad autoconcedido para no volarle la tapa de los sesos. El martillo seguía golpeando sobre el yunque con indiferencia mecánica. Cambiamos las posiciones, me coloqué en la de firmes y aguanté los fantasmas del negro orificio que encañonaba a mi entrecejo, imágenes que no se dilataron en el tiempo como antes sino que cristalizaron voluntarias en un instante infinito, en una persona concreta, Olvido, ¿por qué teníamos que estar siempre separados?, la iba a rescatar de aquel maldito colegio y nos fugaríamos juntos hasta que la muerte nos separara, estaba pensando en mí, lo sentía, no te preocupes Olvido, esto es sólo una broma y lo del martes una pesadilla, lo que viene después es el comienzo de nuestro futuro, te lo prometo, no me dejaré matar, colabora con la que te envíe y no te preocupes de más, confía en mí, no hay dique capaz de contener la riada de nuestro amor, pasearemos en barco, niña Olvido, un instante que coincidió con el del disparo, el atlético cuerpo de Jovino parecía una estatua griega erosionada más por las pedradas de la chiquillería que por el paso de los siglos, inmóvil, no podía fallar, sentí el impacto erizándome el cabello y comprobé la puntería, se había desviado más o menos la misma distancia que yo, pero hacia un lado, el muy cabrón no se había concedido ningún margen de seguridad, tan seguro estaba de sí mismo.

– Los siguientes.

A Villa se le puso un color de cirio en entierro de tercera y a Para el pulso le latía con saltos de a metro, no obstante dispararon el uno sobre el otro con una puntería más que aceptable. Todos respiramos tranquilos, los oídos acusaron el repentino silencio.

– ¿Qué tal?

– ¿Qué? Ah, sí, de puta aldaba.

– Bautizados.

La ceremonia iniciática consiguió templar los ánimos proporcionando al mismo tiempo un grado especial de camaradería, palmadas, sonrisas y gritos de júbilo ante las bandejas que nos ofreció Delfino con un excelente revuelto de jamón con guisantes una y de cachelos la otra, se lució Leonora, «compartir riesgo y comida une tanto a los hombres como los desune el compartir a la misma dama o a la misma burra, la montura es indivisible», bromeó el viejo forzando la distensión con otras anécdotas, me despejó la incógnita de la esperpéntica bañera, «es la que utiliza el veterinario para cortar el despeluche de las cabras, la llena de agua y con una latas de zotal se pone como la leche, las metes ahí, las coge un tío por delante y otro por detrás y hale, es la que tenía el Ayuntamiento de cuando la medición, de cuando los quintos, los lavaban allí antes de reconocerlos el médico, pero de eso hace mucho, ¿eh?, ahora para las cabras, a eso le llamo yo bajar de categoría», en su casta pasaba lo mismo, el Lauren no le llegaba a los talones.

– Bueno, vamos a estudiar la operación Meona -cortó Jovino-, los Mayorga podéis retiraros.

– Si puedo hacer algo más…

– Gracias, Lauren, lo dicho y punto. Así, si alguien viene a preguntar, nada podrá sacarte.

– Ojalá viniera el Mediocapa.

Laurentino me dio pena, pertenecía a los hojalateros, a los que siempre tienen en boca la justificación de si hubiera sido así no sería de la otra forma, claro, no tenía coraje para vengarse como debiera haber hecho, el ojalá era una pequeña bravata, pasaba largo de los treinta y los hombros le colgaban hasta las baldosas, cumpliría su misión pasiva de recepcionista del mineral y sacaría lo suficiente para largarse, vuelo, volar lejos de aquí lo haríamos todos, o quedarnos, pero a nuestro aire, él no tendría valor para darse el bote y seguiría a la sombra del padre, extendida política la hereditaria, una de las pocas cosas por las que me alegraba de no conocer al mío, aire libre, en cuanto terminásemos a volar con Olvido, ahora a escuchar las explicaciones del señor Menéndez.

– El monte os lo conocéis de memoria.

– Sí.

– Pues el plan igual, cada uno con lo suyo bien aprendido, que no tendrá con quién consultar cuando se arme la marimorena.

– Sí.

– La cueva está desescombrada, empezaremos picando en el nódulo…

– Sí.

– No me digas siempre sí, coño, que esto no es una boda.

Sí con ese de silbido, Para acusaba la quemadura en sus doloridas afirmaciones, aguántate, estuve a punto de gritarle, la verdad es que nos sobra fortaleza para aguantar la desgracia ajena, la propia ya es otro cantar, a Jovino se le había cicatrizado la herida como con bálsamo de Fierabrás, por arte de magia, irradiaba energía y a pesar de su brusca apariencia era de lo más persuasivo, un líder, lo recitaba como el credo, la cueva estaba desescombrada, empezaríamos a picar en el nódulo, salvo para damiselas tan practicable como una pista de baile, sin entibar y los salientes de cuarzo sin escofino, pero éste era el menor de los riesgos, desde el fin de semana hasta la noche del martes laboreo, después, con nocturnidad y alevosía, el transporte a casa de los Mayorga, sólo dos bestias, una de subida y otra de bajada, con más como si lo voceara el pregonero, listos los dos camiones, uno a cada orilla y con la balsa de la herrería presta a elegir cuál, por si hay acaso, suspiré, ahí entro yo en acción, una vez en la carretera sería mi problema llegar a Zamora y colocar la mercancía, supuse que don Antonio Díaz Diez del Moral no me fallaría como la furcia de luto porque no le iba a regatear el precio.

– ¿Cuánto puede ser?

– Un millón y pico.

– ¿Pico de loro o de cigüeña?

Jovino se mostró tan convincente que no le discutieron lo impreciso de la venta bruta, nos perdíamos en las cifras astronómicas como cuando quieres seguir la marcha de las cometas en la noche de San Juan, pasando de cierto límite todo lo aceptábamos por añadidura, tan convincente que tampoco le discutieron el preciso y leonino reparto, un tercio para él, un tercio para mí y un tercio para el resto, yo no hice ningún comentario porque me parecía justo y porque además ya nos habíamos puesto de acuerdo de antemano, tampoco se comentó la obviedad de que si aparecían los civiles o los del Gas nos abriríamos paso a tiro limpio, no te preocupes, Olvido, todo va a ir como la seda, pero colabora con la que va en tu busca.