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Capítulo 28

Le pareció que tardaban un siglo en abrir. Astorga entera le inspiraba un extraño temor, le parecía una ciudad levítica aunque con otro calificativo más próximo a sus cortas entendederas, una ciudad maragata, y todos saben cómo son los maragatos, de la Virgen del Puño, jamás se había alejado tanto de su casa y eso influía. Tragó saliva cuando sonó el cerrojo por dentro y se abrió la puerta.

– Buenos días, madre, vengo a visitar a la señorita Olvido.

– ¿Y usted quién es?

– Soy Carmen, la criada de doña Dositea Valcarce Vega, su madre, madre.

– Hermana.

– ¿La hermana de quién?

– Que no soy madre, soy la hermana Niño Dios.

Antes de entrar ya había metido el cuezo y mira que se vino haciendo recomendaciones de prudencia y sentido común a lo largo del trayecto que desde Ponferrada hizo en el autobús de línea, Empresa Fernández, más conocido por Tacatá León, pero es que la ciudad le ponía nerviosa, nunca había salido del Bierzo y Astorga era la Maragatería, el extranjero, ni siquiera hablaban con acento gallego, hoscos, con pocas palabras le indicaron la dirección del colegio y le pareció caminar como perdida en la selva, un edificio antiguo, bonito como los de Villafranca, reconoció con disgusto, paredes de lajas y grandes ladrillos, con espadaña y sobre el arco de la entrada lo ponía, «Colegio de las Hermanas Enseñantes de la Congregación del Santo Maestro», las llamaban las maestristas y no cayó en lo de hermana, un error, pero no tanto, se disculpó, tenía que pasar por criada, no por señorita, y las criadas son más burras.

– Usted disculpe, madre, digo hermana.

– Pase, pase, no se quede ahí de pasmarote.

– Sí, señora.

Atravesaron un largo corredor con un suelo de mármol desgastadísimo, los muros cubiertos de santos y orlas de sucesivas promociones en orden cronológico, hasta llegar a la sala de espera. Era domingo y conforme habían calculado había un gran número de padres o parientes varios listos para sacar a las alumnas de paseo, les daban libre hasta una hora antes de la puesta del sol, la gente favorecía la dispersión de las celadoras, pero la azoraba terriblemente.

– Verá, tengo que explicarle antes una cosa delicada, doña Dositea…

– Dígame.

– De su parte.

Y para hacerse perdonar o distraerla, ofreció a la monja el presente de los melocotones en almíbar de Ledo, para disimular cuando apareciese Olvido había comprado en la misma plaza Mayor en donde se bajó una caja de mantecadas, si el personal le pareció hosco, el tendero hostil, y eso que no le dijo que era berciana, de la tierra en donde habían matado a Custodio, el fabricante, fue una casualidad comprar esa marca, la primera a la que echó mano.

– Doña Dositea está muy enferma y la señorita no sabe nada, ya me comprende, ¿no?, Niña Dios.

– Hermana Niño Dios.

Carmen estuvo a punto de morir de vergüenza, otra metedura de pata, pero se sobrepuso, era una mujer esforzada y valiente, amiga de sus amigos seguiría hasta el final.

– Bueno, que doña Dositea quiere verla y además es que la necesita para cuidar de la casa.

La hermana, por una cuestión de tacto, no se sabe si por delicadeza por la confesión o por no mezclar a la sirvienta con las señoras allí presentes, se la llevó a una salita adjunta, pequeña y solitaria.

– Dígame, no sabíamos nada, ¿es tan grave?

Carmen recitó de memoria, «no tan grave como doloroso, una fiebre reumática que la tiene postrada en la cama con las junturas de los huesos así de hinchadas, no se puede mover, anda en un puro grito y a base de friegas. Esta carta lo explica mejor», la había falsificado Ausencio con papel de la farmacia, «es de don Ángel Sernández Valcarce, el boticario de Cacabelos, el primo de la señora que también anda muy delicado el pobre, los estoy atendiendo y no doy abasto, dice que mientras duren las friegas lo mejor es que Olvidín esté en casa, ya es mayor y puede ayudar, pero no hay que asustar a la señorita, se lo diré poco a poco no se crea que se está muriendo, y tampoco es eso, aunque si quiere que le diga la verdad no me gusta nada el aspecto de la pobriña», siguió recitando con más confianza, la hermana se había tragado la bola del papel impreso y disfrutaba con las confidencias, mandó llamar a Olvido y se interesó por otros aspectos de la familia Valcarce.

– Decían que por parte de los Sernández eran de las familias más ricas de la provincia, ¿no es así?

– Eran, pero en estos tiempos las cosas cambian y no sé si podrán aguantar…

– Que Dios no nos dé todo lo que podemos aguantar.

– Porque no lo resistiríamos, hermana.

Carmen contó los chismes que corrían en el pueblo sobre hipotecas y deudas de juego hasta que no supo ya de qué hablar y, por temor al silencio y las preguntas que podían volverse al tema inicial, se agarró a un clavo ardiendo, «qué bonito es ese cuadro de la Virgen, parece un cuadro de veras», maldito si le gustaba la pintura, no entendía ni falta que le hacía.

– Me alegro de que le guste, lo he dibujado yo, es una copia de Nuestra Señora de la Majestad, doy clase de dibujo, ¿sabe?

Carmen soltó un suspiro de alivio, era un tanto a su favor, a la monjita le gustó que le abanicase el ego.

– Precioso.

Entró Olvido y por poco la pilla en renuncio.

– ¡Olvidín, hija!

Se precipitó sobre la joven con las mantecadas y un abrazo aparatoso, impidiéndole hablar, tapándole la sorpresa de la cara con caricias de quien la ha visto nacer y desviando el beso de la mejilla al oído para susurrar algo inaudible, era el momento difícil, lo había ensayado repetidas veces abrazando a Ausencio, por fortuna los nervios daban verosimilitud al nerviosismo lógico que se supone en la portadora de malas noticias.

– Me manda Ausencio, disimula y sígueme la corriente.

– Carmen, la, la, qué sorpresa, ¿cómo tú por aquí?

Si llega a pronunciar la Pesquisa no hubiera sido una buena referencia, Olvido se contuvo a la espera de los acontecimientos.

– Olvidín, cielo, no sé cómo decírtelo, pero no te asustes, tu madre está muy malita…

– ¿Qué? No me asustes, ¿qué le pasa?

Por fortuna intervino la hermana Niño Dios explicándole con cierto mimo que no era de gravedad, pero que debía ir unos días a casa para cuidar a su madre. La representación se deslizó sobre ruedas y la Pesquisa se sintió feliz como pocas veces había estado en su difícil vida cuando abandonó el vetusto edificio. Cargaba con el improvisado equipaje de la chica, una bolsa de hule con las mudas y los útiles de aseo y tiraba del brazo de la estudiante, aún con uniforme de colegio.

– Debías haberte cambiado.

– Explícame, no entiendo nada.

– Vámonos cuanto antes, ya te lo explicaré por el camino.

– ¿Qué le pasa a Ausencio?

– ¿Qué le va a pasar? Nada. No me hagas preguntas y haz que lloras, seguro que nos gilan por la mirilla.

A Carmen le habían dado dinero, tanto como para almorzar las dos en Astorga y coger después un coche taxi hasta Ponferrada, de sobra, pero no se lo iba a gastar en el hotel Moderno, demasiado céntrico y excesivamente caro, eligió sobre la marcha la pensión Ambosmundos, por la ventana del comedor vio un público abigarrado, pueblerino, una mujer de luto con el velo sin quitar y su marido con una franja negra en la solapa la decidieron, allí estaba más en su ambiente.

– Me tienes sobre ascuas, cuéntame.

– Sienta y espera.

Se sentaron a la mesa y un camarero en mangas de camisa les colocó el pan y la jarra de agua sin decir palabra, después les ofreció la breve carta con los bordes grasientos amén de otras manchas más sospechosas.

– ¿Pero qué ocurre? Cuéntame ya.

– Primero pide.

– No tengo hambre.

– Ausencio quiere verte, es importante, no sé lo que es, pero si te pide que te fugues con él no me extrañaría lo más mínimo.

– No lo dirás en serio…

– Disimula. Pide algo, a ver, de entrada…

El camarero acudió solícito y contundente.

– Sólo hay sopa de fideos.

– Pues dos. De segundo chuletillas y…

– Sólo hay albóndigas.

– ¿De carne?

– De carne y serrín, ¿de qué van a ser?

Olvido no probó bocado.

– Haces mal, la sopa es la llave del cuerpo.

– No puedo tragar, tengo un nudo en la garganta, ¿estás segura de que quiere fugarse conmigo?

– Lo huelo, hay cosas que no se me despistan.

– Estando mamá tan mala…

– No seas tonta, niña, a tu madre no le pasa nada, está como una rosa.

– Estará como una rosa, pero si me fugo de casa la mato del disgusto.

– Vive tu vida, Olvidín, la de ella es otra.

– No puede ser, mis padres no me lo perdonarían nunca.

– Bueno, a lo mejor es otra cosa, pero si es la que sospecho yo que tú me lo pensaría, la felicidad sólo llama una vez a la puerta, ¿sabes?, tiene cuatro patas y si no le abres cuando llama después no hay quien la alcance, corre mucho más que una.

Carmen se miró en los ojos de la joven para sentirse igual de hermosa, a sus mismos años, cuando aceptó la proposición pero no pudo cumplir con su palabra porque no la dejaron unos padres que no servían más que para hacerle daño en venganza del que se hacían a sí mismos, perdió su oportunidad y así le lució el pelo. Se saltó el postre para ahorrar y pidió café.

– No hay.

– ¿Otra broma?

– Las reclamaciones al vertical.

El camarero tenía un extraño sentido del humor, les dejó junto a la cuenta la enésima copia mecanografiada de la circular. «Sindicato de Hostelería y Similares: grupo de fondas, bares y cafeterías: les corresponde azúcar y jabón de la quincena en curso contra los cupones de la tarjeta de abastecimientos números 9 y 11 respectivamente: no se suministrará café a los establecimientos de este grupo por carecer momentáneamente de existencia, y ello bien a pesar de este Sindicato. Por Dios, España y su Revolución Nacional Sindicalista. El Jefe Provincial de León.»

– ¿Tú qué harías en mi caso?

– Ay, Olvidín, quién pudiera estar en tu pellejo.

– Si me lo pide…

– Escucha a tu corazón y a nadie más.

Síguelo por encima de tus muertos pasados y futuros, no te voy a contar mi experiencia, yo obedecí y me quedé en el pueblo, era un golfo, me hubiera hecho un hijo, una desgraciada, yo qué sé, pero hubiera conocido la felicidad, un sorbo de felicidad me hubiera bastado para aplacar la sed de este páramo, me quedé para al final ganarme la vida follando con el tonto del pueblo, figúrate, no con cualquiera, con el tonto porque una no es una puta y con el tonto parece un espectáculo de feria y el público paga por verlo, recogía las monedas que le arrojaban, esta vez las del cambio de la cuenta que se guardó como justificante de gastos.

– Vámonos.

– Entonces soy una fugitiva.

– Todavía no.

– Cuando se den cuenta en el cole.

– Hasta que no le dé por escribir a doña Dositea ni idea, tienes tiempo de sobra para pensártelo.

– A lo mejor Ausencio me llama para otra cosa.

– Sí, a lo mejor es para otra cosa, pero camina con más aire, chica, pareces ya una culpable.

Llegaron hasta la próxima plaza Mayor en busca de un taxi, justo frente al Ayuntamiento las detuvo una gitanilla con un niño en brazos, creyeron que les pedía limosna.

– Las manos, que no son para la buenaventura, que quiero vérselas porque son nobles, de señorita y trabajadora, y se ve en ellas que no me van a engañar, que me den lo que quieran por estas estampitas tan monas que me he encontrado, yo de papeles no entiendo…

Olvido, de buena fe, le aclaró el equívoco:

– Pero mujer, si son billetes de cincuenta pesetas.

Intervino un señor, lo de señor se lo atribuyó Carmen por llevar corbata y sombrero.

– A ver, tú, ¿a quién estás timando? No te vayas. ¿Les ha quitado algo?

La gitana corrió despavorida.

– A ver las manos, ¿les falta un anillo, una pulsera, algo?

Las agitaron al aire como inocentes palomas.

– No, no, nada.

– Discúlpenme, voy a pillarla.

– Quién lo iba a decir, una ladrona, menos mal que todavía hay gente honrada por el mundo.

– Ay, Carmiña, ¿tienes tú la bolsa?

– ¿La bolsa? ¿Qué bolsa? ¿La del equipaje?

– Me la han robado con tanto palique.

Distraídas con la palabrería, alguien, por detrás, se había llevado impunemente el capazo de hule depositado en el suelo a fin de facilitar el muestreo de manos.

– La madre que los parió. Voy a denunciarlos.

– ¿Pero qué dices? Se pueden dar cuenta de que me he fugado del cole.

Quedaron las dos impotentes y desoladas contemplando con ira el ir y venir de los municipales a la puerta del Ayuntamiento, hermosa fachada con un balcón corrido en la planta principal, con el escudo de la villa y encima el reloj de la mala fama de los maragatos, sin saber qué hacer más que insultarlos in mente, roñosos, negociantes, ladrones, de esta ciudad ni el polvo, se sacudieron las sandalias y alquilaron el taxi apalabrándolo de antemano, un atraco, tan disgustadas que a la salida ni siquiera se fijaron en las torres de cuento de hadas del palacio Episcopal, obra de Gaudí.

– Esto me pasa por cateta.

– No te culpes, Carmiña, me la quitaron a mí y no valía tanto, lo que me preocupa es lo que voy a hacer.

Olvido no se atrevió a pensar en nada salvo un fluir de la conciencia sobre el que no ejercía el menor dominio, se mimetizaba con los ideales de su pareja, si le proponía huir lo harían en barco, una travesía eterna entre olas de coral, solos, sin compromisos familiares, disfrutando paisajes de película, los rascacielos de Nueva York, las pirámides de México, las playas de Río, las palmeras del Caribe, el trópico y la guayaba, samba y maracas, en tecnicolor y cogidos de la mano en la cubierta de un paquebote. Si tenía valor para decidirse. El coche aparcó en Ponferrada en el lugar convenido, en la trasera del recién inaugurado cine Moran, con una decoración exacta a la del cine Capitol de Madrid, ponían Una mujer endiablada, con Lupe Vélez, la exquisita actriz azteca, y la cola para sacar entradas doblaba la esquina del edificio.

– Disimula, niña.

Olvido bajó del taxi y se encontró con Ausencio, tuvieron que hacer un esfuerzo para no abrazarse en público.

– ¿Qué quieres de mí?

– Te quiero, Olvido, ya te lo explicaré luego -y dirigiéndose a Carmen-: tenéis que llegar a casa al anochecer y sin que os vean.

– ¿Y tú?, ¿no vienes con nosotras?

– Ha surgido un contratiempo, tengo que localizar a don Ángel.

– No tardes, me muero de impaciencia.