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Me miré al espejo y la imagen me defraudó, la cara de aquel hombre con úlceras de azogue no me gustó ni poco ni mucho, claro que no me miraba para acicalarlo sino para charlar con él, con un amigo íntimo de confianza infinita, para meditar sobre el paso decisivo de mi fuga, cuando llevas de apellidos dos Expósito consecutivos puedes tener amigos pero familia poca, y me parecía una impertinencia recurrir a mis familiares de pega con un asunto tan delicado por más que suponía, lo deseaba con toda mi alma, que me seguirían queriendo, pero bastantes problemas tendrían los pobres con su parentela de verdad, desde que me pasé, me pasaron, al otro bando, no les escribí ni una línea, me supondrían muerto. Mi árbol genealógico llegaba hasta la noche en que aparecí envuelto en una toquillita azul en la puerta de la botica de don Ángel, desde entonces mi padrino, buena persona, tan buena como Vitorina, su criada, una de ellas, mi madre de leche, un árbol que invitaba más a andarse por las ramas que a profundizar en las raíces, antes o después todos somos hijos de puta o de marquesa, tanto monta, ¿por qué no me quiso?, me daba igual el oficio de mi madre pero no el por qué no me quiso, estaba en el campo con mi marrón a cuestas y mejor no dar la lata a nadie, una condena que con redención por el trabajo me iba a plantar en los cuarenta, a los veinticinco años el cumplir los treinta me parecía horrible y llegar a los cuarenta la muerte, ¿para qué quería la libertad un cadáver?, me había salvado de la Pepa, nos salvamos todos los del batallón Lenin menos los oficiales, los fusilaron por traidores a los que los habían traicionado, y aunque en el campo estaban algunos compañeros del Lenin no los utilizaba para los mensajes, no recibía noticias ni enviaba recuerdos, ¿a quién?, me consideraba más autárquico que el que lo inventó, un lobo estepario que se nutría con la rabia de su soledad. Sin el coraje de la rabia no te fugas. Construíamos un puente para una nueva línea férrea en un desierto pedregoso entre Mora de Rubielos y Rubielos de la Mora, pueblos siameses, algo así como a derecha o izquierda según se va o se viene, en la noche se oía el ladrar de los otros lobos esteparios, poca fuerza invertíamos en el trabajo, para darle al manubrio del cabestrante con que se subía el andamio de madera la fuerza de tres prisioneros equivalía a la de un hombre libre, la productividad no contaba y la mano de obra más barata imposible, lo comido por lo servido, la cama gratis, gozábamos de una relativa libertad de movimientos, lógica si se piensa en el desierto lobuno que nos rodeaba y en sólo doce escoltas para unos doscientos siervos de la gleba, el vino a cincuenta céntimos el litro era la evasión favorita de muchos, no la mía, no probaba ni gota, estaba decidido a huir y la lucidez de ideas me resultaba tan imprescindible como la elasticidad de mis músculos, los informes que me llegaron del pueblo por vía indirecta, cartas de los padres de uno de La Bañeza, me habían decidido.
– Oye, que está todo el Bierzo loco con el wolfram, no tienes más que agacharte y cogerlo para ser rico.
– ¿Y qué es el wolfram?
– No lo sé, pero vale su peso en oro. Dicen que hay montes enteros plagaditos de wolfram.
– ¿Y no es de nadie?
– Del primero que llega.
Demasiado hermoso para ser cierto, pero algo tendrá el agua cuando la bendicen, insistían en contar maravillas una carta tras otra, de todas formas me daba igual, a mí me valía como excusa, era el acicate de mi libertad, de mi esperanza, de mi fuga, hacía tantos años que no comía en una mesa con mantel, que no salía con una chica, que no dejaban de patearme con una orden tras otra los riñones, que lo iba a ensayar aunque dejara el pellejo en la intentona, ninguna fuerza doma, ningún tiempo consume, ningún mérito iguala, el nombre de la libertad, sería una persona libre y el wolfram me estimulaba a abandonar el campo. Un mes antes huir hubiera sido lo más sencillo, apenas los controles numéricos de diana y retreta, fue por culpa de Juan, el Socialista, todo el día silbando La internacional, el capitán Valverde le hizo picar como a un niño, usted y yo tenemos que discutir de política, le dijo, ¿de capitán a preso o de hombre a hombre?, el muy imbécil, de hombre a hombre, y se lo creyó, largó lo que quiso, le puso a caldo al de las tres estrellas, desahogar se desahogaría, pero no se le volvió a ver el pelo, le desaparecieron y desde ese mismo día se acabó el deambular por el monte, tras la cena al trullo, a dormir hacinados en los vagones de la vía muerta. Estaba en el número tres mirándome en el equívoco espejo sobre un mar de ronquidos y ventosidades, haciendo el inventario de mi suerte, la única que se había relajado el castigo, ya no pasaban el cerrojo de fuera y en consecuencia podíamos salir a tirar de pantalón al aire libre, miré a mi íntimo del espejo y en el recuento de nuestras posibilidades, en función de mis virtudes, las repasé todas, incluido el tactarme los escuálidos bíceps, di con la que nunca había tenido en cuenta, el regalo de mi madrina, la Bruxa, la bruja de Quilós, curandera que no bruja, pero así funciona la fama, Enedina tenía gracia, o sea, adivinaba las enfermedades y tramitaba el remedio por métodos silvestres, te mira a través de un vaso de agua y te dice: la maleza te está en la quinta vértebra de la columna, la tienes troncha, frótate quince mañanas seguidas con sangre de conejo, con fervudo de manzanilla, con emplasto de cebolla, con lo que sea, según, y te curas. Mi padrino de providencia, el protector que me ayudó desde siempre con consejos y dinero, el licenciado don Ángel Sernández Valcarce, boticario de Cacabelos, no la podía ni ver, le distraía la clientela y no se enfadaba porque le hiciera polvo el negocio, sino porque hay que acabar con esta plaga de supersticiones, decía, y no me explico cómo consintió en que fuese ella mi madrina. Para don Ángel la Bruxa era la oscuridad del espíritu ajeno a la ciencia y para la Bruxa don Ángel era la niebla del progreso sin alma, no se querían entre sí, pero yo los quería a los dos y la verdad es que Enedina tiene gracia, un don que tienen los que nacen con una cruz negra en el velo del paladar y que les viene de llorar en el vientre materno. Mi padrino de bautizo fue Ricardo, Carín, el marido de Vitorina Gallardo, mi madre de leche, la criada de don Ángel, Gelo para los amigos, a la Bruxa no la dejó entrar el cura en la iglesia, pero me esperó fuera, tan ofendida y triste la pobre que echó la casa por la ventana en su regalo de bautizo, según me contaron me echó el bien de ojo, o me lo dio, no lo sé, que no es un regalo, dijo, porque es un poder suyo, lo tiene de nacimiento, pero otros también lo tienen y se mueren sin saberlo, sin ejercitarlo, sin reconocer las maravillas que ocurren a través de sus ojos, y eso es como si estuvieran desposeídos del encanto, me regaló el aviso de un poder en el que nadie creía, menudo cabreo cogió don Ángel, Gelón para los acreedores, los maleficios sí sin cosas de brujas, el mal de ojo, por ejemplo, pero no iba a maldecir a un ahijado, claro, lo diría por desconcertar al personal y fastidiar al cura, un poder bastante gilipollas por otra parte, que vería con intención, con una agudeza superior a la humana, una cierta premonición visual, pero no vería yo mismo sino mi contrario, «su antagonista verá lo que él quiera que vea», si mal no recuerdo, puede que no le hicieran mucho caso porque tampoco se entendía muy bien el beneficio. El mirar raro me sirvió para el mote, desde que descubrí lo de la toquillita azul, en la catequesis, preparando la comunión, tú vienes de buenos pañales, chaval, andaba que parecía medio lelo, de mirada ausente, que siempre estaba en las nubes, ausente y de ausente Ausencio, apodo y no santo del día, pero tan nombre propio que cuando me llamaban por el cristiano de pila, José, ni volvía la cabeza. En el recuento de posibilidades, virtudes a utilizar heroicamente si era necesario, la única válida era esa estupidez del bien de ojo, por inédita y porque no había otra, la imagen flaca, malbarbada y enfermiza del quebrado espejo sobre el que estuve a punto de garabatear un no funciona, tan poco me ofrecía, no daba para muchas filigranas, la miré tratando de aplicar en ella mi poder sin desvirgar y nada, ni pestañeó, no me vi como a un príncipe azul toquilla al viento a modo de Superman, pero a fuerza de voluntad me convencí de que sí, de que funcionaría sobre los ajenos, una llave maestra para abrirme las puertas del campo y una vez a campo abierto nadie me detendría, de eso estaba seguro, no me detendrían vivo, rompí el espejo de un puñetazo, no funcionaba, tan huesuda y encallecida la mano que apenas me hice unos cortes sin importancia, lo justo para sufrir un poco, lo necesario para mejor meditar el plan de fuga, me tumbé en el camastro y repasé mi biografía en busca de algún indicio del poder especial que encerraban mis ojos. No lo localicé, puede que en la camioneta de los voluntarios, en la plaza de Cacabelos, estábamos casi todos ya en la caja, apelotonados en confusas despedidas, Luciano, el hijo mayor de don Ángel, a mi lado, como si fuera mi hermano porque era más que eso, mi amigo íntimo, algunos todavía trepando por las ruedas, y adiviné lo que iba a pasar, me lo dijo la cara de novato del que subía, pero según mi don se lo debería haber dicho yo, el caso es que lo intuí y zas, ocurrió, se le disparó el máuser justo debajo de nuestras narices, la bala le entró por la barbilla y le saltó limpiamente la tapa de los sesos, adiós para siempre, Lucianín fue el primer caído por Dios y por España del pueblo, un escándalo, algunos voluntarios lo dudaron tanto que al capitán de recluta no le quedó más remedio que mandarlos atar y arrancó sin otra contemplación que la de no llevarse a nadie por delante, a la guerra más tonta del mundo, no fueron los ideales sino la geografía quien decidió de qué lado luchábamos, un breve entrenamiento, caray, caray, caray, cómo pesa, cómo pesa, caray con el mosquetón, cómo pesa el muy cabrón, es lo que cantábamos marcando el caqui, unas pocas prácticas y al frente, si en vez de tirar para Asturias nos hubieran destinado a Burgos habría ganado y sería un hombre libre, en el pueblo, forrándome con el wolfram, pero nos llevaron a Pajares y se jodió, nos cazaron como a raposa recién parida, a los prisioneros más jóvenes nos convencieron para luchar en el batallón Lenin a favor de la legalidad republicana y por eso estaba en el camastro, dándole vueltas a la fuga, para incorporarme a la legalidad del movimiento nacional me restaban quince años de trabajos no muy forzados pero sí eternos. Me ahogaba en la atmósfera enrarecida del vagón y me decidí, no hay nada como un buen pronto, adiós, amigos, mañana, si le veis al Valverde, que sí le veréis, no le digáis nada, tan sólo recuerdos de mis partes, tiré la manta y salí a mear, ni san Pedro es capaz de ponerle puertas al campo, nada más natural que una buena meada a medianoche, un claro de luna trémulo de estrellas y grillos, alejándome del campamento mientras me abrochaba la bragueta, todo con mucha parsimonia, en la naturalidad está la clave, crucé la obra nueva y saludé con la cabeza al centinela, el escolta era un crío del reemplazo de ese mismo año, los nervios podían hacerle peligroso, podían si no clavaba mis ojos en los suyos y le hacía ver lo que mi voluntad quisiera, soy una nube y me dejaría pasar como si me llevara el viento, sonó el cerrojo del máuser y me apuntó al pecho para serenar su ánimo con el deber cumplido, dispararía, en la naturalidad está la clave, le saludé para ganar los metros necesarios.
– Buenas noches.
– Si pretendes escapar no me queda más remedio que meterte un tiro entre ceja y ceja.
– Digo que hace una noche espléndida.
– ¿Adonde vas?
Jamás miré tan fijamente a nadie.
– Estoy harto de esto, me largo a casa.
– Está bien, pero no tardes.
Me desconcertó su respuesta, o se había despistado o funcionaba mi bien de ojo, en ninguno de los dos casos iba a ser yo quien le aclarara el malentendido, mejor así, sombra asombrada traté de fundirme con la noche, trémula de estrella fugaz y grillo huidizo, me perdí a la carrera por aquel paraje desértico, libre y de por vida, me tendrían que arrancar la piel a tiras para enchiquerarme de nuevo, tiré al aire la ridícula gorra carcelaria con la delatora «T» de trabajos redencionistas y me arranqué del pecho la bandera española, el distintivo que nos diferenciaba a los políticos de los comunes, iba tan de caqui como un soldado cualquiera, cosa que no quería aparentar, en lo que pude me enmascaré con el jersey azul marino de cuello en pico de uno de los aparejadores que dirigían la construcción del puente, se lo mangué del cesto de la ropa sucia, en intendencia, cuando me tocó hacer la colada en el río de donde me alejaba ya a grandes zancadas, solo, tan solo como cuando me abandonaron envuelto en la toquillita azul celeste, cara, con bordados, tú vienes de buenos pañales, chaval, me dijo alguien, la diferencia es que ésa era una historia sucia que no trataría de aclarar jamás, y la de ahora era la del nacimiento del primer hombre sobre la Tierra, me recorría el cuerpo una sensación telúrica de privilegio, supuse sería la sensación de libertad, la noche y el páramo no hacían más que perfilarla con ribetes heroicos, feliz me orienté hacia la línea vieja de ferrocarril Valencia-Zaragoza, hacia mi primer trasbordo en la Pilarica, después el que viniese, lo malo no era el itinerario sino la meta, no saber con exactitud si tenía o no casa en la que refugiarme, se agolpaban las dudas mientras corría sin el menor síntoma de fatiga saltando de traviesa en traviesa, brillaba el filo de los raíles, ¿se acordarían don Ángel y Vitorina de mí?, ¿mi vuelta no significaría un trastorno en sus mermadas economías?, ¿vivían?, saludarles sí, pero no una carga, me independizaría con el wolfram o con lo que fuera, ¿me querían?, me centré en los planes más inmediatos, ¿me quieren?, era lo que no me atrevía a preguntarme. En el caos de la Renfe debería manejarme con dos especiales avisos, uno, cuando bajara al departamento de tercera, a compartir la tortilla con los paisanos que indefectiblemente la repartían a cambio de que no se les delatara su modesto estraperlo de aceite, no coincidir con el revisor, y dos, cuando subiera al techo del vagón, a dormir la siesta, no levantar la cabeza a la entrada de un túnel. ¿Me quieren? o, lo que es más terrible, ¿los quiero yo? Avancé por los raíles hasta dar con el sitio que consideré idóneo, el terraplén de una curva en el que me agazapé esperando que el correo aminorase su velocidad lo suficiente como para no romperme la crisma al tomarlo en marcha, le oí silbar a lo lejos y me estremecí.