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Capítulo 29

No había vuelto a ver a mi padrino desde el día de la matanza, ni a él ni a nadie de su familia, por eso me sorprendió la llamada de Gelón, algún disgusto, seguro, se dejaría capar antes de darme una buena noticia.

– Pero eso no es grave.

– Tienes que localizarle, José, se ha largado de casa y no está en el pueblo, sí es grave, hace una semana que le dio una angina de pecho y no quiere guardar reposo, ha vuelto a jugar como un energúmeno.

– ¿Y por qué no le buscas tú, no eres su hijo?

– No me gustan las cartas, tú conoces mejor que yo esos tugurios.

– ¿Y si me niego?

– Algún favor le deberás, ¿no?

El muy cocho sabía que no me iba a negar, me dijo que le habían visto tomar el autobús de Ponferrada y colgó. Supuse que había ido al Dólar y hacia allí dirigí mis pasos como si no tuviera otra cosa de qué ocuparme. Entré en la fiesta perenne y caí en la cuenta de que era la primera vez que entraba solo. La Faraona cantaba de su repertorio favorito lo de amor es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer, podía dedicármelo. Le pregunté al del bar, un fichero viviente:

– ¿Has visto a don Ángel por aquí?

– En lo de Arias.

La timba, como de costumbre, estaba repleta de ilustres jugando al giley, no era el Gran Kursaal pero el farmacéutico barajaba con la misma dignidad de sus años mozos de casino aristócrata, con menos energía, los ojos empañados y la bilis amarga de la boca denunciaban a una persona girando la última vuelta de tuerca, me impresionó de veras, había envejecido demasiado, tanto que no se percató de mi presencia, sí lo hizo don José Carlos, que pasó mano y salió a mi encuentro preocupado por sus camiones.

– ¿Algún disidente?

– Todo en orden. Vengo a buscar a don Ángel, está jodido.

– Y no huele una. No te disientas tú, chaval, y ándate con los ojos abiertos, ¿un veguero?

Me ofreció un puro habano.

– Gracias, no fumo esos tronchos.

– ¿Cuándo es el viaje?

– No puedo decírselo.

– Buena razón la prudencia. Espera y te saco al boti.

El corro vio levantarse a don Ángel con el consuelo de quitarse a un torpe del medio y el disgusto de perder unos beneficios, pocos podían ser ya, le tomé del brazo para ayudarle a caminar pero se zafó de lo que consideraba un vejamen.

– Quieto, Ausencio, me tengo solo.

Nos sentamos en uno de los pocos veladores libres. Estudié su rostro, nunca me pareció tan decrépito, el tono gris descolorido de sus pupilas indicaba un agotamiento irreversible, las canas de su barba se desplomaban lánguidas, sin fuerza, un aspecto tan desvalido que avivó al rescoldo de mi afecto, traté de mostrarme lo más cariñoso posible.

– ¿Pero qué hace aquí, padrino? Tiene mala cara…

– Alto, parao, no acepto consejos, los buenos consejos se dan a mi edad, cuando ya no se pueden dar malos ejemplos.

– Es muy tarde y debería retirarse, si quiere le acompaño.

– Muchacho, yo sé lo que debo hacer, pero haga lo que haga la solución óptima siempre es la otra, por eso no merece la pena cambiar de conducta, si te preocupas por el dinero que pierdo te diré que conozco el precio de las cosas pero no le doy valor a ninguna, ¿me comprendes?

– No es por el dinero…

La salud, se está matando, lo leyó en mi vista y me soltó un discurso para contradecirme.

– Lo que cuenta es la pasión, mi vida es el juego y voy a morir con las botas puestas, si fuera un mercachifle me hubiera hecho rico de nuevo, todo el mundo puede hacerse rico, para ello no tiene más que seguir la ley de bronce de los negocios, vender caro, ¿me comprendes?, si no es caro a los ricos no les interesa y si es barato a los pobres tampoco les llega. El diez por ciento, comprar a diez y vender a cien. A mí los negocios no me interesan, ¿y a ti?

– Tampoco, pero no me refería al dinero y usted lo sabe, lo digo por su salud, no tiene buena cara.

Una laboriosa sonrisa afloró en sus labios.

– Alegra la tuya, tengo buenas noticias, ¿eh?, tu expediente de prófugo se ha extraviado definitivamente, todavía conservo algunos amigos, viejos dinosaurios a punto de extinguirse como yo.

Ya lo creo que era una buena noticia, pero estaba absorbido por otros problemas más inmediatos, me había acostumbrado a la amenaza de busca y captura como otros se habitúan a la acidez de estómago y no me quitaba el sueño.

– Gracias, pero eso no cambia nuestras relaciones.

– ¿Qué quieres decir?

Tenía que zanjar de una vez por todas lo que de veras me preocupaba, le conocía y sabía que de un momento a otro me iba a chantajear con su buena acción y mala salud.

– Que en cuanto pueda me caso con Olvido.

– ¡Te prohíbo casarte con ella!

El portazo de la furia iluminó su rostro como en los mejores tiempos, pero no cabían ilusiones, quemaba sus últimos cartuchos.

– ¿Por qué? ¿Porque me considera un don nadie?

– No puedes casarte con ella, imposible.

– Debería entenderlo, Olvido es mi pasión lo mismo que el juego es la suya.

– Calma, nihil hunanum a me allenam puto.

– ¿Es un taco?

– Es latín, nada humano me es ajeno, entiendo de pasiones, en efecto, y ninguna tan humana como la ambición, la que te propongo, mira.

Del bolsillo del chaleco contrario al reloj sacó el testimonio de su secreto tan celosamente guardado, una pepita de oro igual a un grano de maíz, un comodín para pujar fuerte.

– El tesoro del Bierzo es el oro, el wolfram es flor de primavera, pasará y si te he visto no me acuerdo, pero el oro está aquí, esperándonos desde los romanos, y yo te ofrezco una médulas precisas en donde conseguirlo a cambio de que renuncies a Olvido, el mundo está lleno de chicas guapas pero no de depósitos auríferos. ¿Qué me dices?

– Ni le escucho.

Suspiró defraudado, pero no vencido.

– Esta conversación deberíamos haberla tenido hace años, las circunstancias… por las médulas de Matarrosa o las del Burbia arriba, te lo especificaré si reconsideras tu digna sordera, me la dio un tipo al que salvé la familia, como siempre no tenía un chavo para pagar, le conseguí el último grito de la quimioterapia, la droga sulfa, y zas, de milagro todos nuevos, el muy listillo del doctor Vega ni siquiera había oído hablar de las sulfamidas, qué país, me siento como un bohemio de chaqué en una fiesta de paletos con corbata, esto es para hacerse rico sin el mercachifleo del negocio ni el riesgo del wolfram, piénsatelo bien, Ausencio.

– Lo siento, pero infórmele a Gelón, lo va a necesitar más que yo y al fin y al cabo es su hijo.

– ¡Imbécil, tú también eres hijo mío!

– ¿Qué?

No perdí el sentido pero mi intimidad se perdió en las sombras de un recinto muy sucio, vi su rostro como algo próximo y tétrico, la puerta del desván que nunca se abre en una casa que por lo demás no tiene secretos y que, sin embargo, un día la abres por casualidad y nadie vuelve a saber de ti.

– Cálmate, José, y perdóname. Deberíamos haber hablado hace años pero la verdad es que no quería decírtelo, no que no me atreviera, suponía que la verdad te iba a herir más que la ignorancia, y tal y como estaban las cosas…

– Cállese.

– Sí, debería habértelo dicho.

Los sentimientos me golpeaban a la velocidad de la luz impidiéndome razonar, su figura de padre me resultaba profundamente odiosa y no obstante la simpatía hacia la del padrino aleteaba, me gustaría matarle sin que se muriera, pero antes debía aclararme lo que ya me resultaba evidente conociendo sus costumbres.

– ¿Quién es mi madre?

Alcé la voz y su piel adquirió el color terroso de los malos tragos, lo estaba pasando fatal, y considerando que estábamos en una esquina del salón y alguien podía oímos, disimuló pidiéndole una copa a Loli que por allí pasaba.

– Anda, muñeca, tráeme un coñac doble.

Le falló el palmeo lanzado a la grupa de la joven, su corazón era una rueda de inercia demasiado pesada, se acababa por momentos, pero el mío no, yo quería sobrevivir.

– ¿Quién es?

– No grites, por favor. Tu madre es una gran mujer, Vitorina, ¿qué otra podría ser?, nadie te ha querido como ella, te defendió con uñas y dientes, cuídala, hijo mío.

– No me llame hijo.

– Ausencio, siempre nos hemos comprendido, haz un último esfuerzo, no es tan difícil.

– No puedo entenderlo.

– Estaba tan solo… me faltaba cariño y ella tampoco andaba sobrada de ternura, Ricardo era una mala bestia.

– Me refiero a que no me lo dijera.

– La vida…

– ¿Y la mía, qué?

– La tienes entera, por delante.

No dio ninguna razón pero de dármela tampoco la hubiera oído porque, paradójicamente, una de mis obsesiones vitales se derretía sin dejar la menor huella en mi alma y el fenómeno de su delicuescencia era mi único centro de interés, tú vienes de buenos pañales, chaval, desveladas mis señas de identidad resultaba que me eran indiferentes, la doble incógnita de Expósito, despejada a Sernández Gallardo, nada añadía a mi carácter, no me interesaban, silbó el odio como un obús, la salvaje coincidencia había destrozado mi vida, no añadían nada porque me la arrebataban por entero y de un solo tajo, fatal conclusión.

– Entonces, Olvido es mi hermana.

– ¿Cómo lo sabes?

– No tenemos secretos el uno para el otro.

– Cuando descubrí tu interés por ella me sentí morir, ¿comprendes por qué no podéis casaros?

– ¿Sigue en pie la oferta del oro?

Una chispa de esperanza, ajena a mi furia vengadora, brilló en el sudario desteñido de sus pupilas.

– Por supuesto que sí.

– Pues métaselo en el culo, me casaré con Olvido de todas formas.

Sabía que era imposible, pero quería hacerle daño, ahora sí que le mataría bien muerto.

– Ofendes a Dios sólo con pensarlo.

– No me diga, quién fue a hablar.

– Por favor, no te pongas irónico, puedo reconocerte, legalizaremos tu situación, lo que tú quieras.

– A mí no me compra nadie, ni siquiera por un apellido.

– Por favor…

– Quiere que le lleve a la cama o prefiere seguir echando la partida.

– Déjame aquí, hijo mío.

Me levanté y sin despedirme le dejé allí sentado, no le volvería a ver, para mí como muerto, su faz terrosa no pronosticaba nada bueno, pero lo peor que pudiera ocurrir me había ocurrido a mí y nadie se volvía a consolarme, afortunadamente, pensé, soy un solitario, bonito árbol genealógico, las raíces no valían una mierda y los frutos no madurarían jamás, cojoestupendo, adiós a la leyenda de la dama de alto copete que abandona a un niño envuelto en una preciosa toquillita azul a la puerta de la botica por inconfesables razones amorosas, hubiera sido más bonito, la madre que me parió, pobre Vitorina, lo que no habrá sufrido. Me acodé en la barra del bar.

– Un Bergidum.

Me hipnoticé con las ligas rojinegras de la Faraona, buena bandera anarquista, sus muslos seguían siendo tablas de salvación para los náufragos que por su mar braceaban desesperanzados, desfilaba sobre el tablado con uno de sus trucos favoritos, los ripios folklóricos de exaltación del patriotismo chico, un truco infalible.

Lo mejor que hay en el Bierzo

e s el vino de bodega,

porque dentro de una cuba

n o cabe ninguna pena.

Entre sus muslos tendría buena acogida mi desconsuelo, me desconcertaba su clarividencia para con mi estado de ánimo, puede que tan sólo fuera casualidad y oficio, pero no fallaba jamás, daba por descontado que yo era el único destinatario de su canción y la imagen del náufrago me seducía con fuerza, estaba decidido a tirármela. Bajó del escenario, entre salvas de aplausos y rugidos lúbricos, y tras varios meandros de compromiso, saludos, besos fugaces, calvas acariciadas, me miró a los ojos apartándose antes la melena para alejar el menor rastro de duda.

– ¿Qué penita de amor te empuja a mis brazos, cariño?

– Quiero que me desvirgues, Faraona.

– Me pillas en el día tonto, cumplo treinta y yo también busco una rama donde ahorcarme.

– Celebremos juntos nuestras desgracias.

– Me tenías loca, ¿por qué has tardado tanto?

Sabía decir la frase adecuada para el confort del cliente, lejos de mí otras ilusiones. Era un náufrago que quería ahogarse saciando antes un deseo, iba a llegar a la cúspide en la escala social del wolfram, acostarme con ella y conseguir la partida récord, total para nada o para ahogarme con el recuerdo de cuando me olvidé de Olvido y maté a mi padre.

– ¿Te gusta, vida?

La Faraona cuidaba los detalles, la cama de cabecera labrada era inmensa, la colcha de raso rojo hacía juego con su ropa interior, el gracioso bidé de mayólica, el digno galán de noche y la espectacular luna del armario le sobrevaloraban a uno, en la mesilla la apoteosis de un balde de alpaca con una botella de champán, nada de sidra El Gaitero, francés de la viuda, me lo tradujo, Veuve de Cliquot.

– Vaya lujo, señorita Cela.

– El que tú te mereces, no pagas por menos.

– Túmbate, creo que te amo.

Tenía el cuerpo más confortable que uno pudiera imaginarse y me había imaginado unos cuantos, me instalé en él sin el menor inconveniente, tenía miedo al gatillazo por culpa de que no me había hecho ni la circuncisión, ni la fimosis, ni nada parecido, pero me había masturbado tanto como para evitar cualquier dificultad mecánica, me fui sin apenas darme cuenta y su amabilidad me conmovió, «vamos, insiste de nuevo, eres el mejor», no sé cómo podía sobrevivir a la turbamulta de paletos con corbata que la montarían con su proverbial indelicadeza a juzgar por lo sucio de sus comentarios, si pones seguidas todas las pollas que se ha tragado llegan desde el mojón cuatrocientos de la viña de las Chas hasta el kilómetro cero de la Puerta del Sol, no añadían que a todas esas pollas las había hecho felices, un bálsamo para no pensar en el vacío de sus vidas, para muchos lo mejor que les había ocurrido, en mi vacío particular, el que me había proporcionado el nombre de Ausencio, tubo hueco, gigante altísimo, fuego ardiendo, era un consuelo al que me aferraba con esfuerzos de náufrago, es bueno hacer el amor, se conoce la gente, te conoces, no piensas en lo que te obsesiona, olvidar a Olvido, matar a mi padre, se portó la señorita Cela Trincado acariciándome la quemadura, «vamos, no pienses en nada y goza el momento», lo más probable es que me dejara matar en la noche del wolfram, sería una solución.

– Las hay indiscretas.

Los suaves golpes en la puerta del dormitorio resonaron en mi interior como cañonazos, me devolvieron el contacto de su carne, se deslizó por debajo de mi vientre y atendió la llamada, el negocio es el negocio, la contemplé desnuda, de espaldas, atendiendo al mensaje con la puerta apenas entreabierta, y me pareció más faraona que nunca.

– …cuando la Loli le sirvió el segundo coñac doble se le quedó frito tocándole las tetas.

– No es al primero que le da un pasmo cabalgando a una chica, acostadle y avisad al médico.

– De pasmo nada, frito, está muerto.

La Faraona se volvió hacia mí con cara de funcionario.

– Se ha muerto don Ángel, ¿no es nada tuyo?

– Nada.

Un vacío absoluto, yo no maté a mi padre, no hubiera podido matarle lo mismo que no podría olvidar a Olvido.

– Creía…

– Pero lo que te cueste el arreglo y llevarlo a Cacabelos lo cargas a mi cuenta.