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Capítulo 30

Los lugares privilegiados emiten un magnetismo especial que, según cálculos esotéricos, se acentúa en víspera de acontecimiento, y ese efluvio debía de ser el que inundaba sierra Bimbreira, si los animales lo percibían de forma extraña -las gallinas andaban estreñidas, los gatos perdían el celo, los perros ladraban al vilano y los jabalíes destrozaban bancales de patatas sin tener apetito-, los hombres no se extrañaban menos. Va a cambiar el tiempo, pronosticó alguien por no callarse, consciente de que el fenómeno era otro.

En Cadafresnas, Prisca culpaba de su mal humor y abstinencia a Jovino, llevaba varias noches sin dormir en la fonda y la cama se les hacía ancha al trío restante, a Celia le entró vergonzosa y se ajustó el camisón de castidad, Eloy echó la culpa de su nerviosismo al insomnio de las dos mujeres. En el bar la gente discutía por un quítame allá esas pajas y para colmo apareció don Paco González con el geólogo de León, menos simpático que de costumbre, él, que siempre se hacía el dicharachero para caer bien, «un coñac, rápido». Desgarró la malla del Terry para servirle con garantía de origen.

– ¿Qué va a pasar, señor Francisco?

– No lo sé, pero hay tíos que se apuntan a un bombardeo.

– Será la necesidad.

– Será, pero que Dios les dé una hora corta.

Sin duda se referían a temas diferentes.

– En cuanto llueva se pasa, estoy seguro.

En el valle del Oro, Manuel Castiñeira, el Puto, se extenuaba en largas caminatas por entre los roquedales, con la fatiga física quería quitarse de encima el hormigueo que no le dejaba dormir, presentía que había llegado su hora y el presentimiento le atemorizaba, su hermano murió de muerte natural, cuando le meten a uno un tiro en los sesos lo natural es morirse, pero antes le hizo un regalo, no me pillarán vivo, no soportaría una nueva paliza, tiró de revólver.

– ¡Quítate del medio o te liquido, hijoputa!

El sacamantecas era bicho de cuatro pies, la loba recién parida le miró con desprecio e indiferencia, dio media vuelta sin hacer caso a la amenaza y se alejó digna, colgándole las tetas.

– La próxima visión será la buena.

En Oencia, los reunidos en el bar de Sandalio discutían la circunstancia desestabilizadora, el tabaco mustio, el vino agrio y los naipes sin ánimo de puja.

– Es la electricidad, hay mucha electricidad en el ambiente.

– ¿Qué dice tu estación meteorológica?

– Que va a llover.

Se trataba de un higrómetro de capuchino, el fraile señalaba con un puntero en una columna el pronóstico del tiempo, su delicado mecanismo interior era una tensa tripa de gato.

– Acierta como la cometa de Ancares, si se agita, viento, si se moja, lluvia.

– Pues me costó quince pesos.

– Algo habrá que hacer.

– Y pronto, Carín el de Quilós ha desaparecido y eso no me gusta nada, algo traman.

Pepín, el Gallego, le había comprado la Sarasqueta de dos cañones y llaves ocultas a Tibur y ansiaba estrenarla.

– En cuanto le vea al ojitos de mago le tiro a dar.

– Sólo si ocurre lo que me temo, muchacho.

En Cacabelos, en el casino provisional regentado por el Macurro, Gelón, heredero de don Ángel, ahogaba sus penas en un malvasía gran reserva Guerra del año cuarenta, mayorazgo por responsabilidad, pero sin derecho a la exclusiva, se enfrentaba al dilema de malvender la farmacia o estudiar la carrera para conseguir el título de licenciado dentro de la moratoria que la ley daba, a sus años todo un trago. Se lo dijo al guardia civil.

– …y no puedo, hay mucho efluvio pernicioso, mucho.

– Cuando eructas, no te digo, es el alcohol.

– Qué sabrás tú, ¡bebe, la vida es berebere!

Jacinto trataba de disuadirle de lo gratuito de la melopea, le tenía ley a los Sernández, el padre le quitó la solitaria con un sencillo truco, tras el purgante deponer sobre un vaso lleno de agua tibia, el parásito escapa del medio tóxico intestinal y hunde la cabeza, ahí está el quid, en otro medio cuya temperatura le es muy agradable, no sabía nada el recién finado.

– ¿Por qué bebes, di, por qué bebes así?

– Bueno, por dos motivos, el primero porque me gusta, el segundo, ¡qué cojones!, y el tercero te lo estoy explicando pero no lo entiendes.

Jacinto se dio por vencido, de uniforme no podía alternar con borrachos, «adiós y suerte», él jamás heredaría nada, ni siquiera deudas, de buena gana colgaría la ropa si tuviera otro oficio del que colgarse.

A Olvido los efluvios magnéticos se le coagularon en el estómago, un caso de conciencia imposible de digerir, había llegado a la finca del camino de Carracedo jugando al escondite, acarició al pointer, disfrutó curioseando libros, cuadros, el piano de cola, la foto de Maude, la puerta que no se atrevió a abrir del recinto prohibido de la radio, y cuando llegó el señor White, siguiendo el juego, se refugió en el desván, en la pequeña habitación que le habían reservado a espaldas del propietario, el Inglés no debía sospechar de su presencia en la casa, al menos de momento, y al desván no subía nunca, era el territorio de Carmen, la Pesquisa, frutas, embutidos, ropa tendida, si no circulaba de forma imprudente por un entarimado que delataba el menor traspiés no habría problema.

Pasó horas muertas en el pequeño cubículo esperando a Ausencio, mirando por el ojo de buey el desfile de las nubes sobre la hermosa tierra cultivada, los dos melocotoneros más bellos del mundo, enamorada e indecisa, si pudiera ser tan contundente como Carmen, si te lo propone, niña, lárgate con él, en la vida el amor es lo único que cuenta, si no tuviera tantos escrúpulos, si por fin llegara y de improviso, al oír su voz, perdió la cabeza.

– ¿Estás ahí?

Abrió Ausencio la puerta del camarote y Olvido no se pudo contener, el instinto arrasó, como un huracán arrasa las débiles cabañas de paja, los reflejos condicionados de una educación pudorosa, débiles construcciones por cuanto no se está de acuerdo con sus cimientos, se lanzó a sus brazos, con el impulso chocaron sus rostros haciéndose daño ambos, perdiendo el equilibrio, cayeron sobre la cama turca que amenazó con ceder.

– ¡Mi amor, mi vida!

– ¡Mi aire!

Cuando se le acabó respiración y beso y tras el inevitable reflejo de estirarse la falda, quedó a la espera de saber por qué había sido tan dulcemente secuestrada.

– Contrólate, Olvido, tengo que hablarte.

– ¿Controlarme? El amor es planta espontánea, no de jardín.

– A veces es mala hierba…

– Que siempre crece al borde de un precipicio.

La muchacha divagaba alegre, el joven preocupado. Y soy hijo perdido, sin salir de madre, como un río que sigue creyéndose su fuente. Y el amor me aconseja la piel como una esencia untada, como un tacto que ignora su materia.

– Menudo precipicio. ¿Tenemos derecho a cometer errores, a correr riesgos, a querer vivir nuestra propia vida?

Seguían con las manos entrelazadas y Olvido se alarmó de la frialdad que notaba en las de su compañero, las de alguien a punto de desmayarse.

– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

– No mucho, es terrible.

– No me asustes.

– Tu padre ha muerto.

– ¡No!

Olvido hundió su cabeza en el pecho del hombre en un gesto melodramático de novela rosa, como suelen ser los impulsos sinceros que no han tenido mejor aprendizaje.

– Lo siento, es terrible.

La muchacha no fue consciente de su egoísmo hasta mucho más tarde, de momento el dolor por el padre se confundía con el cúmulo de dificultades que provocaba con motivo de los funerales, de descubrirse la huida del colegio, de imposibilitar cualquier otro plan, estaban cogidos en su propia trampa.

– ¿Qué podemos hacer?

– Tengo que subir a la peña, voy a dar un golpe definitivo.

– Me da miedo, no subas, no nos hace falta.

Le miró a los ojos y supo que no podría disuadirle, reflejaban una decisión tan inexpresiva y sólida como una plancha de acero.

– Si quieres hacerte rico, sube a la peña, dicen, pero mucho me temo que la riqueza, sin ti, no me sirve de nada, Olvido.

– ¿Por qué dices eso? Estoy dispuesta a todo.

– Tendrías que dar un paso más allá de todo.

– Contigo…

– Escucha, Olvido, júrame que lo que te voy a decir no se lo repetirás ni a tu madre. A tu madre menos que a nadie.

– Te lo juro.

– Don Ángel también era mi padre.

– No, imposible, imposible…

La habitación se volteó como un dado en el cubilete por más que la alfombra no se desprendiera del techo y el cable de la lámpara no perdiera su verticalidad en el suelo, la habitación giró loca mareándola hasta la náusea, tenía ganas de vomitar, pero ni siquiera le salían las palabras.

– Por favor, despierta, ¡despierta!

Reaccionó con el tortazo.

– No puede ser verdad, no quiero que sea verdad, dime que no lo es.

– Ojalá no lo fuera.

– No puede ser verdad porque si lo fuera nosotros seríamos hermanos y los hermanos no se quieren como nos queremos nosotros.

– Somos hermanastros.

– Tampoco somos hermanastros, somos novios y nos casaremos si tú lo quieres así.

– Qué más quisiera yo, a los primos los casan con una dispensa del Papa, a los hermanastros…

Olvido volvió en sí, a la realidad, tras un silencio de hielo y azufre, el obstáculo era insuperable.

– ¿Te das cuenta? Es terrible. No podemos casarnos, sería el pecado más siniestro del mundo.

– Si no se lo decimos a nadie…

– Sería el mismo pecado, peor todavía.

– Pero yo te quiero, Olvido, te quiero aunque seas mi hermana y te querría aunque fueras mi madre.

– No lo digas, es una blasfemia, me da miedo.

– Es la verdad.

– Me da miedo y sin embargo yo también te quiero y quiero vivir contigo, eres mi vida.

– Para la ley el que alguien quiera vivir su propia vida es una circunstancia agravante, como la alevosía, maldita sea.

– Podríamos vivir juntos, como hermanos.

– Eso es una estupidez.

– ¿Qué va a ser de nosotros?

La pregunta se le quedó flotando en el alma como la falsa nieve que encierran en una bola de cristal, de pisapapeles, el mismo peso muerto, ya nada volvería a ser como quisieron que fuera, horas enteras mirando por la ventana circular el paso lánguido de las nubes, sin poder consultarle a la pragmática Carmen, se sabía el consejo de memoria, mira, niña, más vale un gusto que cien panderos, lárgate con él, condenada irremisiblemente a uno u otro infierno porque infierno era el vivir sin la esperanza de más abrazos, de más caricias, de poderse hundir en su pecho como había sucedido antes de la feroz noticia, y sabiendo que jamás podría desarraigarle de su corazón, las dificultades no hacían más que avivar el fuego que la consumía, fuego perenne por verdadero e insatisfecho, su león emplumado se asomó por un instante a la ventana, les sonrió al verlos juntos, entrelazados como las ramas de los melocotoneros del huerto, pero al oír la palabra tabú, hermanos, voló lejos, las alas abiertas al viento los bañaron con su trasluz áureo, pero fue un instante, se acabó, no podía asumir tamaño pecado, no se lo perdonaría ni la manga ancha de don Desiderio, su existencia carecía de sentido, mejor morir, sí, morir es la solución.