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Trabajábamos con prisa y sin pausa en el útero grávido de La Meona, la acción era el motor que me sostenía, la acción por la acción tenía un significado propio que obviaba las demás explicaciones, me hubiera vuelto loco de seguir recapacitando sobre las consecuencias del repentino hallazgo e inmediata pérdida de mi padre, de la sorprendente relación de parentesco en que me había colocado con respecto a Olvido, todos mis planes se habían truncado menos el del wolfram y en él estaba dándole al picachón con todas mis fuerzas centuplicadas por la rabia, lo que de allí saliera serían mis únicas señas de identidad, un dinero o un cadáver, dos opciones tan inútiles como las huellas dactilares, pero a ellas me atendría, mejor no pensarlo, las reducidas dimensiones de la cueva y el continuo esfuerzo me hacían sudar copiosamente, más que fatiga sentía una difusa claustrofobia similar a la que sufrí bajo la escalera de la botica, el mismo enemigo rondando por el exterior supongo me influiría, estaba acostumbrado a trabajar al aire libre y me gustaría hacerlo a mar abierto, pero lo de enterrado vivo me crispaba, estábamos en una auténtica mina, golpeaba yo en las tres vetas y el mineral se desplomaba rodeado de cuarzo, no se molestaba demasiado Villa en desmigarlo, era un destajo feroz el que nos habíamos impuesto, Jovino picaba en el nódulo y lo que caía era todo negro, todo flor, wolfram puro, con un compresor y martillos neumáticos hubiera sido el acabóse, sentía los riñones tirantes y el resuello flojo pero, a pesar del enclaustramiento, podía continuar así por toda la eternidad mientras el tumor que operábamos no desapareciese, el esfuerzo del trabajo me evitaba cualquier otra consideración, incluso la del gemir de las entrañas horadadas, amenazantes gruñidos, de vez en cuando un espolvorearnos las espaldas presagio de un derrumbe inevitable que no podíamos calcular en el tiempo ni perderlo entibando, no hay fortuna sin riesgo y el que me fuera la vida en el envite casi me alegraba, se acabarían los problemas, nos consolábamos con generosos tragos de la bota, vino y gaseosa para que su estímulo no se nos subiera a la cabeza, lo teníamos todo previsto, hasta lo que hacer en caso de desastre.
– Con sangre fría y mala baba.
Trabajábamos a la luz del petromax, un invento, con una gruesa lona en la bocamina para apagar así su resplandor evitando pistas a los visitantes inoportunos. Sonó sobre la lona el repique de una copita de ojén.
– ¿Para?
Los viajes de subida y bajada los hacían los dos en peor forma física, el de Paradaseca por no haberse recuperado de la quemadura y Carín por faltarle una mano.
– Al que Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.
Era el santo y seña, signo inequívoco de que cada uno de nosotros estaba dispuesto a asumir su propio destino.
– Hay novedades -entró con la cara tiznada de carbón-, me parece que me siguen.
– ¿Y has venido directamente aquí, so imbécil?
– Creo que le he despistado.
– Joder con el creo.
– Estoy seguro.
– Del sudario si te equivocas.
Se impuso el toque de queda, detuvimos la faena, apagamos la luz y Jovino se adelantó de escucha a la trinchera natural que defendía la boca de la cueva, los demás nos quedamos dentro conteniendo la respiración y mirando por una rendija de la lona, preocupados como una actriz en noche de estreno cuando espía a través del telón el número de espectadores, se hizo un silencio absoluto, hasta los ruidos del bosque se contuvieron, pasaron muy largos minutos, la figura de un hombre apareció ante nosotros, la noche era tan oscura que no le vimos hasta no estar prácticamente encima, mejor dicho, debajo, el pulso se me agitó como en el frente, en otras noches de guardia que no quería recordar, iba armado con un rifle y caminaba con pasos cautos pero continuos, enfiló por debajo de las rocas en que se escondía Jovino con su Bayard amartillada, apuntándole, la guerra podía comenzar de un momento a otro, voló una lechuza y la maldije, no podían verse, pero si se rascaban la nariz seguro que se oirían, estaba tan próximo a Jovino que éste hubiera podido tirarle de los pelos con tan sólo alargar el brazo, contuve las ganas de una tos nerviosa, el hombre siguió avanzando en busca de su objetivo, perdiéndolo, hasta desaparecer en las sombras, me tomé mi buen tiempo para carraspear bajo y profundo.
– Chist.
– ¿Le has reconocido?
– No. Pero si no era del Gas me la corto en rodajas.
– Silencio, coño.
Que formaba parte de un grupo no nos ofrecía la menor duda, el lobo estepario camina con otra zanca, cuántos eran y si había más de un grupo era harina de otro costal, seguimos allí, quietos y silenciosos, dándonos un margen de seguridad, a la espera de Carín, la noche era la más negra del mundo, favorecía nuestro interés en pasar inadvertidos como si la hubiéramos elegido a propósito, alguien había comentado lo de se ve menos que en una batalla de negros en un túnel a las doce de la noche, por una libreta de chocolate remató otro, y era verdad, me volvieron las ganas de toser y me contuve pellizcándome la garganta, era una estupidez, la tos se difunde por simpatía como ocurre en misa o en el cine y se forma un concierto de manda madre, mi madre, tampoco quería pensar en Vitorina, la inactividad manual me traicionaba, no quería pensar en nada, para ocupar las manos desenfundé la pistola y me entretuve acariciando su familiar relieve.
– …san Pedro se la bendiga.
También apareció Carín como nacido por generación espontánea, gesticulaba nervioso contándole algo a Jovino en voz tan baja que no le alcanzaba a oír.
– Vosotros esperad, quietos.
Me deslicé hasta la pareja.
– ¿Qué?
– Le han disparado.
– Hay la tira de gente pululando por el monte y no van de fiandón, te lo aseguro.
– ¿Cómo fue?, cuenta.
– Fue ahora, de regreso, a un kilómetro de la herrería esquivé a uno de la Benemérita y a mitad de camino a otro de paisano, poco después vi una sombra y zas, sonó como la Sarasqueta de Pepín, silbó entre las orejas del mulo y el Pancho se portó, ni se inmutó, nos agazapamos en una madriguera un buen rato y luego arre, hasta aquí.
– Pues no oímos nada.
Sonó un tiro lejano.
– Ahora sí, perdigón lobero y con lupara, seguro, esos cabrones están cercando no saben qué y provocan la respuesta.
– No hay que contestar hasta que no sea absolutamente necesario.
– Lo que hay que hacer es romper el cerco antes de que se solidifique -comenté con un impulso muy concreto-, voy a bajar con Pancho, cargádmelo a reventar.
Prefería el aire libre, morir a la intemperie me evitaría la claustrofobia y el recurrente vicio de pensar, el miedo no contaba porque mi cuota de felicidad era mínima, el enfrentarme a enemigos de carne y hueso sería un buen desahogo y encima saldría bien librado, la suerte sonríe a quien la desprecia.
– ¿Qué hora es?
– Las cuatro.
– No nos sobra el tiempo, esto hay que liquidarlo antes del amanecer, compadre.
– Se armará un zafarrancho del carajo, podéis aprovecharlo para pasar cargados a tope y…
– Y atenernos a lo dicho.
– Vale.
Mientras me tiznaba la cara con un corcho quemado, para evitar reflejos de luna ausente, quise despedirme de Carín, la revelación de don Ángel había trastocado demasiadas relaciones familiares, no era mi hermano de leche sino mi hermanastro, parentesco que por mí no sabría jamás.
– Si me pasa algo despídeme de Vitorina, la mitad de mi parte para ella, la otra mitad para Olvido. Cuídala. Perdona, ya sé que lo harás, es tu madre, pero cuídala también de mi parte.
Todos nos habíamos constituido en albaceas de la posible herencia de cada uno de nosotros.
– Cuídate tú, hermano. Suerte.
Me estremeció su abrazo porque jamás me había llamado así, hermano, si me hubiera llamado impostor me hubiera hecho el mismo efecto, y es que la ternura no se improvisa.
– Adiós, Ricardo.
Nos clausuró Jovino con su proverbial optimismo.
– No pasa nada, dentro de un par de horas todos salvos en lo de Mayorga.
Caminaba cuesta abajo, paso a paso, fiando el camino a una extraña intuición inteligente de la que ignoraba su procedencia, el instinto de Pancho me confirmaba la ruta, un animal extraordinario en más de un sentido, el único de su especie capaz de dejar preñada a una yegua, así le ganó el Mayorga padre una apuesta al dulzainero de Meleznas, todo en aquella noche era extraño y extraordinario empezando por la oscuridad cósmica en que nos desenvolvíamos, caminaba por un paisaje entenebrecido anterior a la creación divina, ni estrellas ni sombras, oscuridad absoluta, las piedras, los árboles, el relieve entero había que adivinarlo, la maleza se enredaba en los pies y las hojas de los castaños rozaban la cara con sensaciones telúricas, un arrebato mitológico y sin embargo el problema real con el que me enfrentaba era de lo más rupestre, llegar a la herrería, cuando despejaban los tramos de castaños, robles, nogales o lo que fueran, nada se distinguía en aquel luto infinito, cruzaba una pradera y me besaban el rostro con tétrico consuelo labios que suponía copos de niebla baja, una noche para un verdugo, lo malo es que no sabía si el verdugo era yo mismo o la figura humana que inevitablemente saldría a mi encuentro, las figuras las adiviné antes de que me vieran, mi instinto funcionaba como el de un iluminado.
– ¡Allí!
Cuando dieron la voz de alarma y dispararon a discreción ya había efectuado yo mi único disparo, la Super Star brincó dócil al impulso de mi índice, dale, dije, y le dio, estaba seguro por más que no me detuve a comprobar su caída, si no se ha disparado una pistola la súbita vida pulsátil del instrumento letal, la rapidez con que se mueve en la mano, como un lagarto sobre la roca, siempre te pilla de sorpresa, era la primera vez que tiraba a matar con un arma corta, en la guerra, por fortuna, no había llegado a ser alférez y en consecuencia la sorpresa me tocó en cuanto a su eficacia, corrí como un desesperado sin soltar el ronzal de Pancho que me secundó con ganas, nos precipitamos por un monte bajo, al tacto supuse urces, imposible localizar sus flores rosadas, y recé para no tropezar con ningún plantón de los quemados por los paisanos pues las varas que deja son firmes y afiladas como lanzas, a la velocidad con que tratábamos de huir a mí me hubieran atravesado de parte a parte por el ombligo y a Pancho abierto por la barriga, no ocurrió así y pudimos hundirnos en una vaguada, tumbé al mulo acariciándole el belfo para tranquilizarle, para recuperar mi sangre fría, y me parapeté entre su cuerpo sudoroso y una de las alforjas, sangrábamos por numerosos arañazos pero eso era todo, ni siquiera habíamos perdido un saquete de wolfram, calma, tenemos que dejar pasar un tiempo razonable hasta que abandonen la pista y vuelvan al cerco inicial, claro que podían volver todos menos uno, pero ése era el menor riesgo a correr, ¿y mis compañeros?, ¿les serviría de algo mi estampida?, la escaramuza se devaluaba en puro egoísmo, es lo que ocurre cuando se fanfarronean promesas que no se pueden cumplir, Olvido vino a consolarme, se asentó en el recuerdo mientras yo permanecía más inmóvil que una mancha de liquen.
– Escucha, Olvido, júrame que lo que te voy a decir no se lo repetirás ni a tu madre. A tu madre menos que a nadie.
– Te lo juro.
– Don Ángel también era mi padre.
Una revelación terrible y estúpida, quien no se lo tenía que haber dicho a nadie era yo y a ella menos que a nadie, podía haberla engañado, con callarme la boca y si no me lo dijiste porque no me preguntaste, asunto resuelto, pero no se puede asentar el amor sobre una mentira, sobre el pecado sí, debería sobreponerse a la superstición religiosa del infierno y a la biológica de los hijos te nacen tontos, la primera con raciocinio, la segunda con no tenerlos se acabó, me volvería loco si seguía pensando en ella.
– Podríamos vivir juntos, como hermanos.
Después de catar el sabor de su piel imposible, quería poseerla, era el broche de todo amor y mi deseo nada tenía que ver con la cínica expresión del bueno de Jovino, las pasiones eternas duran una noche y a veces ni eso, un polvo y basta, mi amor sí era eterno, pero debería ceñirme a lo que estaba, ni siquiera yo había roto el cerco, lo intuí, me asomé por entre las orejas de Pancho y lo confirmé sin necesidad de verlo, al otro lado de la vaguada un bulto me cerraba el paso, paciencia, a ver quién engaña a quién.
– ¿Qué va a ser de nosotros?
No se lo decimos a nadie, nos casamos y en paz, y si te preocupa el sacrilegio nos amontonamos y en mayor paz, eso debería haberle dicho y no el hipotético aguárdame, si regreso con vida decidiremos, me quería pero jamás tomaría una decisión tan radical y en contra de sus principios, me lo confirmó en la despedida, se negó a darme un beso, nos quedamos juntos, tan próximos y lejanos, debería concentrarme en el rumor de la fronda, el aire restallaba con los latidos de mi corazón, no podía localizarle pero estaba seguro, una persona estaba al acecho, aguardándome, mi instinto privilegiado en razón del absurdo de la noche no me podía fallar, sin embargo no delató la presencia de quien me susurró por la espalda:
– A quien Dios se la dé…
– Si no llegas a decirlo te vuelo la cabeza.
Lo dije sin caer en la cuenta de que hubiera sido él quien me la hubiera volado, era Villa, por eso no funcionó mi privilegio, por innecesario con los amigos, su aspecto era lastimoso, una máscara horrible la del tizne corrido por sangre, sudor y quizá lágrimas, puede que la mía fuera igual de truculenta, Villalibre de la Jurisdicción era un nombre absurdo, pues no indicaba de qué leyes estaba exento, decían que de los diezmos del abad de Carracedo, tan absurdo como que reflexionara sobre el nombre de un pueblo en tan anómalas circunstancias mientras él trataba de contarme lo sucedido, le fallaba el aliento.
– Nos rodearon los del Gas… localizaron la cueva y se organizó un tiroteo de puta madre… ríete de lo de Belchite… menos mal que los atacaron por la retaguardia, eso es lo raro, otro grupo, un error, vete a saber… calculo que no más de un pareja y no de civiles precisamente, que esos cabrones están de su parte… lo aprovechamos para salir de najas.
– ¿Ha caído alguien?
– Que yo sepa no, se quedó Jovino…
La tierra se agitó bajo nuestros pies, acto seguido la explosión sonó como una bomba de treinta kilos y nos ahorró la conjetura de por qué se había quedado Jovino en la cueva, La Meona con el secreto de sus cofres volaba por los aires, quien venga detrás que arree, habría murmurado al encender la mecha, los negros nubarrones reflejaron por un instante el fogonazo, luego la oscuridad se atenebró aún más si es que eso era posible, pero algo vibró en la húmeda atmósfera anunciando el peligro del amanecer con el asustado aleteo de los gorriones, no podíamos regalar más tiempo al equipo contrario.
– Ahí enfrente hay alguien, voy a por él.
– Te cubro.
– No, aprovéchate y baja hasta el río.
Salí con paso tranquilo tirando del ronzal de Pancho, junto con su agrio sudor lancé una mirada al bulto obsesivo y vibrátil que resultó, en efecto, pertenecer a un cuerpo humano, sus brazos levantaron el arma haciendo puntería, pero ya mis ojos, espejos sin azogue, habían absorbido su luz haciéndole ver lo primero que pasó por mi imaginación, cualquier cosa como ocurre cuando se contemplan las formas caprichosas de las nubes, un rostro de mujer o un animal dantesco, la siniestra boa se deslizó entre mis piernas encarnando el absurdo nocturnal en que vivíamos, había perdido sus colores brillantes y era un tubo infinito, negro, fétido y elástico, manguera recauchutada perdiendo petróleo, tinta de calamar, roturando el paisaje con sus infinitas patas se dirigió al bulto ya inequívoco, contuve la carcajada, era Pepín, el Gallego, el de la navaja cabritera, una vez más sometido a mi encantamiento, maleficio en el que ni yo mismo creía, no pudo reaccionar, le apreté la garganta y sus pupilas reflejaron más que miedo el asombro de enfrentarse tantas veces a lo inverosímil, hubiera podido estrangularle pero le dejé sumido en los anillos de la constrictor, no soy un asesino, seguí mi cuesta abajo tirando del fiel Pancho.
– Ánimo, ya falta menos.
Descubrí la silueta de la herrería, el barracón adjunto, el carro auxiliar de la barcaza y comprendí que, por desgracia, al riguroso luto de la noche le llegaba el alivio del amanecer, también descubrí la silueta inconfundible de tres o cuatro tricornios, no sé si los mulos corrientes pueden ir a galope tendido, Pancho sí, le azucé y volamos hasta el porche trasero en donde se almacenaba el mineral bajo el camuflaje de chatarra, una acción tan rápida que ni siquiera sonó un tiro.
– ¿Cómo estás?
Me lo preguntó Laurentino con el rostro desencajado, «bien», y dirigiéndome a Villa, detrás, sentado, recuperándose:
– ¿Y los otros?
– No lo sé, no han llegado todavía.
– ¿Habéis visto a los civiles?
– Son el Mediocapa y su mariachi -al Mayorga hijo le temblaba la voz, cualquiera sabe si de ira o espanto-, esperan que carguemos para echarse encima.
Por eso no me han disparado, deduje.
– ¿Han descubierto los Ford?
– Al de aquí, seguro, al del otro lado supongo que no.
– Bien. ¿Está René?
– Acojonado.
– No creo, es un veterano.
Entramos a la breve forja, René estaba comiendo un bocadillo con la parsimonia y buen apetito de costumbre, eso me tranquilizó. Expuse el plan de emergencia:
– René y Villa, vais a servir de cebo, hacéis una falsa carga en el Ford de este lado y salís zingando a todo lo que dé, tratarán de deteneros pero que lo hagan lo más lejos posible, eso nos despejará el campo, como no lleváis un kilo de wolfram tranquilos, de todas formas procurad que os sigan sin cazaros, como si fuerais a La Coruña y hasta que se acabe la gasolina.
Como previsión de fondos les di un fajo de cien sin capar, pero me sentí roñoso, ¿no íbamos a ser millonarios si la cosa salía bien?, añadí otro de mil, si la cosa salía mal de poco nos iban a servir los billetes sobrantes, el estímulo fue inmediato, se lo noté en la cara.
– ¿Y cuando se acabe la gasolina?
– Encerráis el camión en un garaje y os evaporáis unos cuantos días, si todo va bien la semana que viene se lo devuelve René al Arias, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, sí, otra cosa es que salga la carambola.
– Venga, por pelotas que no quede.
Abandonamos todos la forja, ellos por la puerta principal, Laurentino y yo por la trasera que daba al Sil, nos dimos de bruces con Jovino, pálido, goteando sudor por las cejas, la suerte para quien la trabaja, nos fundimos en un abrazo y sin decir esta boca es mía nos pusimos a cargar la balsa. Oímos el motor de cuatro cilindros intentando ponerse en marcha, el corazón se me paralizó, estará frío y es cuestión de segundos el que les echen el guante, un nuevo intento fallido, nos miramos como tres estatuas incapaces de bajar del pedestal, gritos, altos, carreras, el motor aceleró poderoso, un tiro al aire, el motor no se detuvo y el camión arrancó, su reconfortante sonido se fue perdiendo hacia la nacional seis y nosotros reanudamos la carga.
– Por poco la pringan.
– Calla.
Nos despedimos de Laurentino con un fuerte apretón de manos, quedé con Jovino notando en las oscuras aguas del Sil, la sensación de soledad se acentuó con el silencio, tan sólo el rumor de las hojas de la chopera, los pájaros y las ranas, después un gallo en un corral lejano y las primeras claridades del alba todavía muy al este, empujaba la pértiga y el suave deslizarse de la madera sobre el cauce fluvial me hizo añorar el sueño de un viaje imposible con Olvido cruzando otras aguas más anchas, saladas y azules, el mar me atraía como símbolo de la libertad absoluta, en su acogedora grandeza no cabía la nimiedad del problema de un apellido, los dos a solas en una balsa a la deriva en una eterna luna de miel, náufragos de por vida, pero juntos.
– Conduce tú, estoy agotado.
Mal tenía que andar Jovino para reconocer un desfallecimiento, me preocuparon su palidez y sus pocas ganas de hablar, trepé al volante y le abrí la portezuela, subió con cierto esfuerzo arrastrando la pierna izquierda, suspiré, la suerte estaba echada, abandonábamos el infierno, pero no hay que nombrar a la suerte en vano, la prueba es que en ese preciso instante, rompiendo el esquema previsto, en el interior de la herrería sonó un disparo de revólver.
– ¿Qué ha sido eso?
– ¡Vámonos!
Arranqué y el Ford sonó a la seda, por algo había elegido el LE-4082, salimos del sombrajo, atravesamos la cuneta y sus ruedas pisaron el asfalto. Amanecía.