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Capítulo 33

Las dos filas de negrillos a ambos lados de la carretera, con sus cinturones de cal, constituían una pista por la que deslizarse sin demasiados problemas de conducir, lo malo era el sueño, cómodamente sentado, hacía un siglo que no me sentaba y con el cuerpo en reposo, la flojera se adueñó de mí de forma traidora y golosa, frente al sueño me sentía un héroe invencible al que ya han derrotado y poco le importa su dignidad sin testigos, Jovino se había derrumbado en el asiento del ayudante incapaz de prestarme el auxilio de la charla, traté de provocarle.

– No seas flojo, cuéntame algo.

Ni caso.

– ¡Canta!

– ¿Qué dices? Estoy jodido.

– Canta o me duermo.

No me contestó, en su rostro pétreo la fatiga dulcificaba peligrosamente sus duras facciones.

– ¿Qué te pasa en la pierna?

– Me sacudió un galgo en la rodilla cuando volé La Meona, me voy a quedar cojo.

– Canta o me duermo, coño.

Guardó silencio y los ojos se le cerraron, tenía que dolerle un huevo lo de la pierna, confié en su resistencia, otro no resistiría el viaje, puede que no me ayudara mucho en ese estado, pero no iba a ser un estorbo.

– ¿Cuánta pasta calculas que llevamos ahí detrás?

Eso pareció interesarle.

– Difícil de calcular, más de un millón y menos de dos.

– Si fueran dos…

Ningún comentario, a mí también se me bajaban las persianas, para evitarlo me froté los párpados con saliva, un efímero consuelo.

– ¿Qué ha sido de Carín?

– No lo sé, le perdí la pista cuando me sacudió el galgo, creo que perdí el conocimiento, no le he vuelto a ver.

– ¿Habrá muerto alguien?

– Morirán dos si no conduces con más cuidado.

Por el retrovisor vi volar las plumas de mi víctima, cuanto más madrugadora más tonta es la gallina.

– Pues cántame algo, coño, distráeme.

– La Madelón es bella y complaciente…

Lo hizo con entusiasmo de canción de cuna y claro, se durmió, lo del sueño no lo teníamos previsto, me froté las sienes convencido de la inutilidad del esfuerzo, me pellizqué los labios, no sabía qué era más peligroso, si seguir en estas condiciones o no poner más kilómetros de por medio, unos dedos suaves me masajearon la nuca, crujieron de gozo las vértebras de mi cuello, me relajé, parecía un milagro pues no la había visto llegar, Olvido se sentó a mi lado, mojó su pañuelo en colonia y me despejó la frente, no te preocupes, mi amor, yo te mantendré despierto, conduce, la palabra amor me hizo sentirme en la gloria, me seguía queriendo a pesar del común Sernández que estrechaba nuestro parentesco a costa de separar nuestro deseo, te quiero, Olvido, no te separes nunca de mí, ¿por qué iba a hacerlo, mi amor?, nada ni nadie logrará separarnos, el obstáculo es legal y si no figura en ningún registro es que no existe, el amor incestuoso sigue siendo amor, no me había atrevido yo a tanto pero ésa era la solución, ¿qué papel se oponía a nuestro matrimonio?, la vida oficial se arreglaba a base de pólizas y ningún papel timbrado se oponía a nuestro proyecto, me inundó una felicidad absoluta, un descanso total, había cerrado los párpados y por un instante me dejé llevar por las delicias del sueño, fue la misma Olvido quien dio el grito de alarma, atención, nos estrellamos, me desperté con un violento giro del Ford, había soltado el volante y nos íbamos contra el tronco de un árbol, frené justo a tiempo para evitar el choque, no pude evitar el derrape, el roce del chasis, el síncope, Jovino se despertó de golpe, por poco al pie de la letra.

– Jode, petaca, qué manera de aparcar tienes.

– Me dormí.

– Pues duerme de veras, no podemos seguir así.

Estábamos cerca de La Bañeza, suficiente distancia, pensé, y si no es suficiente que lo sea, metí el camión por el rastrojo hasta una granja abandonada con un corral enorme con paredes de adobe, paramos en la opuesta a la carretera, un buen camuflaje, pasaríamos inadvertidos por no ser vistos o por suponer al vehículo con algún trajín de la finca, lo que sea sonará, me dije, no podía con mi alma, de inmediato nos dormimos porque Jovino también se durmió, traté en vano de localizar a Olvido, se había volatilizado, una hora después me desperté con agujetas, pero en relativa buena forma física, salvo los arañazos no tenía ninguna otra herida, estábamos ya metidos en pleno día, inmensos cúmulos de color panza de burra se desplazaban al impulso del noroeste, en cuanto aflojara el viento empezaría a llover, reanudamos la marcha.

– ¿Te duele?

– Sólo cuando me río.

Supuse no quería hablar de la pierna y así, por sostener una conversación, le comenté la muerte de don Ángel, no le llamaba padre ni en mis pensamientos más íntimos.

– Después de una vida de aristócrata tiene que resultar triste terminar en un sitio como El Dólar, para él una pocilga.

– Mira, es ley de vida, el que de joven come perdices de viejo caga plumas, ¿era algo tuyo de verdad?

– Nada.

– Pues entonces tranquilo, es ley de vida.

– Lo que me preocupa es la muerte, no la mía, la de los demás, estas últimas horas han sido terribles y me gustaría que no hubiera muerto nadie, por ejemplo Carín y Para, ¿qué habrá sido de ellos?

– Ése es el riesgo, listo, mira, en la plaza de mi pueblo un hombre vale su sombra y a veces menos, lo que llevamos atrás se merece el riesgo.

– Pon cara de proletario, tú.

– No les habrá pasado nada, tranquilo.

– Si me falla la representación agárrate donde puedas, les paso por encima.

En el cambio de rasante estaban los motoristas, seguí a la misma velocidad para demostrar mi confianza, los saludaría al pasar tan sonriente como pudiera, era un viaje normal y no tenía por qué no mostrarme amable, nada que hacer en ese sentido, ya estaban con la mano indicándome el arcén.

– ¿Qué carga llevan?

– Chatarra. Es de la Minero, de Ponferrada, para Fundiciones Castellanas, de Valladolid.

– ¿Le pasa algo a su amigo?

– Cansancio, estamos metiendo horas por un tubo.

– Está bien. ¿Tienen guía?

– Sí, claro, aunque con las prisas no sé, sí, aquí está, un momento.

Hice cálculos a la velocidad de la luz mientras simulaba buscar los papeles, dos fajos de cien, para un transporte rutinario sin guía era suficiente, si se los largaba de mil pensarían en algo excepcional y a lo mejor no tragaban, por honrados o por avariciosos, en cualquier caso un problema, dejándolo en el plano de la rutina lo veía más factible.

– Tome.

Cogió el dinero con la mayor dignidad del mundo, ni se molestó en contarlo.

– Bueno, vale, por una vez y por las prisas, que conste.

– Gracias.

Miré por el retrovisor, por si nos seguían, pero no, se quedaron allí, haciendo cosecha, solté un suspiro de alivio.

– ¿Sabes qué es lo que más me jode de estos tipos? La coña, la cara de cachondeo que ponen.

– Ya, disfrutan más que un tonto con una tiza haciéndotelas pasar canutas.

Antes de llegar a Zamora hicimos un alto en un sitio de confianza, en Venta Juanilla, lugar de reposo y encuentro de camioneros, necesitábamos recuperar el aliento. La dueña hacía años que había dejado de ser una graciosa y sensual Juanilla para convertirse en una sólida y menopáusica Juana, pero seguía igual de afable, no le sorprendió nuestro patibulario aspecto, al contrario, nos atendió solícita.

– Tengo un conejo encebollado que está diciendo comedme.

De joven no nos lo hubiera ofrecido.

– Pues dos de conejo.

Entramos en el servicio a lavarnos la cara y cambiarnos de ropa, había reservado la chaqueta nueva para el encuentro de altas finanzas, quizá fuera una imprudencia cambiarse allí mismo, pero resultaba tan cómodo que no resistí la tentación, la lana virgen sí que sorprendió a la patraña.

– Caramba, ahora pareces un señorito.

– Tú siempre pareces una reina, Juani.

El guiso era de buen paladar, lo regamos con un tinto de Toro que nos raspó confortablemente la garganta, pero no consiguió aliviar el sufrimiento de Jovino, le veía cada vez más pálido.

– ¿Te duele?

– No me lo vuelvas a preguntar, yo me lo quise, yo me lo ten.

– No será nada, ya lo verás.

– ¿Cómo nos deshacemos del bulto?

– Hago yo el trato, a cuatrocientas el kilo, ¿vale?, te quedas en el camión y a la media hora pasas por delante de la puerta, si no estoy te largas a toda pastilla… ¿podrás conducir?

– Aunque me quede sin pierna. Entrevístate con la pistola encima, ¿eh?, nunca se sabe.

Estaba llamando al timbre de las oficinas de Comercial Hispania, en la fachada principal, el depósito lo tenían en el callejón trasero, y me dio que algo no funcionaba como de costumbre, de momento el «pase sin llamar» era pura teoría, iba a insistir cuando me abrió personalmente don Antonio Díaz Diez del Moral, le vi con mala cara, con unas bolsas de cansancio cabalgándole las mejillas sin afeitar, sorprendido.

– ¿Cómo usted por aquí?

Pasamos al despacho y, en efecto, algo no funcionaba como de costumbre, no había oficinistas y las carpetas del fichero se extendían en desorden sobre su mesa, le había interrumpido la gimnasia burocrática. Se lo dije con mi tono de voz más solemne:

– Tengo una partida de excepción.

– Ya es tarde.

Me sorprendió el problema de horario en un negocio sin horas.

– Pero está abierta la tienda, ¿no?

– No me refería a eso.

– La mayor y mejor partida de wolfram que jamás haya existido, todo flor de cien unidades.

Hizo una pausa antes de contestar y la sorpresa de su extraña conducta dejó paso a un vago temor, en sus ojos no refulgía la avidez de otras veces sino cansancio, el hastío de quien ha mirado durante demasiado tiempo las mismas cosas y no da crédito a las excepciones, pero no era eso, volví a interpretarle mal.

– Los americanos no compran ya ni un kilo.

– ¿Y los ingleses?

– Son los mismos, ni un kilo.

– ¿Y usted?

– ¿Yo? ¿Para qué?

Algo que yo ignoraba se interponía entre nosotros, era una conversación absurda.

– Oiga, don Antonio, tengo ahí fuera una fortuna, el equivalente a dos millones…

– No valen nada, los aliados no compran.

Lo que fuera me atenazó la garganta, no podía irse por el retrete un negocio en el que me había jugado las entretelas, tiré de la cadena de los precios a ver qué pasaba.

– Se lo dejo a la mitad, a doscientas.

– Ni por la mitad, ni por un tercio, ni por un décimo de lotería, ¿pero no se ha enterado?, ¿de dónde sale usted?

– De una pesadilla, pero me parece que aún no estoy despierto del todo.

– Tome, lea.

Me alargó un periódico de Madrid, el Informaciones, en primera página y con grandes titulares, «cara al enemigo bolchevique, en el puesto de honor, Adolfo Hitler muere defendiendo la Cancillería». Me sentí desfallecer, no me atrevía a sacar la conclusión que de hecho ya estaba formulada, seguí con la letra pequeña: «un enorme ¡Presente! se extiende por el ámbito de Europa porque A. H., hijo de la iglesia católica, ha muerto defendiendo a la cristiandad… Pero Hitler ha nacido ayer para la vida de la Historia con una grandeza humanamente insuperable. Sobre sus restos mortales se alza su figura moral victoriosa. Con la palma del martirio Dios entrega a Hitler el laurel de la futura victoria sobre el bolchevismo…», seguían las incoherencias, no entendí nada salvo que nuestro negocio se iba por el desagüe si no actuaba rápidamente.

– ¿Por esto no compran los aliados?

– Exacto, ya no necesitan el wolframio, se acabó.

– ¿Me da el periódico?

– En el quiosco de la esquina tiene los que quiera.

Salí a la calle, Jovino me aguardaba con el motor en marcha, su rostro demacrado y la pata chula inspiraban la misma confianza que un chófer kamikaze.

– A la carretera por la que hemos venido.

– ¿Qué?

– A toda leche.

Su cara de asombro no mejoró con las explicaciones que procuré darle con una claridad que resultara también comprensible para mí, su sentido pragmático resumió el conflicto en una sola frase.

– Que no nos dan una pela.

– Ni el periódico.

– Joder con tu amigo, gasta menos que Drácula en crema bronceadora.

– Déjame conducir a mí.

– Vamos a la competencia.

Esto estábamos haciendo, en la primera plana del Informaciones rezaba un subtítulo, «el almirante Donitz, nuevo Führer de Alemania», de repente me había hecho germanófilo, que les dure la guerra hasta solucionar lo nuestro.

– Sí, hay que empaquetárselo a los alemanes.

Un paquete de varias toneladas de wolfram, en eso se habían convertido sudor, piel, dientes, semen, cartílagos, huesos, sangre, pelos y uñas de unos cuantos hombres, en piedras negras de mal agüero, no quería dejarme abatir por el desánimo, la germánica es una raza superior y sabrá resistir, sus uve dos todavía necesitan el blindaje extrarresistente a la temperatura que proporciona el wolframio, hasta ahí llegaban mis contradicciones, había luchado contra ellos y ahora los necesitaba, quien no resistió fue Jovino, le dio un mareo, tenía una fiebre de caballo y la pierna rígida, un viaje de vuelta y un dos de mayo inolvidables, la meteorología no era mi fuerte, arreció el viento y se puso a llover como si nunca antes lo hubiera hecho, apenas se distinguía la carretera, había tomado la de tercer orden porque no había de cuarto, no podía arriesgarme a un nuevo control, el sueño, la señalización se reducía a los nombres de los pueblos enmarcados en el yugo y las flechas, cinco direcciones caóticas indicando que por todos los caminos se llega a Roma, lo malo es que con tantos equívocos, vueltas y revueltas, termina dándote igual Roma que Santiago, el sueño, eterno dualismo de un destino cruel, lo que te da con una mano te lo quita con la otra, el destino me facilitó a toda prisa identidad y fortuna y con la misma rapidez inutilizó ambos dones, me encontraba bien de salud y me sentía culpable por no estar herido como mi copiloto, quizá para compensar lo nimio de mis arañazos empecé a sentir molestias, una fuerte opresión en el pecho y dolor de cabeza, así me haría perdonar no sabía por quién, volvía el sueño pero no Olvido a despejarme con sus caricias, la retahíla de la Bruxa decía, una hora duerme el gallo, dos el caballo, tres el santo, cuatro el que no lo es tanto, cinco el capuchino, seis el teatino, siete el estudiante, ocho el navegante, nueve el caballero, diez el escudero, once el muchacho y doce el borracho, yo ni una y no por falta de ganas, conducir de noche y con aquella lluvia no fue poco castigo, pero por milagroso que parezca, yo fui el primer asombrado, conseguí mi objetivo.

– Despierta, hemos llegado.

Estábamos en Quereño, en la plazoleta formada por la estación de ferrocarril, una hilera de chalets y el alargado edificio con el rótulo de «Economato de las Minas del Eje», eran las siete de la mañana.

– Jode, cómo llueve.

– Espérame aquí, voy a llamar.

– ¿Llevas la pistola?

– Cruza los dedos y deséame suerte.

La planta baja y los dos pisos del edificio estaban cerrados a cal y canto, golpeé con todas mis fuerzas y me asomé en vano a la espera de una luz en alguna de las ventanas, el agua se deslizaba por el cuello de la camisa empapándome hasta los calzoncillos.

– ¡Señor Monssen!

El canalón vomitaba sin cesar por la abierta boca de un estúpido fauno, en los jardines de enfrente las hortensias se doblaban al viento chorreando lágrimas de lluvia y una mimosa de precoces flores amarillas se agitaba a punto de perecer ahogada.

– ¡Eh! ¡Mister Schneuber!

Pasó un viejecillo con paraguas, cargando una lechera.

– Me parece que no abren.

– Oiga, ¿sabe usted dónde…?

Siguió su camino sin hacer caso a mi pregunta, puede que ni siquiera la hubiera oído. Me quedé mirándole y una insólita serenidad se apoderó de mi espíritu. Me volví hacia el Ford.

– Vamos al bar, nos sentará bien un café caliente.

– Necesito una aspirina, estoy que no me tengo.

Los bares de estación permanecen abiertos toda la noche, en ellos se descorren los tejados del pueblo y lo que no se sepa allí no se sabe ni en el confesionario. Me dio lástima la dificultad con que se desplazaba Jovino, parecía un zombi.

– ¿Te duele?

– En el bolsillo.

Febril, se derrumbó en un taburete, yo me acodé en la barra y se lo pregunté al tabernero.

– ¿Es que no abren los del economato?

– No creo.

– ¿Por qué lo dice?

– Hombre, todos los alemanes se vaporizaron unas horas antes de que en el parte anunciaran lo de Hitler kaput.

– ¿Y quién se ha hecho cargo de la tienda?

– Que yo sepa, nadie.

Punto final. A cero, ése era el saldo de un año de ahorro y esfuerzo en el wolfram, me volví hacia Jovino como si se tratara de una mañana de feria.

– ¿Qué hacemos?

– Yo, emborracharme.

Llovía en el bosque, llovía en la calle, la lluvia repiqueteaba con fuerza contra los cristales, pero sobre todo llovía desconsoladamente sobre nuestros corazones.