37901.fb2
Mister William White entró en el chalet sacudiéndose la gabardina, llovía a cántaros, se quitó el sombrero y comprobó descorazonado el mustio aspecto de la pluma de faisán sujeta en la cinta, exacto paradigma de la jornada, el desplome absoluto de la organización, el último cablegrama se lo sabía de memoria, a partir de ya, y hasta llegar a destino, su responsabilidad era personal e intransferible, antes de cuarenta y ocho horas presentarse a Narciso da Silva en el hall del hotel Francfort, Rua de Santa Justa, en Lisboa, le proporcionaría el pasaje para Sao Paulo, Brasil, en donde debía sentarse en la terraza del restaurante As Pedras y esperar, si llegaba y esperaba sentado, tarde o temprano la nueva organización ultramarina le conectaría, si no… mejor no pensarlo, el idioma no le iba a presentar demasiadas dificultades, «o hotel mais frequentado de Lisboa situado en plena baixa», se había acostumbrado al medio gallego del Bierzo y el brasileiro difería poco del medio portugués, «salao de jantar no rez do chao, ponto do encontro».
– ¿Quiere tomar algo?
Aunque ya no tuviera remedio, la meticulosidad era congénita y repasó mentalmente los papeles comprometidos mientras ratificaba su ausencia cajón por cajón, el libro de claves, la agenda de direcciones, los documentos con nombres propios, cifras, volumen de negocio, compromisos firmados y sin firmar, todos cenizas en el brasero, quemados a conciencia en la camilla, uno a uno, quedaban las frivolidades de su individualidad esquizoide que bien podía relajar un tanto, ya no tenía remedio, la aguja del picú roturó una vez más Los preludios, poema sinfónico número 3 para gran orquesta, de Franz Liszt, cuatro situaciones distribuidas en cuatro movimientos internos, espressivo, tempestuoso, pastorale y marziale, la introducción a la segunda es la que quería oír para reconfortarse, su épica parafernalia sonó con insistencia durante los últimos años en todos los hogares de Alemania, sintonía precedente al anuncio por radio de una nueva victoria, Goebbels era excesivo pero eficaz, se le humedecieron los ojos, parecía imposible que las mismas notas volvieran a sonar alguna vez por la misma causa, se deslizó su personalidad desde el auténtico Alexander Easton, falso William White, muerto en combate si así podía decirse a la muerte de un civil espía, hasta el falso William White, auténtico Günter Weiss, un año difícil el del wolfram, contestó Carmen que le seguía solícita por toda la casa.
– Sí, prepáreme un té con leche, por favor.
Meticuloso hasta el último detalle, unas gotas de leche para precipitar los taninos.
– ¿Quiere unas pastas, don Guillermo? No ha comido nada.
La Pesquisa trataba de cubrir su nerviosismo con gentilezas.
– Gracias, Carmen, no tengo apetito.
Un tipo movido el ingeniero escocés Alexander Easton, alias White, desde joven en busca de aventuras, se le localiza por primera vez en el 17, excavando a mil millas de La Meca con la Anglo Arabian Oil, por poco le declaran prófugo, tenía la carta conminatoria de A. E. Training Centre Irvine, Scottísh Group, para su alistamiento inmediato, aparece tras el paréntesis de la Gran Guerra montando con la Hispanoinglesa de Construcción el tinglado metálico del puerto de Almería, le entró la fiebre minera y se asienta, es un decir, sus señas son de una intermitencia asombrosa, deambula por Galicia con afanes de topo, lo sabe todo del subsuelo que pisa, de ahí que reclamen sus servicios a través de la United Kingdom Comercial Corp (Spain) Limited para contrarrestar la influencia alemana en la zona, ni un átomo de wolframio a los boches es el lema, y claro, tuvo que morir, sin tumba reconocida, en la huerta, el cuerpo de buena persona resulta un abono más recomendable que la mezcla de cal y nitrato de chile, por algo dan los mejores melocotones del mundo, dos árboles hermosísimos de los que se tiene que despedir como de su propia vida, los naturales de Hamburgo no existen, borrados del mapa, resucitaría en Sao Paulo, si resucita, sin familia, sin hijos, sin mujer, perdóname, Helga, no soy yo, ¿cuándo conoció su doble a Maude?, ¿en qué lapso de sus correrías?, le preparó un hogar con el detalle del piano para su pasión melómana, un hogar que no llegó a serlo del matrimonio, después quemaría sus recuerdos, las partituras, la foto obsesiva, no escribiría a Chester, la villa se la prometió a Ausencio y si él callaba nadie podría desenmarañar el hilo que conducía de Chester a Carracedo, de las casitas Tudor a las de techo de pizarra, loca gente la berciana, loca por las minas empezando por la insaciable fiebre del oro, se acumulaban leyendas pero también informes, disponía del artículo del Financial Times que había espoleado a Easton, «The Neglected Gold Fields of Northern Spain», todas las muestras que había mandado analizar el escocés daban oro, ay, en cantidades irrisorias, wolfram aparte lo que allí había era carbón y hierro, de lo que deberían ocuparse los bercianos era de su suelo, pero la fiebre agrícola no les iba, como buenos españoles querían la fortuna a una carta, se la juegan a cara o cruz a las chapas y sus pies pateaban un terreno rico como ninguno, que respondía generoso al menor estímulo, le hubiera gustado asentarse aquí de forma definitiva, después desmontaría la radio y asunto concluido.
– Muy amable.
Carmen le sirvió el té. Con pastas,
– ¿No quiere alguna cosa más?
– Sagen sie dem Fräulein von oben, sie möchte runter kommen und mit mir zusammen Tee trinken. Ich möchte mich mit Ihr Unterhalten.
A Carmen, la Pesquisa, le gustó el acento, era la primera vez que le hablaba en inglés, según ella.
– ¿Qué dice?
Günter Weiss se asustó, su personaje bajaba demasiado la guardia.
– Perdone. Avise a la señorita de arriba, me gustaría tomar el té con ella si no tiene inconveniente.
– Sí… no faltaría más.
A Carmen le temblaron las piernas, como quedarse con el culo al aire, le explicó a Olvido, «nos ha descubierto».
– ¿Qué hago?
La fiebre del oro es una maldición, pensó White/Weiss, y lo malo es que el wolfram no va a hacer más que espolearla, parece mentira que hasta un hombre tan sensato como Sernández Valcarce, con estudios universitarios, caiga en la trampa, le enseñó la pepita de las médulas del Burbia, un fraude descarado, no salen del tamaño de un grano de maíz en unas arenas lavadas por los romanos, hablaré con la chica un momento y después me ocuparé de lo mío, todo esto no son más que elucubraciones para demorar el enfrentamiento con mi dura realidad, si hubiéramos empezado antes las experiencias del nuevo cohete en la plataforma VII de Peenemünde algo habría cambiado, se abasteció y bien a la fábrica subterránea de Mittelwerke en Nordhausen y sin embargo…, vale, nosotros, aquí, cumplimos con nuestro deber, no creo que otro en mi lugar hubiera conseguido más, Brasil es el país del futuro, nos organizaremos y si falla cualquiera sabe, los Estados Unidos terminarán enfrentándose a Rusia, les dejaré todo menos el Humber, lo necesito para llegar a Lisboa.
– Baja y disimula.
Olvido se presentó con su mitad colegiala cogida en falta, nerviosa; su mitad mujer hecha y derecha vagaba herida de muerte por el desván.
– Buenas tardes, don Guillermo, ¿quería hablar conmigo?
– Sí, tenemos que hablar, ¿una taza?
– No me gusta el té, bueno, no lo he probado nunca, sí, póngame una taza, como guste… ¿cómo se ha enterado de que yo…?
– Por Boom, no tiene secretos para mí.
También les dejaré el pointer, el perro se hace a imagen y semejanza de su amo y quien le da de comer es su amo, por el pan salta el can, estaba ovillado a sus pies, olfateando el cambio.
– ¿Te ha hablado Ausencio de nuestro trato?
– Sí, tampoco me guarda secretos.
– Quiero confirmártelo porque a él no le veré, le dejo un documento privado con mi firma y la de dos testigos para que pueda escriturarlo, espero no tenga dificultades.
– ¿Por qué no le va a ver?
– Me voy ahora mismo.
Olvido no tenía reservas para sorprenderse, toda la curiosidad se le agotaba en su propio e insoluble jeroglífico. Habló la mujer descorazonada:
– Ya nada merece la pena.
– ¿Qué? No digas bobadas, chiquilla, esta firma es la mejor solución del porvenir.
– Me refería a mí.
– Y yo a los dos.
– Lo nuestro es imposible.
La lluvia había perdido fuerza pero seguía cayendo voluntariosa sin dar su brazo a torcer, a través de la ventana el paisaje se difuminaba en un continuo gris, una tierra fértil, debería explicar una vez más que el porvenir era agrícola y no minero, quitar viñas para aprovechar el agua, plantar tabaco, sus hojas serán de las mejores para cubrir cigarros puros, sistematizar los frutales, manzana, cereza, acerol, pavía, una explicación inútil, el drama de la jovencita era amoroso y las finanzas le resbalaban.
– No sé en qué lío se ha metido Ausencio, pero volverá, no te preocupes, está por ti como una regadera.
– Aunque vuelva…
– Volverá, no lo dudes, volverá por ti y todo se arreglará.
– La familia…
– ¿No le quieres?
– Daría mi vida por él. Es lo que voy a hacer.
– Entonces no dramatices, pequeña, el amor es la fuerza de la eternidad y ningún obstáculo se le resiste, ya lo verás.
A don Guillermo, a Günter Weiss, no es que no le interesara el drama de Romeo y Julieta, es que tenía obligaciones más perentorias y contra reloj, no podía perder más tiempo en el clásico dédalo de dificultades a lo mi familia no quiere que me case con fulanito porque se apellida Expósito, cuando volviera el tal Expósito, y arreglara el lío de los camiones con Arias, solucionaría el asunto de los Valcarce con un abrazo bien prieto, no quiso ceder al recuerdo de su amor, ni siquiera al ajeno de Maude, si cedía en su autocensura estaba perdido, Hamburgo no existe, el 27 de la Dammtorstrasse tampoco, y mucho menos frau Helga Weiss y los pequeños Günter y Helga Weiss, el oficio de sobrevividor tras perder una guerra es duro y no se aprende en los libros, el desmontar la radio y la quema de recuerdos le llevaría más de una hora, por eso decidió acabar la charla con la deprimida Olvido, rebuscó en el bolsillo del chaleco hasta dar con una preciosa cajita de rapé con infalibles remedios Bayer, una de las blancas, barbitúricos, te adormece a plazo fijo, se lo ofreció a la chica, «toma, te tranquilizará», niña estúpida y romántica, «no estoy nerviosa», pero se la tomó, una de las verdes, sal cianhídrica, te adormece a perpetuidad, era su salida de urgencia para un caso extremo, la que le ofreció en su día al aventurero Alexander Easton, falso William White, obsesionado con los análisis de galena argentífera en las obras del ferrocarril de Ribadeo al Bierzo, precisamente el día en que recibió la carta de la United Kingdom Comercial Corporation exigiéndole la prestación voluntaria de sus servicios a la madre patria, le suicidó sin demasiadas complicaciones y fue otro falso White el que se puso al servicio de su graciosa majestad.