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Capítulo 3

La familia Pousada, más conocida por los Perrachica, no se sabe por qué, por falta de dinero todo Cadafresnas se llamaría así y algunos ni siquiera llegarían a los cinco céntimos, cenaba como de costumbre alrededor del fuego de la chimenea, caldo gallego, una mínima ceremonia, la abuela, Oda, presidiendo en el escaño de alto respaldo y los demás a su vera en bancos corridos. Eloy, con el sueldo, subió el menú extra de unas sardinas frescas, por una vez no tuvieron que desescamar las viejas cubriéndolas con papel de estraza y aplastándolas con el gozne de la puerta. Una cena un tanto melancólica, pues había contado su aventura sin aportar los detalles concretos que tanto gustaban a las mujeres. El postre sí era abundante, cerezas, demasiadas, reprendió a su hija pequeña:

– Te va a dar un cólico.

Prisca, su mujer, escupió con delicadeza un hueso en la mano.

– ¿Y cuál es la sorpresa que nos ibas a dar cuando acabáramos?

Eloy suspiró, su mujer era una buena persona, una trabajadora formidable, no tendría queja de ella si pusiera un poco más de entusiasmo en la cama, le había dado tres hijas y por último, por fin, un hijo, pero ni un solo orgasmo, nosotros no hacemos el amor, solía pensar, hacemos gimnasia sueca, con Prisca jamás sentía lo que con las mozas que de vez en cuando retozaba en el bosque, no había entrado en detalles para no nombrar a Celia, la veía más que favorable y cachonda como ninguna, no quería perdérsela por culpa de un fallo táctico.

– Ésta es la sorpresa.

– Qué tontería.

– ¿Quién sabe lo que es?

Puso la esquirla que le había cedido el teniente Chaves sobre el mantel de hule.

– Un caloyo negro, padre.

– Una piedra negra muy especial.

– No le veo yo nada de particular.

Lo dijo Odita, su hermana soltera, mucho mayor que él, amargada por el virgo parecía un funcionario del Ayuntamiento, siempre tenía una pega lista para anular cualquier proposición suya. Tenía demasiadas mujeres en la casa.

– Cógela, ¿a que pesa un rato largo?

– Normal.

– ¿Normal? Trae acá, ignorante. Es wolfram, el mineral de moda, vale su peso en oro.

– Es oro -dijo doña Oda.

– Como si lo fuera, y lo mejor del chiste es que procede de la peña del Seo, está aquí arriba a disposición de quien lo encuentre. ¿Os dais cuenta de lo que significa?

– Es oro.

Lo peor de todas las mujeres que tenía en casa era la chochera de Oda, su madre, la cabeza no le rulaba, pero no había perdido la costumbre de mandar, tenía setenta u ochenta años, nadie lo sabía exactamente, pero aparentaba el doble, los atosigaba con su presencia y consejo, nos va a oír, le dijo Prisca más de una vez en la cama, y quizá de ahí viniera la extraña frigidez de tan buena hembra para el resto de los menesteres conyugales.

– ¿Es oro, padre?

El benjamín, otro Eloy, había venido a reforzar los pantalones de la casa, pero era demasiado pequeño, recién comulgadito, aunque sin uniforme de almirante, claro, lástima no tuviera diez años más para ayudarle en lo que se avecinaba.

– Es wolfram, hijo, wolfram, apréndetelo de memoria.

– Es oro.

– Wolfram, no me ponga nervioso, madre.

– Los jóvenes sabéis tan poco, tan poco, oro es lo que hay en la peña del Seo. Me lo dijo mi madre, oro, que a ella se lo había dicho la abuela, que a la abuela se lo había dicho la bisabuela, y a la bisabuela su madre, que todas las madres se lo contamos a nuestras hijas, pero como ésta nunca escucha…

La interrumpió Odita, irónica.

– Lo de los tres cofres, ¿a que sí, madre?

– Exacto, hay tres cofres enterrados en la peña.

Eloy se temía la repetición de la historia.

– Que no es eso, madre, que el wolfram es otro mineral.

Inevitable.

– Coña, que todos los minerales son el mismo cuando se tiene fe, oro, y no me interrumpas que se me va el santo al cielo, hay tres cofres enterrados en la peña, uno lleno de oro, otro lleno de azufre y otro lleno de nada, vacío. El que encuentre el del oro se hará rico para siempre, pero si encuentra el de azufre se pierde, irá al infierno para siempre, pero peor si encuentra el vacío, vagará para siempre no sé si por aquí o por el purgatorio, y un purgatorio sin esperanza es peor que el infierno, y que Dios me perdone por decir barbaridades. Yo sé dónde está el cofre de oro…

– ¿Y por qué no lo desenterró, madre?

– Porque me pierdo, coña, si me interrumpes pierdo el hilo, no puedo subir yo sola, las piernas no me responden y el cofre impone sus condiciones, la fe, lo primero de todo la fe, creer en lo que no se ve, creer en el cofre y la Santísima Trinidad, uno en esencia y trino en personas, por eso no puede subir una sola, muchas, una familia entera en procesión, eso es, hay que ir rezando y en procesión.

– Si vamos en procesión se lo queda el cura.

– No digas blasfemias en mi presencia, hija, me pierdes, ¿dónde íbamos? Sí, íbamos en procesión, juntos quiero decir, no hace falta que nos acompañe el señor cura aunque no hay mal en ello, lo que abunda no daña, pero hay otra condición más imposible para mí, tiene que llover, no puedo ir yo por esas breñas jarreando, ni siquiera con sol puedo, tiene que jarrear, se forma un regato muy propio, inconfundible, donde acaba el caborco y empieza el valle del Oro, ¿por qué creéis que se llama así?, es un secreto a voces, pero escrito en el agua, en La Meona, son dos piedras grandes, redondas, parecen muslos de mujer lista a parir y el agua salta entre medias como si orinase, hay que pasar bajo el chorro y allí es, hay que excavar en el hueco que queda entre las rocas, hay que excavar y allí está el cofre de oro, allí hay que excavar.

– ¿Y los cofres de azufre y de nada?

– Yo sólo sé dónde está el de oro, hijo mío, los otros los guarda el diablo.

– Éste es mi cofre de oro.

Eloy palmeó la mesa con su mano grande y dura, mano de obra sin cualificar, y empuñó la piedra levantándola en un imaginario brindis, «si la suerte me acompaña seremos ricos».

– Si tú lo dices…

Prisca no creía en milagros.

– A la cama, mañana tengo que madrugar.

No pegó ojo en toda la noche, mil planes de exploración en busca de los benditos cascotes sobre los que tantas caminatas se habría dado, seguro, sin reparar en ellos, el silencio de la casa le resultaba ominoso, al otro lado del tabique estaba la cuadra, ningún ruido procedía de allí, sonidos habituales cuando contaban con algunas cabezas de ganado, no les quedaba ni una mala oveja, aquél sí que era un maldito cofre lleno de nada, malos tiempos corrían y en el cómo mejorarlos gastaba el sueño.

– No me esperes a comer.

Salió al monte cuando los primeros rayos del sol empezaban a resbalar por los oblicuos tejados de pizarra de Cadafresnas, un brillo mate que pronto vio desde arriba, el suelo se verticalizaba desde el pueblo hasta la peña, pocos seres humanos conocían mejor el terreno, desde niño a los pájaros con liga, cantó un mirlo, a pedradas, mejor no pensar en el Evaristo, de ojeo para los cazadores que venían en plan cutre desde León, cortejando a alguna pastora aburrida, un paisaje desierto tras la noche en blanco, lo pateó a fondo una vez más, entre unas lajas de arenisca un círculo negro azabache reclamó su atención, sacó la muestra y se confundieron los colores, probó con la navaja, a patadas, se insultó mentalmente por no haber traído herramienta alguna, forcejeó duro, quizás horas, pero por fin tuvo en sus manos una pieza de, no quiso calcular los kilos, traía mala suerte el hacer números, ni siquiera sabía a cuánto estaba el kilo y le mareaban las cifras que se manejaban en charlas de taberna, se secó el sudor y reconoció el lugar para volver a él con los medios adecuados, parecía mentira, la de veces que no habría pasado por allí, por el valle del Oro, viejo itinerario de la ferrería de Arnadelo, justo cien metros por encima de la lápida de letras borradas y huellas difícilmente legibles, «Camino del'Ouro, feito por don Ramón do Valle en 1893», un camino ya imaginario.

– Te lo pago a cien.

– No, prefiero ir a la fuente a ver qué mana.

Estaba viviendo un sueño, nervioso como si estuviera desabrochando la blusa de Celia y tuviera la doble fortuna de senos y billetes al alcance de su deseo. En Ponferrada cruzó la puerta de Jocarisa, tímido letrero de madera pirografiada, con la misma inquietud que la de la iglesia el día de su boda, la del que es consciente que empieza una nueva etapa de su vida y ya nada volverá a ser como era, un amplio espacio abierto de paredes desnudas, suelo de baldosa con infinitos desconches y al fondo un mostrador corrido, largo como el de una tienda, con el único utensilio visible de una balanza de ultramarinos, se puso a la cola procurando contener el temblor de las rodillas, de primerizo, le llegó el turno y se enfrentó al del otro lado del mostrador, un tipo moreno de buzo y corbata, un detalle que no le gustó nada, tampoco el bigotito recortado, con el aire de superioridad del acostumbrado a engañar al prójimo y dejar agradecida a la víctima, le preguntó:

– A ver, ¿qué me traes?

– ¿Es usted el señor Arias?

José Carlos Arias, sociedad anónima, era Jocarisa.

– Que más quisiera, soy el encargado.

– Quiero hablar con el señor Arias.

– Pues como no vayas al Dólar, no le encuentras, está echando la partida.

– ¿Tan temprano?

– ¿Y a ti qué te importa la hora en que le sale de los huevos echar la partida, di?

– No, si no me importa.

– Si quieres colocar la ganga éste es el lugar, y rápido, que no nos sobra el tiempo, a ver, ¿qué traes?

– Esto.

Un silbido de admiración se escapó por debajo del bigotillo.

– Primera calidad, ¿dónde lo conseguiste?

– Por ahí, no sé decirlo con exactitud.

– ¿Por Ambasmestas o por Flores del Sil?

– No, por el medio, cerca de mi pueblo, no sé.

– ¿Un pito?

Trataba de sonsacarle, Eloy se resistió al Phillips Morris, negó con la cabeza para no corresponder al favor, el fulano parecía no tener tanta prisa como había dicho. Manoseó la piedra antes de pesarla, la aguja rondó por los nueve kilos.

– Vamos a ver, a ciento treinta hacen… mil ciento setenta pesetas con cincuenta y cinco céntimos.

No tanto como en el cuento de la lechera, pero la oferta había ido subiendo desde las cien que le hicieron en el coche de línea y las ciento diez del que le indicó la dirección del almacén, le daba igual porque la cifra absoluta de las mil y pico era todo un escalofrío, jamás había tenido un billete de mil en las manos, significaba una vaca en la última feria de Villafranca, lo que más le enternecía era la precisión de la última perra chica.

– Un momento, se necesitan ciertos detalles. Esto es legal, ¿sabes? ¿Nombre?

– Eloy Pousada.

– ¿Domicilio?

– Cadafresnas.

Las cómplices sonrisas de alrededor fueron de lo más explícito, le habían sacado el origen del mineral como al más tonto de los conejos de Borrenes que salen a pastar a la carretera, pero no se amargaría, tenía más de mil pesetas en el bolsillo.

– Gracias y hasta la próxima.

Entre esperar al lunes a que abriese Jocarisa y volver al pueblo había perdido dos días, al amanecer del tercero, bien provisto de un mazo y un cortafríos, subió hasta la cabecera del valle del Oro en busca de su nido, le sorprendió oír voces de una cuadrilla en plan de caza y más el verlos con escopetas y sin perros, localizó su veta entre la arenisca, mordida, un hueco enorme y ni rastro de la incrustación del negro mineral, me cago en su alma, alguien se le había adelantado, no se figuraba con qué aquel mordisco como no fuera con una pala excavadora, pero era imposible llevarla hasta tan alto de la peña sin camino ni de herradura, será parte del sueño, pensó, golpeaba toda piedra que sobresaliera entre la maleza, canto rodado o arista de roca madre, se dejaban oír voces al otro lado del valle y no podían ser los de la partida de caza, eso le extrañó aún más, no era normal tanta aglomeración, decidió subir hasta el primer tramo desnudo de la peña, hasta dar con una plataforma desde donde otear el panorama, sierra Bimbreira a sus pies, localizó a los de las voces, tres hombres con picos y palas trabajando en la otra vertiente, también localizó unos puntos móviles que subían desde Oencia entre los sotos de castaños, la longitud de la sombra los delataba al parpadear entre los troncos, pero había más gente, por todas partes subían hacia la peña del Seo, algunos atajaban por entre las flores violetas de las urces sin, al parecer, importarles el que se les destrozara la ropa, acudían como hormigas a un terrón de azúcar.

– ¡Fuego ardiendo!

La explosión cubrió al grito de aviso, retumbó en sus oídos y por encima de su cabeza empezó a desmoronarse la montaña, la dinamita le sacó del sueño y le instaló en la realidad, ya sabía quién había mordido en su nido y cómo se las gastaban los buscadores del oro negro.