37901.fb2 El A?o Del Wolfram - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo 4

Ni me cazó el revisor, ni me dejé el cerebro en el techo de un túnel, así es que me bajé sano y salvo en Toral de los Vados, un paisaje tan conocido, una decisión tan inmediata, un ánimo tan dubitativo, ¿hacia dónde echaba a andar?, no me bajé en Ponferrada más por el prolongar la duda que por ahorrar kilómetros, puede que me influyera un estúpido despego hacia la marabunta que allí descendió, cientos de personas en el andén, desconcertadas, la familia alrededor del padre que no soltaba su maleta de madera por si las moscas, mínimo equipaje para un más exiguo patrimonio, todos acudían al reclamo del wolfram, gentes de la meseta en su mayoría, de las tierras de campos, de pan llevar, de un sol de injusticia, seguí, quería desmarcarme de ellos, yo no era un inmigrante, cruzó el tren un puente de hierro, sobre el río Sil y bajo el castillo de los templarios, y la monjita mostró su erudición de bachiller de séptimo y reválida.

– Pons ferratum, puente de hierro en latín, es el nombre que los romanos dieron a Ponferrada.

La catecúmena que la acompañaba no perdió la ocasión de hacer méritos.

– Sí, madre, y León viene de Legio Séptima, no del feroz animal que sugiere su actual nombre.

Me habían atosigado con el vuelo de sus tocas y con las letanías de un rosario infinito, pero les agradecí el medio bocadillo que me cedieron de su merienda, con el que disimulé el hambre de las últimas veinticuatro horas sin probar bocado. En Toral me despedí con un alegre primero y después lánguido:

– ¡Hasta la vista, madres! Os aguardan en el convento.

A mí nadie me esperaba, solo, lo peor que le puede ocurrir a un hombre es la soledad, dicen que peor es no poder aislarse cuando uno quiere, pero eso es algo que desconozco, me hubiera quedado allí de pie, contemplando las viñas, inmóvil, convertido en poste, si no llega a pasar la camioneta de Ovidio, el factor, la que transportaba de Toral a Cacabelos las mercancías facturadas por ferrocarril, había envejecido más que su prehistórico Ford, pero le reconocí de inmediato.

– ¿Me lleva a Cacabelos?

– Coño, ¿tú quién eres?, tú cara me es conocida.

– Ausencio.

– Claro, José Expósito, el chico de la Gallarda, la de Quilós, no faltaría más, hombre, sube. ¿No traes ningún bulto?

– Ninguno.

– Hace fechas, ¿eh?, ¿se puede saber de dónde vienes?

– No. Ni yo mismo lo sé.

Mis dos negaciones cortaron de raíz su locuacidad, monté en la baca entre los fardos y no volvimos a cruzar palabra, ni siquiera sé si le di las gracias cuando me dejó en la plaza del pueblo, para entonces la emoción del regreso ya se había apoderado de mis nervios, quieto en el centro del jardín rectangular de vértices rematados con cuatro bolas de cemento, absurdas, pero insuperable atracción de la chiquillería, por ellas habíamos trepado generaciones enteras, la farmacia estaba allí, tal y como la había dejado siete años atrás, en los soportales, bajo el enorme letrero de mayúsculas, «BOTICA», en el escaparate la misma frasca gigante con sus movedizas sanguijuelas, no serían las mismas, de muy niño me inspiraban terror, de no tan niño iba yo en bicicleta hasta la orilla del Cúa a buscárselas, ¿quién habría ido a por éstas?, tardé en decidirme, entré al despacho de la farmacia como de costumbre vacío y en una acogedora penumbra, nada había cambiado y fue el olor, metiéndose hasta el fondo de mis pulmones, quien me dio la bienvenida, bien venido a casa, de hecho aquello había sido mi hogar hasta el día en que me fui en el camión de los reclutas y Luciano se quedó regando con sus sesos el asfalto, inconfundible aroma mezcla de alcanfor, aceite de hígado de bacalao y tantas otras sustancias, dominaba el del azúcar de los jarabes, llegaron los recuerdos, Juan, el Socialista, me había dicho que el azúcar era la única medicina de los pobres, y yo le comenté uno de los preparados de mi padrino don Ángel, de la triaca magna al elixir paregórico lo preparaba todo con mano sabia, hay un máximo elixir cordial para ricos y un mínimo elixir cordial para pobres, la única diferencia está en el precio, a los que pueden pagar les cobro mucho y a los que no tienen un chavo se lo doy gratis, por desgracia cuanto más caro más efecto hace, el mundo está loco y si algo no tiene precio nada vale, fíjate en la amistad, me dijo, por algo se había arruinado y por lo mismo jamás le oí un reproche, temblaba de emoción, tras los recuerdos fue él en persona quien materializó la bienvenida, salió de detrás de la cortina, demudado, abrió los brazos y me hundí en ellos tan cómodo como no lo había estado en siglos.

– ¡Tú! ¿Pero eres tú? ¡Gracias, Dios mío, qué alegría siento!

No le contesté porque las lágrimas me inundaban la garganta, pero al ver cómo sus ojos también se humedecían solté el trapo y lloré a moco tendido, no me había equivocado, aun sin lazos de sangre supuse que aquélla era la obligada, la querida primera visita del regreso, el olor a tintura de iodo en su bata, siempre con las mismas manchas, me enterneció más si cabe, nada había cambiado, ni su cariño ni el maravilloso botamen de tarros, orzas y albarelos que cubrían por completo los anaqueles de la oficina, un arsenal descrito en rótulos sobre la bella cerámica del Buen Retiro. Herba mercurialis. Ol animale foetid. Opium. Sangre draco. Gom tragacanth. Pietra del pavone. Hipofosfitos Salud. Me sentí como el que entró y al ver tanto medicamento en potes de alabastro dijo, ¡el primer sujeto que eligió una hierba para curarse a sí mismo tuvo bastante coraje!, don Ángel tenía el coraje de ensayar sus pócimas en los demás sin excederse en la experiencia, le quería y admiraba, todo seguía como antes menos su rostro, al irme su barba era oscura, pegada al mentón, recortada, los labios visibles, ahora no, se le había vuelto cana y descuidada, más larga, los labios ocultos, más arrugas y en los ojos una fatiga que superaba con creces el paso de los años.

– Casi te dábamos por muerto, pero confiábamos en el milagro, ven, pasa, tienes que contarme.

Pasamos a la rebotica, a la camilla de las interminables charlas de conspiradores teóricos y partidas de julepe, acaricié el lagarto de hierro dulce con el que moldeaba los corchos de sus fórmulas magistrales1, en la pared del fondo los mil frascos de su laboratorio alquímico, le conté de forma distraída mis aventuras de guerra, pues mi mente estaba en otro lugar, él sí que tendría cosas que contar, menuda biografía la suya, un auténtico mandarín, el dueño de media provincia arruinándose gota a gota por no saber, por no querer ejercer de señor feudal, según decía mi madre de leche dos veces al año se agolpaban en la plaza los colonos de sus tierras para ofrecerle los brevísimos diezmos y nulas primicias que le debían, se dejaba engañar, jamás echó cuentas como no fuera jugando a cartas, y entre ambos menesteres, los del mal administrador de fincas y buen conocedor del naipe, se arruinó, jamás prestó atención a nada que no le divirtiera, leía mucho, eso sí que le gustaba, en el piso de arriba tenía una habitación con tantos libros que parecía una biblioteca, yo soy un científico frustrado, solía comentar tras uno de sus éxitos curativos, era un señor, fue a la Universidad y dio la vuelta al mundo, en el pueblo se le quería y ya es raro en alguien que tiene dinero, a pesar de ser rico no hizo daño a nadie, los sucesivos embargos que redujeron todo su imperio a la botica y huerta contigua no hicieron más que acrecentar su popularidad, bueno, algún enemigo tendría, nadie es perfecto, pero en mi estado de ánimo lo idealizaba, siempre me ayudó y le estaba de nuevo pidiendo ayuda, quería legalizar mi situación, al menos en apariencia.

– ¿Te ha visto alguien?

– Ovidio.

– ¿Y qué le has dicho?

– Nada.

– Mejor, lo del campo de trabajo no debes comentarlo con nadie, ni siquiera con Vitorina, por cierto, tienes que ir a verla inmediatamente.

– Sí, claro.

– Y cuanto menos te dejes ver por los bares mejor, si hay comentarios, que los habrá, ya me encargaré yo de difundir que te han licenciado, vamos, que has cumplido lo tuyo y se acabó.

– Necesitaré algún papel, si pudiera…

– Te conseguiré la cartilla de racionamiento, ¿fumas?, la de fumador también, todavía me quedan algunas influencias.

Conocía a muchos peces gordos y jamás negaba a un paisano el favor de su recomendación, en el Ayuntamiento pesaba, de derechas de toda la vida había sido alcalde y durante su mandato se iniciaron las obras del canal de riego y se compró el Espasa, quería tanto a los libros que puso una orden estricta, nadie podía consultar el diccionario sin haberse antes lavado las manos, no me explicaba cómo, con su ciencia y su dinero, no se había hecho el amo del Bierzo, un poder que yo extrapolaba al de aquellos frascos del fondo con una calavera y dos tibias, benjuí, belladona, acónito, genciana, recordaba sus lecciones al devoto alumno que yo era de crío, una solución de cianuro potásico es tan activa que basta, con una gota en el ojo de un buey para matarlo en pocos minutos, la gota en el ojo del buey me impresionó tanto que desde entonces cuando veía un buey me acordaba del cianuro, pero era un hombre muy especial, odiaba al jugador de ventaja y jamás aprovechó ninguna de las suyas.

– Gracias, padrino, puedo seguir llamándole padrino, ¿verdad?

– Puedes llamarme como quieras, pero dime, ¿qué vas a hacer?, apenas hay trabajo en el pueblo, ¿tienes algún proyecto?

– Irme al wolfram.

– Ya, debí suponerlo, es la fiebre, pero no sé si te conviene, a la peña sube lo peor de cada casa y con una pistola al cinto.

– Dicen que allí la gente gana el dinero a espuertas.

– Y se lo gasta, gastan el dinero como si los billetes se fueran a pasar de moda. No sé si te conviene, es peligroso.

Sentía una extraña debilidad hacia mí y cómo le agradecí el que le preocupara mi riesgo, podía leerse en sus ojos como en un libro abierto, no le había dicho lo del bien del ojo para no sacarle de sus casillas al nombrarle la Bruxa, trataba de disuadirme, pero el sermón lo cortó Ángel, su hijo mayor, al aparecer de improviso en la rebotica, de bata blanca, hacía las veces de mancebo, fue un encuentro decepcionante, no nos llevábamos bien y la antipatía era mutua, un «hola, ¿qué tal?» y un apretón de manos protocolario como si nos hubiéramos visto ayer mismo, con la izquierda, observé que el mal de su derecha y la cojera, poliomielitis infantil, creo, se le habían acentuado con el paso de los años, el de su carácter también, fue don Ángel quien cortó la embarazosa escena.

– Qué estúpido soy, no me había dado cuenta, anda, Gelo, avisa a las mujeres, que bajen a saludar a Ausencio y que le preparen algo de comer, sobró caldo, eso y un par de huevos fritos con chorizo. Y patatas fritas. Y una botella de nuestro vino.

La verdad es que con la emoción y la charla me había olvidado del hambre, pero la sola enumeración de alimentos me hizo la boca agua, por fin iba a comer caliente y de mantel, mientras esperaba el extraordinario rancho traté de informarme.

– ¿Qué sabe del wolfram, padrino?

– Del wolfram como mineral, químicamente, lo sé todo, pero es un saber que nada vale.

– El saber no ocupa lugar, es una frase suya, de usted.

– Que no se cotiza debiera haber dicho. ¿Qué les importa a estos mastuerzos la fórmula WO4FeMn? El wolframato de hierro y manganeso es el mineral más importante para la extracción del elemento puro wolframio, y es lo que vulgarmente se conoce por wolfram. Los extranjeros cursis le llaman tungsteno, pero su nombre ancestral es lupiespuma, espuma de lobo, así lo definió Cneo Julio Agrícola en su Tratado de minas, sin los romanos no sé qué haríamos, lupiespuma porque es piedra que se come al estaño como el lobo a las ovejas, al bueno de Agrícola le interesaba más el estaño, por eso trabajaba en las islas Casitérides, y si lobo en alemán es Wolf el nombre adecuado es wolfram porque ahora los amos son los alemanes.

– Van a perder la guerra.

– No me hables de política. Mira, lo que abunda en la peña es el wolframato oscuro, el pardusco de cal se da más hacia Ponferrada, por los Barrios de Luna, se llama chelita. El wolfram se cotiza sin ningún rigor analítico, a peso, a ojo de buen cubero más que a ojo de boticario, yo he puesto a punto una determinación analítica basada en una reacción con oxiquinoleína, da un precipitado amarillo insoluble en clorhídrico, pero no me han solicitado ni una sola determinación, así marcha el país, igualito que los alemanes, es una prueba del doctor Montequi, que no es italiano, como el nombre sugiere, fue mi catedrático de análisis y se debe estar preguntando lo que me pregunto yo, ¿para qué diablos sirve en España una cátedra de química analítica?

– El saber no ocupa lugar, padrino.

– Ausencio, no me jodas, que yo estas cosas me las tomo muy en serio, más que a como lo pagan por ahí esos mercachifles parásitos, intermediarios nauseabundos.

Le interrumpió la entrada de las mujeres, una marejada, y eso que no eran tantas, tres conté entre las idas y venidas de colocar los platos en la camilla, abrazarme, besarme y palparme las ropas para comprobar que no era una aparición, me sentía feliz, se habían olvidado del mantel, pero me querían y el sentirse querido es algo grande por más que en un hombre aparentarlo sea debilidad, no quise contener las nuevas lágrimas a pesar del mayorazgo, Ángel, contemplando la escena a cierta distancia, displicente, ni siquiera su media sonrisa escéptica me iba a amargar el dulce, la más decidida Angustias, se llamaba como la madre difunta, la primera de los seis hijos de don Ángel, quizá por sacarme tantos años, más timorata en los besos Nice, Niceta, Nicetiña, casi de mi edad, la menor, la nacida después de Luciano, mi mejor amigo, bueno, en el intermedio había nacido otra Nice, falleció a los pocos meses y de ahí que encargaran la nueva con el mismo nombre a pesar del peligro de tanto parto, doña Angustias era una mujer débil, una cosita de encargo, le decían, una Valcarce, la familia más distinguida de Villafranca y ya se sabe lo flojas que son las familias distinguidas, murió del parto de la segunda Nice, ahí no estuvo bien don Ángel, pero era un follador nato y a ver quién tira la primera piedra en ese terreno, no se podía contener, a las criadas, cuando tenía criadas como mi madre de leche Vitorina, me lo comentó ella misma, les largaba cada viaje a las nalgas en la estrechez de la escalera que temblaba el misterio, a los pechos les tenía menos afición, siempre a las nalgas, lo que no habrá picado en sus correrías por el mundo, pero eso sí, formal, no se le conocía ningún lío serio, mucho menos hijos naturales, lógico, siendo farmacéutico sabría de remedios, lo de mujeriego no disminuía su prestigio, al contrario, yo creo que lo acrecentaba, en aquel revuelo de mujeres eché a una en falta.

– ¿Y Camino?

– Se casó, está en América.

Camino era la tercera, la que iba entre los dos varones.

– Se casó con un tío muy majo, Florentino, el enólogo de los Cereros, tenía fama de republicano y emigró a Méjico, la reclamó desde allí y gracias a Dios les va muy bien, nos escribe todos los meses.

– Me hubiera gustado verla.

Hablaba con la boca llena, era un alarde de mala educación, pero es que no podía contener las ganas, un hambre ancestral, incontenible, en el frente, en el campo, no pensaba en manjares exquisitos de faisanes, langosta, salmón, animales que por otra parte jamás había catado, sino con la buena y recia fritanga de huevo, chorizo y patatas, lo que tenía allí al alcance de la mano, mordía con saña y mojaba el pan con furia de vengador.

– Dale un beso, casi sois primos.

Don Ángel se refería a la tercera de las mujeres, la menos movediza y completamente extraña para mí, una niña, dieciséis, diecisiete años calculé, una agradable costumbre esta de besuquearse los primos, pero se nos hacía violento, la chica más guapa que hubiera visto en mi vida, no era una Sernández, era la hija de Dositea Valcarce Vega, una prima del boticario, me lo explicaba él mismo y yo confirmaba con la boca llena como un estúpido, vivía en Villafranca, en la casa solariega y también arruinada de los Vega, a su vez primos de doña Angustias, «como si fuera huérfana».

– Su padre las dejó plantadas, un señorito andaluz hijo de puta cuyo nombre está prohibido pronunciar en esta casa.

– Tío…

– Ya lo sé, Olvido, perdona, es tu padre y no se debe hablar mal de un padre, pero es que ese sinvergüenza me hace perder la razón cada vez que lo miento.

Nos besamos en las mejillas y los dos nos pusimos colorados.

– Me llamo Olvido.

– Y yo José, pero todos me dicen Ausencio.

Fue su piel, el contacto de su piel decidió el cambio fundamental de mi vida, la confirmación de mi libertad o muerte, tenía muchas hambres atrasadas, por ella llegaría a ser alguien, parecerá increíble pero me había enamorado de golpe, vas por la calle y recibes el golpe de la teja que cae o del coche que te arrolla y cambia tu existencia, en un instante pasas de sano a inválido, así de sencillo, de golpe, pero no era el impacto de la primera mujer hermosa con la que tropiezas después de haberla soñado en las mil y una noches de aislamiento, lógico, pero frívolo, no, era algo mucho más profundo y que brotaba espontáneo de la parte irracional del alma, la que nunca se equivoca, hace un instante no lo estaba y ahora tan enamorado que me dejaría matar por ella, tan enamorado que me mataría si no podía vivir con ella el resto de mi precaria existencia, y cerré los ojos para que nadie adivinara el flechazo. Después la seguí de forma continua, pero no conseguí volver a enredar mi mirada con la suya, no me volvió a mirar directamente y tanta evasiva la consideré el mejor de los augurios, tan seguro estaba de mí mismo. Ni el color de los ojos, ni la forma de su cuerpo, ni el aroma de sus cabellos, la piel, el sabor de la piel imponiéndose a los sabores de las demás hambres, una sensación tan fuerte que me impulsó a lo que no había hecho nunca, escribir un poema, unos versos herméticos a los que yo solo tendría acceso para explicarme con ellos el ascua en que se habían convertido mis labios.

– ¿Te gusta el vino?

Me lo preguntó Gelón, el mayorazgo, ansioso por acabar con el hechizo.

– Sí, es un nuevo, verde, que ya está a punto.

– Pues aprovéchate porque es de nuestra última cosecha, no habrá más.

– ¿Por qué lo dices?

Quería volver las cosas a la sórdida realidad del tiempo en que vivíamos, la alegría del prójimo era su acíbar. La explicación la terminó don Ángel.

– El Hipotecario se queda con la viña de las Chas, se acabaron las fincas. El próximo embargo será esta casa, si Dios y la farmacia no lo remedian.

Logró su propósito de hacerme daño, me dolía la resignación estoica de don Ángel, había pasado tan buenos ratos en la vendimia, cortando racimos, ayudando al macho que tiraba del carro cargado con una lona chorreante de mosto, pisando uvas, la vendimia era una fiesta para los chiquillos y la principal fuente de riqueza para los adultos del pueblo, que imaginé lo imposible, si yo hubiera sido el mayor de los Sernández no se habría producido el desastre económico, al menos no sin luchar como gato panza arriba, me hizo daño porque puso de manifiesto, sin saberlo, mi problema de identidad, yo no era nadie allí, no tenía ningún lazo de sangre, en aquella reunión familiar de miembros individualizados, incapaces hasta de formar pareja, había algo descorazonador en tanta soltería, una incapacidad para enfrentarse con lo cotidiano, tan duro, un refugio no exento de morbo, débil y enfermizo, justo lo contrario de mi exultante ánimo, fueran cuales fueran mis raíces que se fueran al carajo, por sus frutos los conoceréis era un lema evangélico, por sus frutos, no por sus raíces, y no me iba a dejar arrastrar por su misma pútrida inercia, Gelón había utilizado la polio como una coartada para no asumir las responsabilidades que le correspondían sin renunciar a ninguno de sus privilegios, don Ángel era ya un anciano y mucho me temía, por lo que supondría para él de íntima frustración, que me hubiera preferido como hijo a mil ángeles juntos, ya que lo de Lucianín no tenía remedio, además de quererme me tenía confianza, confiaba en mi fuerza de voluntad, en el valer de un hombre que apenas había terminado los estudios primarios, hombre a pesar de los años porque no en balde se sobrevive a una guerra, en un hombre enamorado, algo que confiaba pasara inadvertido.

– Me retiro, padre, tengo trabajo.

Lo dijo como si fuera a descubrir la pólvora, no nos llevaríamos bien en cinco reencarnaciones consecutivas.

– Las mujeres también podéis retiraros, tenemos que hablar. Ah, y de la venida de Ausencio ya os diré lo que se puede decir, cuanto menos, mejor.

Se despidieron con nuevos besos y abrazos, salvo Olvido que se limitó a un tímido «adiós», una timidez que también me la apropié como signo positivo, la de una belleza moral superior a la de su físico, me la estaba inventando sin poderme imaginar el más mínimo defecto, cómo me hubiera gustado volver a tocar su piel, «adiós».

– No me acuerdo de Dositea.

– Es una prima mía y de mi mujer, no la conociste. Ha tenido muy mala suerte con el hijoputa de su marido, andan mal y tengo que mantenerlas, figúrate.

– Olvido es una niña encantadora.

– Viene a verme un par de veces a la semana, me trae un roscón muy rico que hace la Dosi, la pobre se siente obligada y conoce mi debilidad por los dulces.

– Y guapísima.

Me arrepentí del entusiasmo nada más escapárseme de entre los labios, algo notó don Ángel porque me hizo una advertencia que de otra forma no vendría a cuento.

– Es guapa, buena e inteligente. Espero que tenga más suerte que su madre, así es que no te acerques a ella más que como si fuera tu hermana, los tiempos son difíciles y confío en que solucione su porvenir con un buen matrimonio. De todas formas me gustaría que hiciera magisterio, nunca se sabe.

Su sinceridad me pareció brutal, de un egoísmo insultante, y la referencia a mi condición de paria el colmo, tenía la sensibilidad a flor de piel, pero disimulé.

– Tendrá toda la suerte del mundo, se lo merece, por mí no se preocupe.

– No me preocupo, al contrario, tú puedes espantarle los moscardones inconvenientes.

Me estaba tomando el pelo o poniéndome a prueba, no quise ofenderme y para evitarlo cambié de tema.

– ¿Le importa que volvamos al wolfram, padrino? ¿Por qué vale tanto?

– Porque lo pagan caro, rapaz, porque lo pagan caro, en cuanto maten a todos los compradores ya verás como no se vende ni gratis.

– Pero aparte de eso…

– Bueno, pues porque de ahí se extrae el wolframio, que es el metal con el punto de fusión más alto que se conoce, 3 350 grados centígrados, casi nada, es muy tenaz, muy denso, de ahí sus propiedades para el acero de aleaciones durísimas, el cómo conseguirlas sólo lo saben los alemanes, sus blindajes al wolframio no hay obús aliado que lo atraviese y sus cañones no se recalientan, los alemanes han dado con el cómo tecnológico, pero las virtudes del metal, como siempre, se conocen de antiguo, figúrate, los aceros de Damasco eran famosos por su magnífico temple y se descubrió que era debido a la presencia de wolframio, pero claro, no por emplearlo deliberadamente, sino por no haber eliminado las impurezas de las que formaba parte, llegaron a la virtud a través de la ignorancia, una costumbre ancestral en los pueblos del Sur, los del Norte, los alemanes, suelen alcanzar la verdad por eliminación del error, ahí está la diferencia clave, la razón de nuestra decadencia.

– A ver si me aclaro, si sólo saben emplearlo los nazis…

– Los alemanes.

– Los alemanes, ¿para qué lo compran los americanos?

– Para joder la marrana. Como tienen dinero lo pagan al doble, a lo que sea con tal de que no se exporte al Eje. No saben utilizarlo, pero les da igual, a eso le llaman compras preventivas, han llegado a tirar al mar barcos enteros cargados de wolfram con el único objeto de que no cayera en manos alemanas.

– Bien, si encuentro wolfram trataré de vendérselo a los aliados.

– Véndeselo al primer comprador con el que te tropieces, tu situación legal no da para muchas virguerías comerciales.

– Siempre tienes razón, padrino.

– Para el caso que se me hace. ¿Estás dispuesto a subir a la peña?

– No veo otro porvenir.

– Sé prudente, por aquí puedes aparecer cuando quieras, pero duerme en Quilós, es tu casa, Vitorina se alegrará de tenerte con ella. Allí no hay guardia civil.

– ¿Y en la peña?

– Hay de todo, el negocio es ilegal y se mueve entre muertos de hambre aficionados y bandoleros profesionales, ten cuidado, no sé cuál de las dos facciones es más peligrosa.

– Tiene gracia, de chaval no subí nunca a la peña, circulaban muchas leyendas de tesoros, de brujas, ¿se acuerda?

– Las de aquelarres son falsas, pero podría contarte…

Calló con alguna idea en suspenso, no quise interrumpir su meditación, ya me lo diría cuando lo considerase oportuno, demasiadas ideas se agolpaban en mi cerebro como para solicitar más emociones, el wolfram y la piel de la niña Olvido cristalizaban en lo que yo entendía por libertad, me sentía vivo y extrañamente seguro de mí mismo, lo iba a conseguir, guardé silencio repasando los cajones de hierbas como quien cuenta ovejas para adormecer sus inquietudes, triloba hepática, malva silvestris, rabos de cereza, mentha rotundifolia, ombligo de Venus, árnica montana. Acarició la cabeza del lagarto.

– Sí, lo de la peña es muy curioso, siempre ha tenido fama, varias famas, me acuerdo que en Cuba, en un café de la plaza del Vapor, me presentaron a un tipo y al decirle de dónde era me preguntó, sorprendido, ¿pero cómo viviendo tan cerca de la peña del Seo viene aquí a hacer fortuna?, le contesté que era rico por mi familia, el hombre se indignó, me había tomado por inmigrante, y se marchó enfurecido, después lo sentí, debía haberle tirado de la lengua.

– ¿A qué se refería?

– Al secreto de la peña, supongo.

– Bah, ya lo sabe todo el mundo.

– La gente no sabe nada. Hay un secreto que, si te portas como espero, te revelaré algún día, cuando pase el maremágnum.

Una sutil barrera empezaba a interponerse entre nosotros, nos ocultábamos cosas, la relación no funcionaba ya tan espontánea como cuando me sacaba a pasear por la plaza cogido de la mano, los años pasan, pesan, pisan y el inocente jovencito se había transformado en un Expósito adulto bastante más problemático, de todas formas nos queríamos y el sentirse querido es algo grande, muy grande, su acogida no pudo ser más cariñosa.