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Capítulo 5

La peña pasó de una soledad lunar al trajín de un hormiguero, hasta por la noche las luces de carburos y linternas no cesaban en sus guiños, como si la Santa Compaña también se hubiera decidido a participar en la faena, donde los hombres picaban los niños hacían el rebusco, y en los dobles restos áridos resultantes las mujeres ensayaban el lavado con palangana, siempre quedaban sobre el latón granos opacos, negros, pesados, más rentables que el jornal a que por otra parte no tenían acceso.

– ¿Va bueno por ahí?

– Bueno, ni cal ni canto.

Pero a veces ocurría el milagro. Se les apareció a los tres amigos adolescentes, y en su primera excursión, «un chollo».

– Este redonchel es la hostia, por lo menos tiene cien kilos.

– Deberíamos pedir ayuda.

– De eso nada, nos eliminarían.

– Pues a picar tocan.

Picaban con la emoción del pirata que vuelve a su isla del tesoro, recordaban la frase que todos habían oído alguna vez en sus casas, si quieres hacerte rico, sube a la peña del Seo, si quieres unas botas nuevas, búscalas en la peña, si quieres ir al cine, paséate por la peña, puede que sus padres lo dijeran como actividad compensadora, en vez de como consuelo, pero ahora estaban en el tajo que lo haría realidad, sudando, trabajadores autónomos, hasta que una sombra ominosa se proyectó sobre el filón.

– Relevo.

– ¿Qué dices?

– Que ha llegado el relevo, largo.

Era la sombra de un hombre un poco más alto que la media, no llegaría al uno ochenta, pero extraordinariamente corpulento, todo en él emanaba fortaleza física y voluntad de carácter, los bíceps, la mirada, botas militares, un macuto también militar, abultado, del que sobresalía una barrena, y los puños, uno apoyado en el cinto y otro agitando el pulgar en señal de largo de aquí.

– Es nuestro.

– Sí, claro, chaval, pero por el pan salta el can y este mendrugo me apetece, buscaos otro.

El chaval tenía redaños, quizá pensara que tres contra uno era una proporción con posibilidades de éxito.

– No me voy.

– Haces bien, estás en tu derecho.

El hombre alargó el brazo libre, con un solo movimiento empuñó al joven por un sobaco, lo levantó a pulso y lo arrojó por el aire, se quedó con su camisa en la mano. Ésta fue la primera referencia con la que se localizó a Jovino por la cuenca del Seo. Los chicos huyeron y más tarde, muchas veces, comentarían la anécdota en múltiples versiones, pero el pánico se suele concentrar en un detalle y éste no faltaba en ninguna: «me fijé en su bola, por poco me deja bizco, se le hinchó como un queso, ¿y sabes lo que tenía tatuado?, una bailarina árabe en pelotas menos el velo de la cara, se le movían de tal forma los músculos al gachó que el dibujo se puso a bailar, como te lo cuento, movía las caderas y las tetas se le erizaron, si no lo veo no lo creo, joder qué tío, qué musculatura».

– Ya será menos.

– ¿Menos? Ése, torta que se le escapa, familia que pone de luto.

Jovino estudió el terreno con mirada de experto en peritajes varios, más que interesante, pensó, terminaban las lajas de pizarra en un suelo de hierba y musgo partido en dos por la roca cuarcífera, por una de sus aristas afloraba la mancha del wolfram, una visión tan gloriosa como la de un lunar en el seno de la mujer que amas, sólo que de un diámetro desproporcionado, tan interesante que se puso a silbar la melodía de sus momentos críticos. La Madelón es bella y complaciente, la Madelón a todos trata igual. Se desprendió del macuto y buscó la herramienta más a propósito, un pico de geólogo, venía bien preparado, no en vano recorrió las ferreterías de Barcelona hasta quedar satisfecho del equipo, antes de tomar el Shanghai, dos días de viaje hasta Ponferrada, picó y raspó agrandando el campo de operaciones, la mancha era enorme, sudaba más de emoción que por el ejercicio, debería tratarla con mimo, antes que nada meterle un taco, pero pensó que era mucha la maniobra para un hombre solo, feroz individualista creía en el equipo siempre que él fuera el capitán del equipo, echó un vistazo a los buscadores de alrededor y eligió al primer golpe de vista, fuerza de trabajo sin experiencia, un tipo ideal.

– Eh, tú, ¿me echas una mano?

– ¿Quién, yo?

– Sí, tú, no va a ser tu abuela. Necesito un socio, ¿te hace?

Eloy no había recuperado su racha de suerte, aceptó aunque tratando de forzar el convenio sin demasiada fe.

– A medias.

– No digas chorradas. Un tercio para ti y ese mermadito con nervio, tú, ven aquí, ¿aceptas?, ¿cómo te llamas?

– Manuel Castiñeira.

– Yo, Eloy, a éste le llaman Lolo, el Puto.

– Por mí como si le llaman por teléfono. ¿Aceptáis?

El Perrachica ensayó un último regateo:

– ¿Un tercio para cada?

– No me cabrees, tú, un tercio para los dos, es más de lo que sacaríais solos en un año, ¿hace?

– Hace.

– Pues arreando que para luego es tarde. Y un consejo, el que juegue sucio que se dé por muerto.

– ¿Es una amenaza?

– Sí, claro.

Aceptaron la prepotencia de Jovino porque la necesidad suprime los remilgos, allí había dinero de sobra para los tres. Les dio instrucciones. Primero un taco al borde del nódulo, un agujero profundo a golpe de barrena, «tú sujetas la pieza», nueva, moderna, con un resalte para proteger la mano cuando falla el mazazo, «tú la golpeas», golpes rítmicos, gira la barrena de vez en cuando para que su boca estriada muerda firme en la roca, así, no es tan fácil como parece, es cuestión de fuerza y pulso, ánimo. Mientras los dos neófitos sudaban Jovino manipuló con mimo el cartucho de dinamita, metió el detonante, colocó la mecha y cerró la mordaza de cobre. Habían terminado de perforar, colocaron en el fondo la carga explosiva y el barreno quedó listo.

– ¿Le prendemos fuego?

Eloy no había explosionado un petardo en su vida, se emocionó ante su primera voladura.

– ¿Estáis locos? Si esto salta nos hacemos viejos recogiendo el mineral con pinzas, se haría grava.

– ¿Entonces?

– Es un nódulo perfecto, le atacaremos en triángulo tratando de sacarlo como la bolsa de un calamar, sin que se le derrame gota de tinta.

– Entonces el barreno, ¿para qué?

– Por si acaso, nunca se sabe.

– Oye, yo de calamares tampoco sé nada.

– Venga, a picar como os diga, la charla para los presos.

– Tú sabrás lo que haces.

– Lo sé y hay que hacerlo antes de que anochezca, este culo va a tener más pretendientes que el de la Madelón.

Sudaron entre la pizarra y el cuarzo sin volver á abrir la boca salvo para tomar aire, así hasta que una nueva sombra ominosa volvió a proyectarse sobre el filón. La historia se repite, pensó Jovino, pero al revés. Mientras esperaba la palabra clave contó trece hombres, estaba preparado pero de todas formas eran muchos, en sus ayudantes poca colaboración iba a encontrar.

– ¡Relevo!

Trató de ser irónico, la calma siempre enfurece al enemigo y refuerza la posición propia.

– ¿Mande?

– Me has oído de sobra, relevo.

– Oírte sí, pero no te entiendo.

– Que has trabajado demasiado, hala, a descansar, te llegó el relevo.

– No ha nacido hijo de madre que releve al de la mía si a mí no me da la gana.

– ¿Sabes con quién estás hablando?

– ¿Y tú?

– Soy Lisardo, de la Brigada del Gas.

– Y un servidor Jovino Menéndez, tanto gusto.

Sostuvo la mirada de Lisardo sin pestañear, consciente del duelo que se avecinaba. Se puso en cuclillas como si fuera a hacer sus necesidades con el barreno entre las piernas, sus movimientos eran lentísimos, sacó un mechero de yesca y lo prendió con fingida indiferencia.

– ¿Qué tal si le doy fuego al cordelito?

Lisardo aparentaba una fortaleza similar a la de Jovino, pero era persona muy organizada, no confiaba en exclusiva en la fuerza física, así es que sacó del bolsillo su argumento favorito, una Astra, modelo 200 del nueve largo, quitó el seguro.

– Podrías morir.

– ¿Yo solo?

– Vayamos por partes…

La Brigada del Gas venía a ser una sociedad cooperativa en la que participaban a partes iguales todos los vecinos de Oencia, el pueblo más próximo a la peña por la cara de poniente, mayor que Cadafresnas su alcalde pedáneo ejercía de tal y a la vez de secretario de la poco ortodoxa entidad laboral, el más listo del pueblo, Sandalio sabía más por viejo que por diablo, con una veterana «sindicalista», la Star calibre 7,65 del 19, estaba a la derecha del jefe, Lisardo, líder indiscutible de los brigadistas. A la izquierda el secretario chico, Pepín, el Gallego, le decían gallego porque no había nacido en la aldea sino en Calamocos un día de mercado, la madre calculó mal, bajó a vender las hortalizas sin romper aguas y subió sin vender una escoba y con un cestillo de sobra, el chico tenía un nervio asesino, se limitó al repiqueteo de su navaja cabritera de siete muelles. La organización de la Brigada del Gas era casi perfecta, dejaban para aventureros aislados el ojeo de los nidos y después les daban el relevo con los huevos empollados, su impunidad también era casi perfecta y las malas lenguas decían que no era ajena a tanta perfección la circunstancia de que el único cuartelillo de la guardia civil en la zona radicaba en Oencia, no decían que los de la Benemérita también eran cooperativistas del Gas porque eso sería demasiado peligroso de decir. Los otros diez cuadrilleros esperaban a respetuosa distancia con mazos, barrenos y escopetas, listos para entrar en acción, la que fuera necesaria. Lisardo terminó la frase.

– …la Brigada del Gas no le teme ni a Dios.

– Y el Menéndez ni al Gas bendito. A esto le llamo yo una situación interesante, ¿no?

La maldición más lúcida de los gitanos es la de ojalá vivas en una época interesante, ¿pero cuál no la es? Quedaron en silencio, mirándose con intenciones suicidas, cualquier movimiento en falso provocaría un suicidio colectivo, la yesca tan próxima a la mecha, y se trataba de una mecha rápida, sería imposible de contener incluso con un tiro en la frente, volaría el mineral, volarían las personas y sería un crimen con demasiados testigos si es que quedaba alguien para contarlo. Jovino prolongó la guerra de nervios poniéndose a silbar de nuevo con inverosímil sangre fría, qué voy a hacer yo con un hombre si necesito un batallón. Había muchos imprudentes barrenando por la peña del Seo, cuando se oía ¡fuego ardiendo! ya estaba la explosión en las nubes, la escucharon sobre sus cabezas y una lluvia de piedras se derramó loma abajo, hacia ellos, ¡fuego ardiendo!, otro más, los de arriba estaban locos y los cantos saltaban por el desnivel sin reparar en obstáculos, tronchaban ramas, árboles enteros y si en su camino se interponía una persona no iban a cederle el paso, galgos les llamaban a esas piedras imposibles de controlar, saltaban como galgos y lo más prudente era protegerse en el ángulo muerto más próximo. Se dispersaron en busca de refugio, todos menos Jovino, que remató el alarde de su baraka, me lo decían los moros, las hebreas me decían otras cosas, mi buena suerte me hace intocable y si me toca qué más da, se acabó. Cuando pasó la terrorífica ola su estampa erguida había ganado la batalla, les había destrozado la moral, no era cosa de enfrentarse a un suicida, la organización es la organización, pensó Lisardo, y hay más días que longanizas, dio la orden de retirada y amenazó al insolente.

– ¡No me olvidaré de ti, Jovino de mierda! ¡Más vale que te vayas mudando de barrio!

– ¡Y tú de calzoncillos, listo!

– ¡Morirás joven, te lo prometo!

– Y con poca salud, listo, preocupado me dejas.

La fama de Jovino como hombre que los tenía bien puestos corrió de la forma publicitaria que más éxito tiene, en susurros confidenciales de boca a oído, la más eficaz para la leyenda, de apellidos Menéndez Fernández su origen podía ser asturiano por más que sus padres y él mismo habían nacido por allí cerca, en Villar de Acero, pero nadie le recordaba de pequeño, como si hubiera surgido en la peña por generación espontánea, se supo lo que él contaba o los cuentos que le atribuían, firmó por la campaña, o sea, hasta el día en que acabara la guerra y ni uno más, rumores de Melilla, de peleas, grifa, vino y mujeres, que si pasó con un tabor de regulares o pilotando un Stuka, en él cualquier acción resultaba exagerada, si se echaba a reír temblaban los cimientos, orinando el Burbia se salía de cauce, y en cuestión de apuestas a no decir, doce docenas de huevos duros de una sentada, diez combates de boxeo seguidos, por poco boxeador profesional, estuvieron a punto de enfrentarle a Uzcúdum, veinte hebreas sin descender del catre, tan larga que ni te lo crees, tiene un tatuaje en tal parte, una raya que cuando se le empalma es un «recuerdo de tu novia Fátima de Alhucemas», pero lo más espectacular de todo es su furia española, que sepa con exactitud se cargó a diecisiete en un ataque a la bayoneta, más vale no menearlo, en la guerra se cometen muchas barbaridades, tiene la laureada, Varela se la concedió en el Pingarrón, él solo defendió una noche entera la cota 273 contra una compañía de carros soviéticos de no sé qué brigada internacional, para que le asuste la Brigada del Gas, la laureada tener no la tiene porque la empeñó en una juerga en Madrid, en el Pasapoga, se la compró un estraperlista que se estaba fabricando un marchoso curriculum de ex combatiente, cuando recuperó la firma de la campaña se marchó con lo puesto, no devolvió ni el capote, pasó por alguna obra de regiones devastadas pero sin afición al andamio cambió a celador del orden en el Tramontano, un club de Barcelona, hasta que por casualidad se lo oyó comentar a un cliente, si te quieres forrar vete a la peña del Seo, hay tajo, te lo garantizo, y volvió a casa, es un decir porque en Villar de Acero no le quedaban ni techo ni parientes, volvió decidido a hacer fortuna, de momento a recordar sus prácticas de zapador.

– ¿Sabes en qué lío te has metido?

– Mira, no estoy para charlas de ursulinas, se os ha quedado el ojete así de estrecho.

Eloy trató de explicárselo.

– Los del Gas no perdonan, son muchos y tienen influencias.

El Puto manifestó sus temores.

– Nos joderán, lo mejor es largarse.

– ¡Pica o te casco!

– Vale, ya le doy, pero…

– Ahí no, dale en la bolsa, se acabaron los melindres, hay que arramblar con lo que se pueda y cuanto antes.

Pincharon directamente en el wolfram, Jovino sabía que el tiempo marchaba en su contra, alguien volvería a la carga y sus socios sólo eran mano de obra, se arrugaron como gallinas, según saltaban las esquirlas del mineral las iba guardando en una bolsa de lona.

– Así no acabamos el filón.

– Lo que podamos y gracias. Rápido.

– ¡Mira allí!

Los buscadores se dispersaban monte a través, la voz de alarma se difundió sin necesidad de señal alguna, tan clara como si llegaran en un coche celular con la sirena a todo trapo, venía la guardia civil en ronda preventiva, el wolfram era un mineral estratégico y su deber era impedir que saliera de la peña un solo gramo de forma ilegal, la única forma posible ya que la Jefatura de Minas no había autorizado ni una de las muchas denuncias de explotación, el conceder la pertenencia definitiva era un asunto político y aún estaba por decidir en las altas esferas, en régimen de restricciones toda concesión normal constituye un privilegio y había mucho amigo haciendo antesala de ministro.

– Largo, voy a volar el nódulo.

Los muy cabrones han sido rápidos, ni que utilizaran palomas mensajeras, pensó Jovino mientras prendía fuego a la mecha, corrió sin molestarse en dar el tradicional grito de fuego ardiendo, el ruido de la explosión y el olor de la dinamita puso alas en sus pies, me han jodido el negocio pero no lo aprovecharán ellos, que se jodan, mal de muchos, epidemia.

Salieron a la trocha que bajaba a Cadafresnas, las roderas de los carros marcaban una especie de columna vertebral en el camino, los buscadores fuera de la ley iban apareciendo sobre la marcha, distanciados, como si la cosa no fuera con ellos, como si fuera una casualidad tanta coincidencia y disimulo.

– ¡Alto en nombre de la ley!

Los rodeó la guardia civil.

– ¡Don Manuel Castiñeira, alias el Puto, quieto! ¡Los brazos en cruz!

– ¿Qué pasa?

– Los demás despejen. ¡Despejen!

Quedó el infeliz Lolo autocrucificado en medio de la plaza que la expectación formó a prudente distancia, venciendo la curiosidad al miedo de los testigos, los naranjeros encararon a los espectadores de barrera preferente, el cabo toreaba de salón, chuleando el tipo como si tomara la alternativa. Jovino lo vio así, como una corrida de toros, sabiendo que era a él a quien brindaban el espectáculo y negándose a saltar de espontáneo pasara lo que pasara.

– ¿Dónde está tu hermano Charlot? ¿Cuántos componen su grupo?

Antes de que Lolo pudiera contestar, el cabo Mediocapa le cruzó la cara de un tortazo con la mano abierta, humillante y doloroso, cinco dedos rojos sobre la mejilla izquierda.

– ¿Pero qué…?

No le dio tiempo ni a terminar la frase ni a ofrecer la otra mejilla, el nuevo tortazo le marcó otros cinco dedos en la derecha.

– ¿Dónde está? ¿Cuántos son?

Otro golpe, éste con el puño cerrado.

– Yo qué voy a saber.

– ¿Dónde está?

Otro más.

– ¿Cuántos son?

Y otro. El cabo Mediocapa, Demetrio Sánchez, natural de Pancrudo, Teruel, comandante del puesto de Oencia, había cogido el ritmo sin importarle en el fondo la información que la víctima pudiera proporcionarle sobre el paradero de su hermano herido, pues era consciente de que nada sabía, era un infeliz, si le llamaban el Puto era por su puta mala suerte, desde pequeño todos los palos que se perdían en la escuela se encontraban sobre sus costillas, pero el interrogatorio servía de castigo ejemplar e indirecto, que fuera tomando nota el forastero.

– ¿Dónde está?

– Por mi madre, no me pegue…

Restalló una vez más su carne, ahora violácea.

– No te tapes la cara o te aso, ¿dónde está?

Empezó a sangrar por la boca, a borbotones.

– ¿Cuántos son?

También sangraba por las cejas, por el lóbulo rasgado, un rostro de nazareno, Lolo, perdido el sentido de la orientación, giraba sobre sí mismo como un molino con las aspas de sus brazos en cruz.

– No bajes las manos que te meto un tiro en la barriga, ¿dónde está?

Jovino cerró los puños, pero resistió la doble tentación contradictoria, la de huir del espectáculo y la de atacar a aquel matón que no le resistiría medio gancho al hígado.

– No te daré la excusa que buscas.

Tenía mala prensa el Demetrio, de mal nombre Mediocapa porque solía llevar un capote más corto que el reglamentario y porque, en otro hábil interrogatorio, de una patada le había arrancado al presunto un testículo de cuajo, lo había medio capado, pero nadie atestiguaría en contra suya, oficialmente trata de imponer la ley y el orden y si todas sus acciones favorecen a la Brigada del Gas se trata de pura coincidencia, como en las películas, un contubernio indemostrable.

– Mamá mía…

– ¿Dónde está?

No resistió el último golpe y cayó de rodillas.

– ¿Dónde está?

Se puso a cuatro patas para poder sostenerse.

– Si le ves al Charlot cuéntale lo que hago con los enemigos de la patria, rojo. Canta el Cara al sol, que te oigamos todos.

Cantó con voz patética.

– Cara al sol… con la… cami… sa…

– ¡Más alto!

El llamado por una vez en su vida don Manuel Castiñeira, alias el Puto, perdió el conocimiento.

– Los rojos presumen de duros pero no resisten nada. Caballeros, ayuden a este hombre.

No acudieron en su ayuda hasta que los uniformes verdes se confundieron, a lo lejos, con los prados. Jovino tenía el estómago revuelto, no por la cara tumefacta del infeliz Lolo, las había visto más destrozadas en las trincheras, sino porque era a él a quien estaba destinada la paliza y no había dado un paso para remediar la suerte del sustituto, si lo hubiera hecho a estas horas cara al sol y criando malvas, hay que ser prácticos y resistir las arcadas, mientras le colocaban sobre una escalera, improvisada camilla, se acercó a su ex socio y le llenó los bolsillos con piedras de wolfram, después siguió con Eloy cuesta abajo, hacia Cadafresnas, puede que éste sí le sirviera de algo.

– Como advertencia me parece excesivo, ¿siempre actúan así?

Caminaron en silencio, Eloy no sabía qué contestar, tenía miedo, se refugió en el cadencioso rumor de sus abarcas sobre la tierra, fue mucho más tarde cuando trató de clausurar el tema.

– Contra esas bestias no hay nada que hacer.

– Mientras no se te arrugue el pitilín, se puede.

– No valgo para esto.

– Pues como no juegues a la lotería, ya me dirás.

– Hombre, hemos sacado unos kilos, ¿no?

– No, hemos perdido una fortuna, que no es lo mismo. ¿Sabes? Me parece que tienes razón, que no vales.

– ¿Por qué lo dices?

– No te van las aventuras, tú eres de los de pájaro en mano.

– Puede…

– Lo tuyo es otra cosa. Vives en el pueblo, ¿no? Como decíamos en el ejército, yo necesitaría un apoyo logístico, un sitio donde dormir, comer, un refugio de confianza, eso sería lo tuyo.

– ¿El qué?

– Montar una especie de fonda, un negocio redondo, los víveres se van a poner por las nubes.

– ¿Tú crees? Tendría gracia.

– Y mucho más se va a pagar por la colaboración de una persona honrada que con la excusa de las dormidas mantuviera en depósito el material hasta su venta.

– Sitio hay.

– Pues yo que tú no me lo pensaría dos veces.