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Capítulo 6

Dositea utilizaba su propio apellido Valcarce y jamás se nombraba señora de, hasta en pensamientos censuraba al innombrable, puesto que la había dejado en su precaria situación de ni viuda ni divorciada, que esto último hubiera sido imposible, pues su condición de católica no se lo hubiera permitido y así, para borrar la memoria del esposo y no favorecer los cotilleos, no salía a la calle, los recados se los hacía Olvido, niña Olvido por hija única, va a cumplir los diecisiete y aunque es mujer su madre la ve tan niña como a los seis, no me lo llames delante de nadie, protesta Olvido, la abuela te tuvo a ti a mi edad, niña, la reprende, no digas procacidades, eran otros tiempos; la jovencita salió a la calle con el encargo de medio de puntilla y cuarto de raso para el eterno esfuerzo de conservar la ropa interior como nueva, prolongó el paseo hasta la mercería El Hilo de Seda deambulando por calles transversales, demorándose en la fuente por el puro placer de sentirse libre, viva y en movimiento, sentía un hormigueo especial que le impedía estarse quieta, y más inquieto aún se mostraba su corazón provocando continuas aventuras imaginarias, todas con el mismo propósito, el de volverlo a ver, no es que fuera guapo, es que le gustaba a ella como nunca le había gustado otro chico y no sabría decir por qué, encuentros en los que se mostraba tan audaz como para mirarle directamente a los ojos y para, no quería sobrepasarse en la audacia, para tomarle de la mano y decir ven conmigo, no se atrevía a decirlo, las contradicciones le provocaban un raro placer agridulce, le costaba trabajo el dormir del esfuerzo que hacía para soñar con él, si no lo conseguía se despertaba para volverlo a intentar, todo su cuerpo latía en la misma dirección, lo notaba y le daba tanta vergüenza que no se lo había dicho ni a su mejor amiga de clase, iba a suspender más de una asignatura, con los exámenes encima y sin poder concentrarse en ningún texto, lo notaba en el sostén, le crecían los pechos de hora en hora, a ella, preocupada antes por quedarse plana, era absurdo relacionar ambas cosas, pero cuanto más le crecían más se acordaba del recién llegado y cuanto más lo recordaba más problemas tenía con el sujetador y más ansias tenía de volverle a ver.

– Me de…

No recordaba el encargo, trató de memorizarlo frunciendo el entrecejo.

– ¿Te pasa algo, Olvidín?

Odió a la mercera por llamarla así, «no es nada, puntilla y raso, medio y cuarto», salió de la mercería y con nuevos meandros en el itinerario llegó a la calle del Agua por la que pasó con la indiferencia de quien ha nacido en ella y la ha repasado millones de veces, los detalles que le afectan, cuando se fija en ellos, no pueden ser los mismos que afectan al forastero curioso, escudos y blasones tapizan los edificios evocando una historia suntuosa, pero a Olvido le sugiere algo más importante la esquina anónima de su menarquia, en donde tuvo de improviso la cuchillada de su primera regla sobre la que nadie la había informado, los torreones y la heráldica eran tan cotidianos como los nidos de golondrinas bajo el alero de cualquier edificio, casa solariega de don Gabriel de Robles, primer tallador de moneda en el Potosí, convento de las Agustinas Recoletas de San José, capilla de los condes de Campomanes, casa en que nació el novelista Gil y Carrasco, palacio de los marqueses de la villa, frontero al del obispo Torquemada, marquesado en lo civil tan poderoso, en su día, como en lo eclesiástico sus vecinos de la Colegiata, más de sesenta parroquias a sus pies y dependencia exclusiva del Pontífice romano, si Villafranca fue el eje histórico del Bierzo, la calle del Agua fue la columna vertebral de su propia sociología, para los villafranquinos su ciudad es única por más que existan Villafranca de los Caballeros, de Bonany, de la Sierra, del Penedés, del Campo, del Cid, de los Barros, del Ebro y del Duero, por más que para los pueblos de alrededor los villafranquinos sean unos señoritos arruinados y presumidos que no la hincan, que no quieren mancharse las manos y se la menean con papel de fumar, y la prueba es que poquitos suben a la peña a pesar del hambre. Con la indiferencia de la cotidianeidad, con inquietud por el nuevo sentimiento que se le agita en los pechos, la niña Olvido llegó al portal de su casa, puerta de nobles cuarterones de madera y reja artística, siempre abierta, para lo que hay que robar no merece la pena tomarse molestias, de dinero nada y los muebles demasiado viejos, no se ha iniciado aún la rapiña de los anticuarios, cuadros tan lóbregos en los que apenas se distinguen las figuras y menos las firmas, ilegibles, como la de un Caravaggio.

– Cójalo, Isidora.

Entró en el sombrío zaguán a tiempo de escuchar el repiqueteo del teléfono en el piso de arriba, el de los dormitorios, en donde hacían la vida, ¿quién será?, con la esperanza de que fuera otra persona, a sabiendasde quién es el únicoque llama, hacerlo desde Cacabelos es una conferencia cara y tan complicada como desde Cádiz, desde donde nunca telefoneó su padre, sería tan hermoso que fuera otro, un otro muy concreto, volver a oír su voz aunque sólo fuera para tomar el recado.

– ¿Dígame?

Preguntó Isidora, la viejísima ama, desde siempre en el hogar, desde antes de los muebles, como de la familia, sin sueldo y con el debido respeto por más que se la considerase de la familia, reliquia de los buenos tiempos junto con el teléfono de bocina articulada.

– ¿Está doña Dositea Valcarce Vega?

– ¿De parte de quién?

Lo preguntó aun habiendo reconocido la voz de don Ángel, tampoco podía ser otro, nadie más llamaba, pero las formas hay que mantenerlas, avisó a la señora y contestó al «¿quién es?» de Olvido, «¿quién va a ser, niña?», y se extrañó de su decepción, no iba a esperar una llamada la mocosa. Podía haber sido otra persona, pensó Olvido, hubiera sido tan hermoso, ¿de qué habríamos hablado?

– De nada.

Se puso su madre al teléfono.

– Dime, Ángel, ¿cómo estás?

– Bien, bien, ¿y tú? Verás, he pensado que tienes un armario lleno de ropa de caballero y alguna prenda puede serle útil, algo práctico, jerseys, pantalones, no el traje de chaqueta cruzada, claro, quizá le estén grandes pero pueden arreglárselos…

El innombrable se marchó tan de improviso, tan a la desesperada, que dejó la mayoría de sus efectos personales, todavía andaba por ahí rodando una brocha de afeitar, toda la ropa en buen estado, ella metía sus bolitas de alcanfor contra la polilla aunque no la fuera a utilizar nadie, en la primavera algún membrillo aromático, era muy cuidadosa, tenía tiempo de sobra y se distraía en infinitas labores domésticas.

– Yo misma puedo hacerlo.

– No te molestes, se lo hará Vitorina encantada.

Olvido se quedó escuchando la conversación al otro lado de la puerta, urbanidad y conducta, notable, las monjas ponían las notas por rutina, no se enteró del encargo, pero el instinto espoleó su curiosidad, palpitaba en los pulsos como si tuviera fiebre.

– Un sobrecito de okal.

Don Ángel despachó el analgésico y se sorprendió al ver entrar en la farmacia al Inglés, un extranjero natural de Glasgow.

– Caramba, mister White, no estará enfermo con esa buena pinta que tiene, ¿eh?

– Vengo por un producto, no por medicinas, ¿cómo se dice?, ¿nitrato de amoníaco?

– Amónico. Nitrato amónico.

– Exacto, nitrato amónico, ¿tiene?

William White hablaba un castellano fluido y bastante amplio aunque con mucho acento sajón. Lo de sajón lo decía el boticario que, a pesar de ser germanófilo, le tenía en gran estima por ser hombre culto con el que mantenía largas charlas cuando coincidían en el café del Macurro. Era la primera vez que entraba en su establecimiento.

– ¿Para fabricar explosivos?

– No, my God.

– Es broma, es que con la fiebre minera ya sabe, lo mezclan con gasoil y se ahorran la dinamita.

– Abono, para abonar la huerta y el jardín, con el amónico salen unas hortensias azules fantásticas.

El Inglés sabía mucho de agricultura, apareció en Cacabelos pocos meses antes y compró una finca en la margen izquierda del río, hacia Carracedo, una buena tierra mal explotada, al firmar el talón de la compra con sus iniciales le dijo el director del banco, para hacerse el simpático, es usted un hombre de suerte, su nombre es capicúa, doble uve doble, había firmado «W. W.». No, soy un hombre de suerte por la compra, he dado media vuelta al mundo hasta encontrar una tierra como ésta, frase que le ganó las simpatías del pueblo.

– Aquí tiene, ¿algo más?

– Voy a tener que subir a la peña, me han encargado un estudio geológico.

No es que fuera muy explícito lo del encargo, pero nunca se había referido a nada suyo personal y don Ángel se volvió a sorprender, sus charlas de café tendían a lo metafísico.

– Caramba, sabe usted de todo.

– Soy edafólogo, sé del suelo y poco más. Es un encargo que me complica la vida. Necesito un ayudante, ¿no conocerá a alguien?

– Hay cientos en busca de trabajo.

– Joven y de confianza. Había pensado en su joven protegido, ¿qué le parece?

Un día de sorpresas, sí, señor, eso era pasar del arcano a la confidencia. El farmacéutico recordó algo, pero sobre todo hizo el paréntesis para ganar tiempo y reflexionar.

– Me permite, por favor, tengo que hacer una llamada.

Dalia, la Corina, la telefonista, le puso con Villafranca y pulsó el interruptor, le gustaba oír ciertas conversaciones, pero se privaba de las de don Ángel desde que éste, dándole en vez de un analgésico para el dolor de cabeza unas píldoras de purgante aloico que la clavaron en la taza del retrete dos días seguidos y no se la llevó el desgaste de milagro, le dio a entender que no estaba bien aplicar el oído a lo que no la incumbía.

Dositea afirmaba con movimientos de cabeza y tomaba mentalmente nota de las instrucciones con relación a la ropa de caballero pasando por alto el retintín con que él pronunciaba lo de caballero.

– …cosas prácticas para el invierno, ahora con una camisa va que chuta, pero en cuanto llegue el frío se pela, le haces un paquete y se lo mandas a Quilós, total, a ti no te sirven de nada, ¿verdad?

Un recordatorio cruel a la ausencia del marido del que se arrepintió de inmediato, quería decir que tenían que ayudarse unos a otros, no eran tiempos de abundancia y si a uno le sobra y a otro le falta lo mejor es un empate. Se despidió de su prima y volvió al tema del Inglés.

– Es un chico voluntarioso e inteligente.

– Hermosas virtudes, pero yo pregunto si es honrado, tendré que depositar en él mi confianza.

Cuando la miseria galopa sin freno y el problema es la subsistencia física, tener confianza en un amigo, en un socio, en un sirviente, es algo que no garantiza ni el certificado de buena conducta.

– Sí, es de confianza.

– ¿Le importa que le haga la oferta de empleo?

– Al contrario, y no sabe lo que me alegraría que llegasen a un acuerdo, lo malo es que también a él le ha entrado la fiebre del wolfram.

– Intentaré convencerle.

– Ojalá lo consiga.

No estaría nada mal que José aprendiera un oficio y al mismo tiempo se alejara de la dichosa peña del Seo, pensó don Ángel, aunque ya es mayor de edad y dueño de su destino, no se le ocurrirá a esa insensata mandar a la niña con el paquete a Quilós, no me gustó nada su forma de mirarla en plan chivo agónico y enamorado, lo que nos faltaba, con lo del Inglés se me pasó advertirla.

Olvido iba en la camioneta de Turo con el bulto en el regazo, acariciando el papel de estraza, sumida en la angustia de ojalá esté en casa pero mejor que no esté, qué vergüenza, me lo va a notar; nerviosa, creía que los pasajeros estaban pendientes de su menor gesto y preguntándose por el contenido del envoltorio, en un anuncio, «aceite inglés, ya sabes para lo que es», no lo sabía, soy una descarada pero no me atreveré a mirarle a los ojos, tienen un algo especial, mucho menos a decirle ven conmigo como en los sueños, decían que Enedina, la Bruxa, preparaba unos polvos de venteconmigo a base de lágrimas de mochuelo y pelo del ser amado, pero quién consigue el pelo, Virgen de la Quinta Angustia, qué palpitaciones, en otro anuncio, «madre, criando a tu hijo al pecho cumples un sagrado deber y le evitas grandes peligros», le crecían por momentos o era su agitada respiración lo que provocaba el sofoco de, de algo que no se lo diría ni a su mejor amiga, y menudo trago el confesarse con don Sergio, se había masturbado pensando en él, puede que se le pasara con un cilicio.

El coche la dejó en el cruce de la nacional VI, en el mojón 405, marchó a pie entre viñas bien sulfatadas y manzanos mal podados, el sofoco, lo que fuera, alteró el sentido de lo que estaba haciendo, trató de calmarse, cumplía un recado más, en la puerta de la Gallarda estaba Vitorina, esperándola, alargó la pesada caja sujeta con bramantes a la mujer de luto, sería de la misma edad que su madre, pero parecía mucho más vieja que Dositea, más castigada por la huerta, el campo, los hombres, más morena de sol y arrugada de soponcios, pero no menos cariñosa.

– ¿Qué haces ahí como un pasmarote, Olvidín? Anda, entra

Imposible, si está dentro me muero y si está y no entro también, no puede ser, pero si desprecio su invitación se sentirá ofendida y no se lo merece, algo hocicaba entre sus pechos forcejeando por salir a la superficie, un animalillo temeroso, sintió el arañazo de sus patitas cuando se decidió a entrar, no sabría decir si fue amable o no, lo intentó con trivialidades de «¿qué tal estás?» y similares, Vitorina sí lo fue de veras, «toma, le llevas estas cerezas a tu señora madre, que muchas gracias por la ropa, que no debía haberse molestado», puede que ni devolviera las gracias, tan grande era su decepción, no se vislumbraba alma alguna del sexo opuesto en toda la casa, se despidió con un sobrio «adiós», para eso tanta molestia, tan ponerse en evidencia, soy una estúpida. No habría caminado cien metros del desasosegado y triste regreso cuando sonó una voz inconfundible.

– ¡Olvido!

Le vio correr hacia ella, sonriente, una sonrisa tan contagiosa que el paisaje entero sonrió avivando sus verdes y azules. Le costó un esfuerzo inaudito poner un tono de indiferencia en la sorpresa.

– Ah, eres tú.

– Estaba arriba, en el desván, preparando los bártulos, por poco te me escapas.

– A lo mejor te escondías.

– Tonta, me alegro tanto de verte, no sé qué decir… deduzco que la voz es un sueño inapetente, un descanso, un alvéolo del silencio…

– ¿Es un verso?

– Sí, se me ha ocurrido ahora mismo, no sé.

– Tengo prisa…

– Pero no tanta como para no darme un beso de despedida, ¿no?

Le vio inclinarse sobre su rostro y se sintió desfallecer, no podía negarse, era normal entre parientes y, aunque ellos no lo fueran entre sí, en la farmacia los habían presentado como tales dada la amistad con don Ángel, colocó la mejilla en la postura adecuada, detectó el falso movimiento de él, pero no hizo nada para evitarlo, José Expósito la besó en los labios.

– Ausencio…

El mundo cesó de girar y la inercia arrojó a uno en brazos del otro, se sintieron culpables y felices, la vida merecía la pena de ser vivida, fue un instante de eternidad desesperada, del contacto de ambos cuerpos surgió un maravilloso animal, enorme felino de cuerpo elástico y musculoso, cabeza tremenda y melenas al viento, su larga cola parecía una estela de fuego, brillaba al sol su pelaje liso, el más bello león que pudieran imaginarse y tan diferente, tan de ellos, que no los sorprendió su existencia, tampoco les inspiró temor, al contrario, una gran confianza, abrió sus inmensas alas gualdas y se sintieron protegidos en su sombra, revoloteó a su alrededor durante aquel eterno latido y después voló alto, por el azul del cielo, hasta desaparecer en el campo de las Danzas, en el pico de La Quiana, la montaña mágica del Bierzo.

– ¡Olvido!

Corrió alejándose de José, sabiendo que jamás se separaría de él, sintiendo cómo todas las palpitaciones y nervios se remansaban salvo los del otro animalillo que hocicaba un poco más fuerte que a la ida, era el sentimiento de culpa, pero no le iba a hacer caso, el miserable animalejo no podía compararse en fuerza con su espléndido león protector, ya se confesaría, pero ahora tenía que correr con todas sus fuerzas antes de desmayarse.