37901.fb2 El A?o Del Wolfram - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Capítulo 7

El grito de aquel hombre me cortó la respiración con la prontitud de una cuchillada en la tráquea, levanté la mirada y le vi caer desde lo más alto del caborco de la Muerte, intentaba volar, movía las manos, se abría de piernas y los faldones de la camisa ondeaban al viento, a toda velocidad como un paracaidista al que le falla el mecano, a veces uno sueña en volar, agita los brazos y asciende pesadamente unos metros, pero ni siquiera en un sueño se puede frenar una caída tan a plomo, atravesó la última capa de niebla mañanera y reapareció después, abajo, como un obús a punto de estrellarse contra las rocas.

– Se va a hacer polvo.

Polvo eres, mas polvo enamorado, y en polvo te convertirás, pensé cuando me abrazó Vitorina a la puerta de su casa, me costaba decir mi casa porque no lo era, subí de un salto la destartalada escalera exterior de pizarra y en el espacio libre del balcón corrido, como siempre repleto de colgaduras, ristras de pimientos, panochas de maíz y ropa puesta a secar, me abrazó loca de entusiasmo.

– ¡Pepe! ¡Pepe de mi alma!

Volví a llorar por culpa de sus lágrimas, sentía su cuerpo aplastado contra mi pecho y si no podía imaginarme dentro de su vientre, sí aferrado a sus pezones, eras un mamoncete insaciable, me había dicho tantas veces, pasamos a la cocina, los mismos muebles, más viejos, más cansados, como su rostro que enmarcaba un pañolón de luto riguroso, la Gallarda se quedó viuda como tantas otras por ruines venganzas personales, a Ricardo García, su hombre, le fusilaron un amanecer de mal recuerdo junto con varios más en las tapias del cementerio para ahorrarse el traslado, su nombre no figuraba en la lápida del atrio de la iglesia, la de los caídos por Dios y por España, había caído por nada, pregunté por Ricardo García Gallardo, mi hermano de leche.

– ¿Y Carín?

– ¿Dónde quieres que esté? En la peña.

Sus pupilas cantaban lo de tristes hombres si no mueren de amores, tristes mujeres si les arrancan los quereres, lloraba la copla sin odio en la sangre, con tristeza en el alma.

– También yo voy a subir.

– Búscale, se alegrará de verte, ayudaos, andan sueltas muy malas personas, ayudaos que si os pasa algo me muero.

– Alegra la cara, saldremos de pobres.

– Yo nunca he sido pobre, Pepe, apenas he tenido para comer, pero siempre he tenido alguien que me quisiera y a quien querer, con cariño no se es pobre.

– Te traeré algo más que cariño, dame tiempo.

– Cuídate, cuidaos los dos, sois mi fortuna, la única que me interesa.

Me enternecía, para no llorar a moco tendido bajé a la calle, medio Quilós salió a saludarme y el otro medio se quedó tras los visillos espiando mis movimientos, ninguno de los de mi quinta estaba en el pueblo, ¿para qué preguntar dónde estaban?, fui a visitar a mi madrina, la Bruxa, no podía fallarle, me quería de veras y yo a ella más si es que eso era medible, me impresionó su carita de pasa, podía tener cien años, no salía de su habitación, una zahúrda en forma de hórreo por la que circulaba el aire a su antojo; sentada en su silla de enea se la encontrarían rígida un invierno, si no era el próximo el siguiente, a no ser que fuera inmortal y nos enterrara a todos, cosa que a nadie extrañaría, el número de personas que por allí desfilaba en consulta no había descendido, al menos estaba entretenida.

– Te aguardaba, Pepiño.

Era la única que me llamaba así, la abracé antes de que pudiera levantarse, cualquier movimiento brusco podría quebrarla, no sé, volví a emocionarme, quizá fuera la debilidad de tantos años sin proteínas, hablaba sin dejar de acariciarme el cabello con sus dedos sarmentosos pero sorprendentemente ágiles.

– Tienes que recuperar fuerzas, mira, te he preparado un caldo muy especial, no lo hay mejor para revitalizar los glóbulos rojos del espíritu, no te inquietes por tus raíces, las tienes muy fuertes, ya las conocerás, importa el presente, aférrate al hoy y déjate llevar, llegarás, pero si quieres alguna otra cosa pídemela, puedo leerte el porvenir, tráeme un vaso de agua.

No quería abusar de su gracia, en la que no creía.

– He venido a verla a usted, Enedina, lo demás no me importa, ni siquiera mi pasado.

– Eres muy bueno, Pepiño, te harán daño por tu bondad, yo sé que tu pasado te importa, pero no dejes que te obsesione, toma este caldo, es lo más reconfortante que conozco, te hará un hombre de bien, ¿sabes lo que es un hombre de bien?, el que es capaz de distinguir entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, el amor y el odio, no es una ventaja, al contrario, es una conciencia, pero te permitirá saber dónde estás y superarlo, come sin miedo, está amargo, no es de las berzas, es de la amanita, una seta venenosa, pero no tengas miedo, está medida justo para afianzarte en el bien, come y cuéntame cosas, ¿has ejercido el poder que te regalé el día de tu bautizo?, te ha tenido que encarnar ya de sobra y ésa sí que es una ventaja, utilízala a fondo cuando te haga falta, nunca por divertirte, después del caldo es casi imposible que la utilices para maldad, casi, no hay encantamiento que elimine el casi del albedrío humano, el casi dependerá de ti.

La experiencia de la guerra me había hecho un escéptico, pero me gustaba oírla referirse a mí con tanto amor porque eso es lo que más necesita quien no tiene abuelos, lo del campo de trabajo pudo haber sido una casualidad, un acierto sicológico, yo qué sé, preferí no comentarlo, pasé varias horas con ella, el caldo me sentó de maravilla, comer bien sí que era una bendición, de entre consejos y cotilleos recuerdo la profecía de su muerte:

– La víspera de san Roque, justo cuando al perro le coloquen el racimo de uvas en la boca para sacarlos en procesión.

– No diga tonterías, tiene cuerda para rato.

– Cuerda sí, pero no ganas, y el invierno no me gusta, ¿no pensaste lo del invierno al entrar aquí?

Seguía sin volverme la respiración, la caída de aquel hombre fue espeluznante, pero lo de verdad siniestro fue el chasquido de su cuerpo contra las rocas del fondo, le vi descabezado y me volvió la imagen de Mauro, mi compañero de escuadra, en la trinchera, a punto de iniciar una descubierta rutinaria, silbaba de vez en cuando una bala de advertencia disparada al azar, el enemigo existe, un trago de saltaparapetos y me dijo eso de si la oyes silbar no hay peligro, ya está lejos, saltamos fuera al mismo tiempo y se desplomó decapitado, algo que desde luego no habíamos oído silbar le partió en dos, un tajo limpio, ni siquiera me salpicó, desapareció la cabeza de aquel hombre metida entre sus propias piernas, redondo como una pelota rebotó por el pedregal del arroyo hasta quedar inmóvil, después, lentamente, se abrió como una crisálida y adquirió de nuevo la forma humana, se distinguía bien a pesar de la distancia, las extremidades en aspa y la cabeza en su sitio, me volvió la respiración, aproveché el primer aliento para preguntárselo a Jovino, a mi lado.

– ¿Qué hacemos?

– Ni se te ocurra hacer nada, listo, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

No estaba de acuerdo con el refrán pancista, respiraba amor por todos los poros de mi cuerpo como si en la niña Olvido se encarnara la humanidad, por poco se me escapa, estaba en el desván preparando los bártulos que consideraba necesarios para mi actividad minera, me asomé por la ventana de la buhardilla a respirar un poco de aire fresco y vi cómo se alejaba de la casa, la reconocí con la pasión del explorador que descubre un nuevo océano y me hundí en sus aguas, corrí tras ella, no sé lo que nos dijimos sin palabras, ven conmigo, iré a buscarte hasta el otro lado de la luna, no nos separaremos jamás, nos besamos sin necesidad de disfrazar nuestras intenciones y el mundo se detuvo para que naciera el sorprendente león alado, fue su piel, el contacto de su piel hizo florecer algo bueno dentro de mí, el sabor de sus labios, no me atrevía ni a beber agua para no perderlo, no concertamos ninguna cita porque ambos nos sabíamos ya emplazados en un destino común, inexorable, dentro de nosotros se construía un edificio de ilusiones que habitaríamos por encima de los prejuicios sociales del bondadoso don Ángel.

– Voy a bajar.

Abrazándola, con la fuerza de las razones oscuras, o tan claras que se vuelven ilegibles, me salió el poema que me había prometido para mí solo, tan hermético que ni yo mismo lo entendí, y sin embargo era la explicación definitiva: «Soy, hijo perdido sin salir de madre, / como un río que sigue creyéndose su fuente. / Y el amor me aconseja la piel como una esencia / untada, como un tacto que ignora su materia. / Redacto la obediencia magnánima, el desconcierto / ejemplar, y recorro la piel como un erizo, / cálido de enemigas púas atenuadas. / Cuando el amor me saque de ignorancia, deduzco / que la voz es un sueño inapetente, un descanso, / un alvéolo de silencio, / y daré por terminado mi arco iris tenso.»

– Ni se te ocurra, listo, es un accidente laboral y si la metes se te complica, tranquilo.

De tranquilo nada, mi conciencia no me lo permitía, mi imagen ante Olvido se desmoronaría con una conducta tan egoísta, no estaba muerto puesto que se agitaba, levantaba un brazo en ademán de socorro, no podía separar la vista del caído, alguien se acercaba a auxiliarle, un hombre al que vi con espanto transformarse en un reptil asqueroso, ofidio de longitud eterna, boa constrictor de colores brillantes acercándose al cuerpo herido, una sierpe inverosímil provista de múltiples extremidades que lo registraron a fondo apoderándose de todo lo que de valor contuvieran sus bolsillos, y por último lo más repugnante, despojándole en vida de sus botas de monte, desde tan lejos parecían de cuero auténtico, no me pude contener y grité con todas mis fuerzas:

– ¡Eh, tú! ¡Hijo de puta!

Debió de oírme, la enorme culebra excavó con sus cien pies provistos de garras una tumba en la que se enterró desapareciendo de mi vista, en su lugar quedó el miserable ladrón, asustado, desapareció a la carrera, me precipité cuesta abajo con una mínima precaución para no romperme la crisma, un terraplén casi vertical por el que saltaba procurando no destrozar el botiquín de Jovino.

– Vive, te acompaño.

Me alegró el oír sus zancadas tras las mías, su experiencia reconfortaba, poca gente subía a la peña con un botiquín de primeros auxilios, el amigo Menéndez era un tipo tan extraño como la fauna fantástica de leones y serpientes que merodeaba por mi cerebro, recordé nuestra también extraña forma de conocernos, no había localizado a Carín y cuando, tanteando de calicata en calicata, me detuve en una que prometía, su voz sonó recia, imperativa, en un tono característico y ya inconfundible.

– ¡Relevo!

Di media vuelta y me sorprendió su figura, su fuerte complexión y la bailarina del bíceps, pero en especial su mirada, había algo en ella que no cuadraba en el enfrentamiento y que no supe descifrar hasta el desenlace del mismo.

– No me da la gana.

– ¿Te convence este cacharro?

– ¿Qué pasa? ¿Eres un matón de los del Gas?

– ¿Les tienes miedo?

Me apuntaba con una pistola, una Bayard del nueve corto, y sin embargo hablábamos como si se tratara de una partida de mus, a ver quién paga las copas.

– No le tengo miedo al Gas, ni a ti, ni al moro Muza.

– Te voy a dejar seco.

– Se acabarían mis problemas y empezarían los tuyos.

– Listo, ¿sabes que ese buraco es demasiado para ti solo?, ¿tienes experiencia en perforaciones?

– No.

– ¿Dinamita?

– Tampoco.

– ¿Algún arma?

– Tampoco.

– ¿Pues qué coño tienes tú, chaval?

– Cojones.

– Listo, eres el socio que andaba buscando.

Guardó la pipa y se explayó en un barroco argumentario de refranes, «si estás solo y vas a Sevilla, pierdes la silla», como la proposición me pareció justa, lo que sacáramos a medias, acepté.

– Choca la pala, chaval. Jovino.

– Ausencio.

El apretón de manos selló el pacto, se prolongó en un pulso de tanteo, hubiera triturado los huesos de mucha gente pero yo resisto lo mío, aflojó cuando consideró que estaba a punto de vencerme, insólito detalle de buen gusto, se distendieron nuestras sonrisas y caí entonces en el significado de su mirada, simpatía, desde un principio nos sentíamos cómodos el uno con el otro, en nuestros ojos las páginas del contrato estaban abiertas, las habíamos firmado sin leer por pura simpatía y nos fiábamos hasta de la letra pequeña. Forcejeamos en la calicata del relevo hasta que el grito nos cortó la respiración, bajábamos a tumba abierta, yo era más ágil y le saqué un buen trecho, sonreí sin hacer comentario alguno.

– Listo, ahora sé por qué dicen que los de Quilós corren por dos.

– Valen.

– De momento corren.

– Está destrozado, ¿qué hacemos?

Sangraba como un cocho en la masera, puede que tuviera los huesos astillados, lo más espectacular era el cráneo, rajas de sandía.

– De momento taponarle o se le acaban los cinco litros.

Jovino metió las gasas por las heridas con la misma delicadeza con que se estopa una cuba, la seguridad de sus movimientos inspiraba confianza.

– Ya vuelve en sí.

– ¡Dios! ¡La madre que parió a Cristo!

– No blasfemes, coño.

No sé por qué lo dije, mis relaciones con la Iglesia distaban de ser cordiales, recordé el rótulo de un bar en Rubielos de la Mora, «prohibido blasfemar sin motivo», y le di la razón, aquel hombre tenía un buen motivo, no le iba a perjudicar el desahogo.

– Me voy a cagar en lo más barrido, me estoy muriendo.

– Por mí no te prives, chilla.

– ¿Cómo está?

Lo preguntó alguien, se habían arremolinado en olor de multitud solidaria, lo que ocurre es que en los accidentes, como en las pistas de baile, a nadie le gusta ser el primero, pero cuando sale la primera pareja entonces sí, hala, al barullo, se presentó como cuñado y se responsabilizó del traslado a casa del médico más próximo.

– A Villafranca, al doctor Vega, en la calle del Agua.

– Te acompaño.

– Quédate -me detuvo Jovino-, tenemos que hacer planes, socio.

– Cuentas.

– Y más cosas.

Me hubiera gustado acompañarle por si el azar me cruzaba con Olvido, a menudo nos avergonzaríamos de nuestras mejores acciones si se adivinara el motivo que las origina, pero esta vez no, había obrado con una espontaneidad desinteresada, la misma que me impulsó a aceptarle como compañero de fatigas, de futuros esfuerzos, confiaba en el género humano, uno de los frutos engañosos del amor, me quedé con él y dejé al cuñado y a los de su cuadrilla, la de Páramo de Órbigo, encargarse del traslado.

– Una caballería, por favor.

– Te la alquilo -se disculpó el buhonero-, de algo hay que vivir.

– Venga, arriba.

Le cabalgaron entre ayes y blasfemias curiosamente eufemísticas.

– Me cago en Diógenes, me muero.

Se les iba a despiezar por el camino, para evitarlo en lo posible le ataron a la espalda dos leños de galleiro, «me cago en Cristóbal Colón», después supimos que el tipo se había salvado, eso sí, cojitranco y afásico, todo un logro, según el doctor, primo de doña Dositea, por el sentido común de la cura de urgencia, más fama para Jovino; me cogió del hombro liberándome de los curiosos.

– Vamos a casa de los Perrachica, es una buena fonda, allí podemos hablar tranquilamente.