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Termes, Hormigas, etc.

Delante de la casa de Ogoja, pasado el límite del jardín (más una pared de matorrales que una cerca cuidada), empezaba la gran llanura herbosa que se extendía hasta el río Aiya. La memoria de un niño exagera las distancias y las alturas. Tenía la impresión de que esa llanura era tan vasta como el mar. Estuve horas en el borde del zócalo de cemento que servía de vereda a la casa, con la mirada perdida en esa inmensidad, siguiendo las olas del viento en la hierba, deteniéndome de tarde en tarde en los pequeños remolinos de polvo que bailaban por encima de la tierra seca y escrutando las manchas de sombra al pie de los irokos. Estaba de verdad en el puente de un barco. El barco era la cabaña, no sólo las paredes de piedra y el techo de chapa, sino todo lo que tenía la huella del imperio británico, a la manera del buque George Shotton, del que había oído hablar, ese vapor acorazado y armado con cañonera, cubierto por un techo de hojas, en el que los ingleses habían instalado las oficinas del consulado y que remontaba el Níger y el Benue en la época de lord Lugard.

Sólo era un niño y el poderío del Imperio me era bastante indiferente. Pero mi padre aplicaba su regla como si sólo ella diera sentido a su vida. Creía en la disciplina, en el gesto de cada día: se levantaba temprano, enseguida se hacía la cama, se lavaba con agua fría en una palangana de cinc y había que guardar esa agua jabonosa para remojar calcetines y calzoncillos. Las lecciones con mi madre cada mañana, ortografía, inglés, aritmética. El rezo cada tarde, y el toque de queda a las nueve. Nada en común con la educación francesa, la carrera de desanudar pañuelos y las escondidas, las comidas alegres donde todo el mundo hablaba a la vez, y para terminar, los dulces romances antiguos que contaba mi abuela, las ensoñaciones en su cama mientras se escuchaba chirriar la veleta y en el libro La alegría de leer seguir las aventuras de una urraca piadosa que viajaba por la campiña normanda. Al irnos a África habíamos cambiado de mundo. Lo que compensaba la disciplina de la mañana y de la tarde era la libertad de los días. La llanura herbosa delante de la cabaña era inmensa, peligrosa y atractiva como el mar. Nunca había imaginado que gozaría de esa independencia. La llanura estaba allí, delante de mis ojos, lista para recibirme.

No recuerdo el día en que mi hermano y yo nos aventuramos por primera vez por la sabana. Tal vez instigados por los chicos de la aldea, esa barra un poco heteróclita en la que había chicos muy pequeños, con grandes barrigas, y casi adolescentes de doce, trece años, vestidos como nosotros, con short caqui y camisa y que nos habían enseñado a quitarnos los zapatos y los calcetines de lana para correr descalzos por la hierba. Son los que veo en algunas fotos de la época, alrededor de nosotros, muy negros, desgarbados, por cierto burlones y combativos, pero que nos habían aceptado a pesar de nuestras diferencias.

Es probable que estuviera prohibido. Como mi padre estaba todo el día ausente, hasta la noche, debimos comprender que la prohibición sólo podía ser relativa. Mi madre era dulce. Sin duda estaba ocupada en otras cosas, en leer o en escribir, dentro de la casa, para escapar al calor de la tarde. A su manera se había hecho africana. Pienso que debía creer que, para dos chicos de nuestra edad, no había lugar en el mundo más seguro.

¿De verdad hacía calor? No tengo ningún recuerdo. Me acuerdo del frío del invierno, en Niza, o en Roquebilliére, siento todavía el aire helado que soplaba por las calles, un frío de nieve y de hielo, a pesar de las polainas y los chalecos de piel de cordero. Pero no recuerdo haber tenido calor en Ogoja. Mi madre, cuando nos veía salir, nos obligaba a ponernos los cascos Cawnpore, en realidad sombreros de paja que nos había comprado en Niza, antes de irnos, en una tienda de la ciudad vieja.

Mi padre, entre otras reglas, había establecido la de los calcetines de lana y zapatos de cuero encerado. Apenas se iba a su trabajo nos descalzábamos para correr. En los primeros tiempos me despellejaba con el cemento del suelo al correr. No sé por qué, siempre me arrancaba la piel del dedo gordo del pie derecho. Mi madre me ponía una venda y yo la ocultaba en los calcetines. Después todo volvía a empezar.

Un día corrimos solos por la llanura leonada en dirección al río. En ese lugar el Aiya no era muy ancho pero lo sacudía una corriente violenta que arrancaba de las orillas terrones de barro rojo. La llanura, a cada lado del río, parecía no tener límites. Cada tanto, en medio de la sabana, se alzaban grandes árboles de tronco muy recto que, más tarde supe, servían para proveer de planchas de caoba a los países industriales. También había algodoneros y acacias espinosas que daban una sombra ligera. Corríamos casi sin detenernos, hasta quedar sin aliento, por las altas hierbas que azotaban nuestros rostros a la altura de los ojos, guiados por los troncos de los grandes árboles. Todavía hoy, cuando veo imágenes de África, los grandes parques de Serengeti o de Kenia, siento un vuelco en el corazón y me parece reconocer la llanura por la que corríamos cada día, en el calor de la tarde, sin objetivo, como animales salvajes.

En el medio de la llanura, a una distancia suficiente para que no pudiéramos ver nuestra cabaña, había castillos. En un área vacía y seca, paredes rojo oscuro, con las cresterías ennegrecidas por el incendio, como las murallas de una antigua ciudadela. Cada tanto, a lo largo de las paredes, se levantaban torres cuyas cimas parecían picoteadas por pájaros, despedazadas, quemadas por el rayo. Estas murallas ocupaban una superficie tan vasta como una ciudad. Las paredes y las torres eran más altas que nosotros. Sólo éramos niños, pero en mi recuerdo imagino que esas paredes debían de ser más altas que un hombre adulto y algunas de las torres debían de superar los dos metros.

Sabíamos que era la ciudad de los termes.

¿Cómo lo habíamos sabido? Tal vez por mi padre o por alguno de los chicos del pueblo. Pero nadie nos acompañaba. Habíamos aprendido a demoler esas paredes. Habíamos debido empezar por lanzar algunas piedras, para sondear, para escuchar el ruido cavernoso que hacían al chocar contra los termiteros. Luego habíamos golpeado con palos las paredes, las altas torres, para ver desmoronarse la tierra polvorienta, mostrar las galerías y los animales ciegos que vivían en ellas. Al día siguiente, las obreras habían rellenado las brechas tratando de reconstruir las torres. Volvíamos a golpear, hasta que nos dolían las manos, como si combatiéramos a un enemigo invisible. No hablábamos, golpeábamos, lanzábamos gritos de rabia y otra vez pedazos de pared volvían a derrumbarse. Era un juego. ¿Era un juego? Nos sentíamos llenos de fuerza. En la actualidad me acuerdo no como de una diversión sádica de chico malo, con la crueldad gratuita que a los chicos puede gustarles ejercer contra una forma de vida indefensa, cortar las patas de los escarabajos, aplastar a los sapos con una puerta, sino como una especie de posesión que nos inspiraba la extensión de la sabana, la proximidad de la selva, el furor del cielo y de las tormentas. Tal vez de esta manera rechazábamos la autoridad excesiva de mi padre devolviendo golpe por golpe con nuestros palos.

Los chicos del pueblo nunca estaban con nosotros cuando íbamos a destruir los termiteros. Sin duda, esa rabia por demoler los hubiera asombrado ya que vivían en un mundo donde los termes eran una evidencia, en el que representaban un papel en las leyendas. El dios Termes había creado los ríos al comienzo del mundo y era el que guardaba el agua para los habitantes de la tierra. ¿Por qué destruir su casa? Para ellos no hubiera tenido sentido alguno la gratuidad de esa violencia: fuera de los juegos, moverse significaba ganar dinero, recibir una golosina, cazar algo vendible o comestible. Los mayores vigilaban a los más chicos que nunca estaban solos, librados a sí mismos. Los juegos, las discusiones y los trabajos menudos se alternaban sin un empleo preciso del tiempo: mientras paseaban recogían ramas y bosta seca para el fuego, iban a buscar agua y charlaban dUrante horas delante de los pozos, jugaban a la payana en el suelo o se quedaban sentados delante de la cabaña de mi padre, mirando el vacío, esperando por una tontería. Si hurtaban algo sólo podían ser cosas útiles, un trozo de torta, fósforos, un viejo plato oxidado. Cada tanto el garden boy se enojaba, y los echaba a pedradas, pero al instante siguiente ya habían vuelto.

Nosotros éramos salvajes como jóvenes colonos, seguros de nuestra libertad, nuestra impunidad, sin responsabilidades y sin mayores. Escapábamos cuando mi padre estaba ausente, cuando mi madre dormía, y la llanura leonada nos atrapaba. Corríamos a toda velocidad, descalzos, lejos de la casa, a través de las altas hierbas que nos cegaban, saltando por encima de las rocas, por la tierra seca y resquebrajada por el calor, hasta las ciudades de las termitas. El corazón nos latía, la violencia desbordaba nuestro aliento, agarrábamos piedras, palos y golpeábamos, golpeábamos, hacíamos derrumbar paredes de esas catedrales, por nada, simplemente por la felicidad de ver subir las nubes de polvo, escuchar desmoronarse las torres, para que el palo resonara sobre las paredes endurecidas y quedaran al aire las galerías rojas como venas donde hormigueaba una vida pálida, color nácar. Pero tal vez al escribirlo hago demasiado literario, demasiado simbólico el furor que dominaba nuestros brazos cuando golpeábamos los termiteros. Sólo éramos dos niños que habían atravesado el encierro de cinco años de guerra, educados en un entorno de mujeres, en una mezcla de temor y astucia, donde el único destello era la voz de mi abuela maldiciendo a los "boches". Esos días en los que corríamos entre las altas hierbas en Ogoja eran nuestra primera libertad. La sabana, la tormenta que se formaba cada tarde, la quemadura del sol en la cabeza, y esa expresión demasiado fuerte, casi caricaturesca de la naturaleza animal, era lo que llenaba nuestros pequeños pechos y nos lanzaba contra la muralla de los termes, esos negros castillos que se levantaban hacia el cielo. Creo que desde ese entonces no volví a sentir semejante entusiasmo. Semejante necesidad de calcular y de dominar. Era un momento de nuestras vidas, sólo un momento, sin ninguna explicación, sin pesar, sin futuro y casi sin memoria.

He pensado que habría sucedido de otra manera si nos hubiéramos quedado en Ogoja, si nos hubiéramos vuelto semejantes a los africanos. Habría aprendido a percibir, a sentir. Como los chicos del pueblo habría aprendido a hablar con los seres vivos, a ver lo que había de divino en los termes. Hasta creo que después de un tiempo los habría olvidado.

Había un apuro, una urgencia. Habíamos llegado de la otra punta del mundo (porque Niza era la otra punta del mundo). Habíamos ido desde un departamento en el sexto piso de un edificio burgués, rodeado por un jardín en el que los chicos no tenían derecho a jugar, a vivir en África ecuatorial, a orillas de un río barroso, rodeados por la selva. No sabíamos que íbamos a volver a irnos. Tal vez habíamos pensado, como todos los niños, que íbamos a morir allí. Del otro lado del mar, el mundo se había inmovilizado en el silencio. Una abuela con sus cuentos, un abuelo con el acento cantarino de la isla Mauricio, los compañeros de juego, de clase, todo se había congelado como los juguetes que se guardan en una valija, como los miedos que a veces se dejan en el fondo de los placares. La llanura herbosa había cancelado todo con el aliento caliente de la tarde. La llanura herbosa tenía el poder de hacer latir nuestros corazones, de hacer nacer el furor y dejarnos cada crepúsculo doloridos, muertos de cansancio en el borde de nuestras hamacas.

Las hormigas eran la contracara de ese furor. Lo contrario de la llanura herbosa, de la violencia destructora. ¿Había hormigas antes de Ogoja? No me acuerdo. O bien esas "hormigas de Argentina", un polvo negro que invadía cada noche la cocina de mi abuela, y unía con caminos minúsculos las jardineras con rosales en equilibrio sobre la canaleta y el montón de basura que quemaba en la caldera.

En Ogoja, las hormigas eran insectos monstruosos de la variedad exsectoide, que cavaban sus nidos a diez metros de profundidad debajo del césped del jardín, donde debían de vivir cientos de miles de individuos. De manera contraria a los termes, suaves e indefensos, incapaces en su ceguera de causar el menor mal, salvo roer la madera agusanada de las casas y los troncos de los árboles caídos, las hormigas eran rojas, feroces, tenían ojos y mandíbulas y eran capaces de segregar veneno y atacar a quien se encontrara en su camino. Ellas eran las verdaderas dueñas de Ogoja.

Conservo el recuerdo agudo de mi primer encuentro con las hormigas, en los días siguientes a mi llegada. Estaba en el jardín, no lejos de la casa. No había notado el cráter que señalaba la entrada del hormiguero. De pronto, sin que me hubiera dado cuenta, estaba rodeado por miles de insectos. ¿De dónde venían? Debí haber entrado en la zona vacía que rodeaba el orificio de sus galerías. Me acuerdo más del miedo que sentí que de las hormigas. Me quedé inmóvil, incapaz de huir, incapaz de pensar, en el suelo, que de pronto era movedizo y formaba una alfombra de caparazones, patas y antenas que giraba alrededor de mí y me ceñía con su torbellino; vi a las hormigas que empezaban a subir por mis zapatos y se hundían en el tejido de esos famosos calcetines de lana impuestos por mi padre. En el mismo momento sentí el ardor de las primeras picaduras, en los tobillos y en las piernas. Una espantosa impresión, la obsesión de ser comido vivo. Duró unos segundos, unos minutos, un tiempo tan largo como una pesadilla. No lo recuerdo, pero debí gritar, tal vez aullar, porque, un instante después, me socorrió mi madre que me llevó en brazos y, alrededor de mí, frente a la terraza de la casa, estaban mi hermano y los chicos del pueblo que me miraban en silencio ¿o se reían? ¿Dijeron: Small boy him cry! Mi madre me quitó los calcetines dándolos vuelta con delicadeza, como quien quita una piel muerta; como si hubiera sido azotado por ramas espinosas vi mis piernas cubiertas de puntos oscuros en los que brillaba una gota de sangre: eran las cabezas de las hormigas pegadas a la piel, porque sus cuerpos habían sido arrancados en el momento en que mi madre me quitaba los calcetines. Sus mandíbulas estaban hundidas profundamente y hubo que sacarlas con una aguja mojada en alcohol.

Una anécdota, una simple anécdota. ¿Por qué conservo esa marca, como si todavía sintiera las picaduras de las hormigas guerreras, como si todo hubiera sucedido ayer? Sin duda, está mezclado con leyenda y ensoñación. Mi madre cuenta que, antes de mi nacimiento, viajaba a caballo por el oeste de Camerún, donde mi padre era médico itinerante. De noche acampaban en "cabañas de paso", simples chozas de ramas y palmeras al borde del camino, donde colgaban sus hamacas. Una noche, los portadores fueron a despertarlos. Tenían antorchas encendidas, hablaban en voz baja y les dijeron a mi padre y a mi madre que se levantaran pronto. Cuando mi madre lo contaba, decía que lo primero que la había alarmado fue el silencio, por todas partes, alrededor, en la selva, y los cuchicheos de los portadores. Cuando estuvo de pie vio, a la luz de las antorchas, una colonia de hormigas (esas mismas hormigas rojas escoltadas por guerreros) que había salido de la selva y que empezaba a atravesar la choza. Una columna, más bien un río denso, que avanzaba lentamente, sin detenerse, sin preocuparse por los obstáculos, hacia adelante, cada hormiga pegada a la otra, devorando y quebrando todo a su paso. Mi padre y mi madre tuvieron el tiempo justo para reunir sus cosas, la ropa, las bolsas de comida y de medicamentos. Un momento después, el río tenebroso se deslizó a través de la choza.

¿Cuántas veces escuché a mi madre contar esta historia? Hasta el punto de creer que me había sucedido, de mezclar el río devorador con el torbellino de hormigas que me había asaltado. El movimiento giratorio de los insectos alrededor de mí no me abandonó y quedé fijado en un sueño, escuchaba el silencio, un silencio agudo, estridente, más espantoso que ningún otro ruido en el mundo. El silencio de las hormigas.

En Ogoja, los insectos estaban por todas partes. Insectos de día, insectos de noche. Los que repugnan a los adultos no tienen el mismo efecto sobre los niños. No necesito hacer grandes esfuerzos de imaginación para ver surgir otra vez, cada noche, los ejércitos de cucarachas, las curianas como las llamaba mi abuelo, protagonistas de una adivinanza: kankarla, nabit napas kilot, "tiene traje pero no lleva calzón". Salían de las grietas del suelo, de las planchas de madera del techo, corrían al lado de la cocina. Mi padre las detestaba. Todas las noches recorría la casa con la linterna eléctrica en una mano y la sandalia en la otra para una caza vana e interminable. Estaba persuadido de que las cucarachas eran el origen de muchas enfermedades, incluido el cáncer. Me acuerdo de escucharlo decir: "¡Cepíllense bien las uñas de los pies, si no las curianas las roerán durante la noche!".

Para nosotros, los chicos, eran insectos como los otros. Las cazábamos y las capturábamos, sin duda para soltarlas al lado de la habitación de los padres. Eran gordas, de un marrón rojizo y muy brillantes. Volaban pesadamente.

Habíamos descubierto otros compañeros de juego: los escorpiones.

Eran menos numerosos que las cucarachas pero teníamos nuestra reserva. Mi padre, que temía nuestra agitación, había instalado al pie de la veranda, en el lado más alejado de su habitación, dos trapecios hechos con cabos de soga y viejos mangos de herramientas. Utilizábamos los trapecios para un ejercicio especial: colgados de las piernas con la cabeza hacia abajo, levantábamos con delicadeza la capa de paja que mi padre había puesto para amortiguar una eventual caída, y mirábamos a los escorpiones inmóviles, en una postura defensiva, con las pinzas levantadas y la cola apuntando su dardo. Los escorpiones que vivían debajo de la alfombra por lo general eran pequeños, negros y probablemente inofensivos. Pero cada tanto, a la mañana, habían sido reemplazados por un ejemplar más grande, de color blanco tirando a amarillo, y por instinto sabíamos que esa variedad podía ser venenosa. El juego consistía en molestar a esos animales, desde lo alto del trapecio, con una brizna de hierba o una ramita y mirarlos dar vuelta como imantados, alrededor de la mano que los agredía. Nunca pinchaban el instrumento. Sus ojos endurecidos sabían diferenciar entre el objeto y la mano que lo sostenía. Para darle emoción al asunto, cada tanto, había que dejar la ramita y adelantar la mano, para retirarla con prontitud en el momento en que la cola del escorpión azotaba.

Hoy me es difícil acordarme de los sentimientos que nos animaban. Me parece que en ese ritual del trapecio y del escorpión había algo respetuoso, un respeto, evidentemente, inspirado por el temor. Al igual que las hormigas, los escorpiones eran los verdaderos habitantes del lugar, nosotros sólo podíamos ser locatarios indeseables e inevitables, destinados a irnos. En una palabra, colonos.

Banso

Un día, los escorpiones protagonizaron una escena dramática, cuyo recuerdo aun hoy hace palpitar mi corazón. Mi padre (debía de ser un domingo a la mañana, porque estaba en casa) había descubierto un escorpión de la variedad blanca en un placard. En realidad, una hembra escorpión, que transportaba su cría en el lomo. Mi padre hubiera podido aplastarla con un golpe de su famosa sandalia. No lo hizo. Fue a buscar a su farmacia un frasco de alcohol de 90° con el que roció al escorpión y encendió un fósforo. Por una razón que ignoro, el fuego primero prendió alrededor del animal, formando un círculo de llamas azules, y la hembra escorpión se detuvo en una postura trágica, con las pinzas alzadas hacia el cielo, el cuerpo tirante, y alzó por encima de sus hijos su aguijón de veneno en la punta de la glándula perfectamente visible. Un segundo chorro de alcohol la abrasó de golpe. Todo esto no pudo durar más de unos segundos, y, sin embargo, tengo la impresión de haber estado mucho tiempo mirando su muerte. La hembra escorpión giró varias veces sobre sí misma con la cola agitada por un espasmo. Sus crías ya estaban muertas y caían de su cuerpo encogidas. Después se inmovilizó con las pinzas dobladas sobre el pecho en un gesto de resignación, y las altas llamas se apagaron.

Todas las noches, en una especie de revancha del mundo animal, miríadas de insectos voladores invadían la cabaña. Algunas tardes, antes de la lluvia, eran un ejército. Mi padre cerraba las puertas y los postigos (en las pocas ventanas no había vidrios) y desplegaba los mosquiteros por encima de las camas y de las hamacas. Era una guerra perdida por adelantado. En el comedor, nos apurábamos a tomar la sopa de maní para alcanzar el refugio de los mosquiteros. Los insectos llegaban por oleadas, se los escuchaba estrellarse contra los postigos, atraídos por la luz de la lámpara de petróleo. Pasaban por los intersticios de los postigos y por debajo de las puertas. Daban vueltas enloquecidamente por la sala, alrededor de la lámpara, y se quemaban contra el vidrio. En las paredes, donde se reflejaba la luz, los lagartos lanzaban sus gritos cada vez que tragaban una presa. No sé por qué, me parece que en ningún otro lugar sentí esa impresión de familia, de formar parte de una célula. Después de las jornadas ardientes, de correr por la sabana, después de la tormenta y los relámpagos, esta sala sofocante se volvía semejante al camarote de un barco cerrado contra la noche, mientras afuera se desencadenaba el mundo de los insectos. Ahí estaba verdaderamente protegido, como en el interior de una gruta. El olor de la sopa de maní, de la de yuca fermentada, del pan de mandioca, la voz de mi padre con su acento cantarino, mientras contaba las anécdotas de su jornada en el hospital, y el sentimiento del peligro afuera, el ejército de mariposas nocturnas que golpeaban los postigos, los lagartos excitados, la noche caliente, tensa, no una noche de reposo y abandono como en otra época, sino una noche febril y agobiante. Y el gusto de la quinina en la boca, esa píldora extraordinariamente pequeña y amarga que había que tragar con un vaso de agua tibia filtrada antes de acostarse, para prevenir la malaria. Sí, creo que nunca había conocido tales momentos de intimidad, tal mezcla de lo ritual y lo familiar. Tan lejos del comedor de mi abuela, del lujo tranquilizador de los viejos sillones de cuero, de las conversaciones adormecedoras y de la sopera humeante, decorada con una guirnalda de acebo, en la noche calma y lejana de la ciudad.