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Fermina Daza, en efecto, se había embarcado a media noche dentro del mayor sigilo y con la cara cubierta con una mantilla de luto, pero no en un transatlántico de la Cunard con destino a Panamá, sino en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, la ciudad donde nació y vivió hasta la pubertad, y cuya nostalgia se iba haciendo insoportable con los años. Contra la voluntad del marido y las costumbres de la época, no llevó más acompañante que una ahijada de quince años que se había criado con la servidumbre de su casa, pero habían dado aviso de su viaje a los capitanes de los barcos y a las autoridades de cada puerto. Cuando tomó la determinación irreflexiva, les anunció a los hijos que se iba a temperar por tres meses donde la tía Hildebranda, pero estaba decidida a quedarse. El doctor Juvenal Urbino conocía muy bien la entereza de su carácter, y estaba tan atribulado que lo aceptó con humildad como un castigo de Dios por la gravedad de sus culpas. Pero no se habían perdido de vista las luces del barco cuando ya ambos estaban arrepentidos de sus flaquezas.
A pesar de que mantuvieron una correspondencia formal sobre el estado de los hijos y otros asuntos de la casa, transcurrieron casi dos años sin que ni el uno ni el otro encontrara un camino de regreso que no estuviera minado por el orgullo. Los hijos fueron a pasar en Flores de María las vacaciones escolares del segundo año, y Fermina Daza hizo lo imposible por parecer conforme con su nueva vida. Esa fue al menos la conclusión que sacó juvenal Urbino de las cartas del hijo. Además, en esos días estuvo por allí en gira pastoral el obispo de Riohacha, montado bajo palio en su célebre mula blanca con gualdrapas bordadas de oro. Detrás vinieron peregrinos de comarcas remotas, músicos de acordeones, vendedores ambulantes de comidas y amuletos, y la hacienda estuvo tres días desbordada de inválidos y desahuciados, que en realidad no venían por los sermones doctos y las indulgencias plenarias, sino por los favores de la mula, de la cual se decía que hacía milagros a escondidas del dueño. El obispo había sido muy de la casa de los Urbino de la Calle desde sus años de cura raso, y un mediodía se escapó de su feria para almorzar en la hacienda de Hildebranda. Después del almuerzo, en el cual sólo se habló de asuntos terrenales, llevó aparte a Fermina Daza y quiso oírla en confesión. Ella se negó, de un modo amable pero firme, con el argumento explícito de que no tenía nada de que arrepentirse. Aunque no fue ese su propósito, al menos consciente, se quedó con la idea de que su respuesta iba a llegar adonde debía.
El doctor Juvenal Urbino solía decir, no sin cierto cinismo, que aquellos dos años amargos de su vida no fueron culpa suya, sino de la mala costumbre que tenía su esposa de oler la ropa que se quitaba la familia, y la que se quitaba ella misma, para saber por el olor si había que mandarla a lavar, aunque pareciera limpia a primera vista. Lo hacía desde niña, y nunca creyó que se notara tanto, hasta que su marido se dio cuenta la misma noche de bodas. Se dio cuenta también de que fumaba por lo menos tres veces al día encerrada en el baño, pero esto no le llamó la atención, pues las mujeres de su clase solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos con una marimonda de albañil. Pero la costumbre de husmear cuanta ropa encontraba a su paso, no sólo le pareció improcedente, sino peligrosa para la salud. Ella lo tomaba a broma, como tomaba todo lo que no quería discutir, y decía que no era por simple adorno por lo que Dios le había puesto en la cara aquella acuciosa nariz de oropéndola. Una mañana, mientras ella andaba de compras, la servidumbre alborotó el vecindario buscando al hijo de tres años que no habían podido encontrar en ningún escondite de la casa. Ella llegó en medio del pánico, dio dos o tres vueltas de mastín rastreador, y encontró al hijo dormido dentro de un ropero, donde nadie pensó que pudiera esconderse. Cuando el marido atónito le preguntó cómo lo había encontrado, ella le contestó:
– Por el olor a caca.
La verdad es que el olfato no le servía sólo para lavar la ropa o para encontrar niños perdidos: era su sentido de orientación en todos los órdenes de la vida, y sobre todo de la vida social. Juvenal Urbino lo había observado a lo largo de su matrimonio, sobre todo al principio, cuando ella era la advenediza en un ambiente predispuesto en contra suya desde hacía trecientos años, y sin embargo braceaba por entre frondas de corales acuchillados sin tropezar con nadie, con un dominio del mundo que no podía ser sino un instinto sobrenatural. Esa facultad temible, que lo mismo podía tener origen en una sabiduría milenaria que en un corazón de pedernal, tuvo su hora de desgracia un mal domingo antes de la misa, cuando Fermina Daza olfateó por pura rutina la ropa que había usado su marido la tarde anterior, y padeció la sensación perturbadora de haber tenido a un hombre distinto en la cama.
Olfateó primero el saco y el chaleco mientras quitaba del ojal el reloj de leontina y sacaba el lapicero y la billetera y las pocas monedas sueltas de los bolsillos y lo iba poniendo todo sobre el tocador, y después olfateó la camisa abastillada mientras quitaba el pisacorbatas y las mancornas de topacio de los puños y el botón de oro del cuello postizo, y después olfateó los pantalones mientras sacaba el llavero con once llaves y el cortaplumas con cachas de nácar, y olfateó por último los calzoncillos y las medias y el pañuelo de hilo con su monograma bordado. No había la menor sombra de duda: en cada una de las prendas había un olor que no había estado en ellas en tantos años de vida en común, un olor imposible de definir, porque no era de flores ni de esencias artificiales, sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada, ni volvió a encontrar el olor todos los días, pero ya no husmeaba la ropa del marido con la curiosidad de saber si estaba de lavar, sino con una ansiedad insoportable que le iba carcomiendo las entrañas.
Fermina Daza no supo dónde situar el olor de la ropa dentro de la rutina del esposo. No podía ser entre la clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita, mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el mercado, preparar el almuerzo y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último caso antes del desayuno al arrullo de los primeros pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la contaminación de la ropa sólo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era demasiado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo hiciera por ella. El horario de las visitas, que parecía el más apropiado para la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus clientes, inclusive con el estado de cuentas de los honorarios, desde que los visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y una frase por el bienestar de su alma.
Al cabo de tres semanas, Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa durante varios días, había vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo había encontrado luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque uno de ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron ni un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su costumbre y aun contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que estuviera haciendo algo que ella no haría jamás, descifrando con una primorosa lupa de Bengala las intrincadas notas de visitas de los últimos meses. Era la primera vez que entraba sola en esa oficina saturada de relentes de creosota, atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos, de grabados turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y puñales de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso porque no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo allí había sido con él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho a entrar sola, y menos para hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero allí estaba. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias apenas comparables al terrible temor de encontrarla, impulsada por un ventarrón incontrolable más imperioso que su altivez congénita, más imperioso aún que su dignidad: un suplicio fascinante.
No pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no se conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las evasiones de su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su lengua, los grumos de su orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre. Gentes que creían en su esposo, que creían vivir por él cuando en realidad vivían para él, y terminaban reducidas a una frase escrita por él de su puño y letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está esperando en la puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles con la sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.
Azuzada por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo encontraba evasivo, inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a las réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de antes, sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus tardanzas, las controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades, pero luego se sentía herida de muerte por sus contradicciones. Una noche despertó sobresaltada por un estado fantasmal, y era que su marido la estaba mirando en la oscuridad con unos ojos que le parecieron cargados de odio. Había sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la juventud, cuando veía a Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no era de odio sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba despierto a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a poner la cabeza en la almohada, y dijo:
– Debió ser que lo soñaste.
Después de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que Fermina Daza no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por último cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus Christi, ni tampoco en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró tiempo para los retiros espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a qué se debían esos cambios insólitos en su salud espiritual, recibió
una respuesta ofuscada. Ésta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los ocho años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado mortal, sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los auxilios de su confesor. Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parecía ser todo lo contrario del amor, pero en esas estaba, y resolvió que el único recurso para no morirse era meterle fuego al cubil de víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una tarde se puso a zurcir talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su lectura diaria después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:
– Doctor.
Él estaba sumergido en la lectura de Ole des pingouíns, la novela que todo el mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote: Oui. Ella insistió:
– Mírame a la cara.
Él lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo que quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.
– Tú lo sabes mejor que yo -dijo ella.
No dijo nada más. Volvió a bajarse los lentes y siguió zurciendo las medias. El doctor Juvenal Urbino supo entonces que las largas horas de ansiedad habían terminado. Al contrario de la forma en que él prefiguraba aquel instante, no fue un sacudimiento sísmico del corazón, sino un golpe de paz. Era el grande alivio de que hubiera sucedido más temprano que tarde lo que tarde o temprano tenía que suceder: el fantasma de la señorita Bárbara Lynch había entrado por fin en la casa.
El doctor Juvenal Urbino la había conocido cuatro meses antes, esperando el turno en la consulta externa del Hospital de la Misericordia, y se dio cuenta al instante de que algo irreparable acababa de ocurrir en su destino. Era una mulata alta, elegante, de huesos grandes, con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la melaza, vestida aquella mañana con un traje rojo de lunares blancos y un sombrero del mismo género con unas alas muy amplias que le daban sombra hasta los párpados. Parecía de un sexo más definido que el del resto de los humanos. El doctor juvenal Urbino no atendía en el servicio externo, pero siempre que pasaba por allí con tiempo de sobra entraba a recordarles a sus alumnos mayores que no hay mejor medicina que un buen diagnóstico. De modo que se las arregló para estar presente en el examen de la mulata imprevista, cuidándose de que sus discípulos no le notaran un gesto que no pareciera casual, y apenas sin fijarse en ella, pero anotó muy bien en la memoria los datos de su identidad. Esa tarde, después de la última visita, hizo pasar el coche por la dirección que ella había dado en la consulta, y allí estaba, en efecto, tomando el fresco de marzo en la terraza.
Era una típica casa antillana pintada toda de amarillo hasta el techo de cinc, con ventanas de anjeo y tiestos de claveles y helechos colgados en el portal, y asentada sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza. Un turpial cantaba en la jaula colgada en el alero. En la acera de enfrente había una escuela primaria, y los niños que salían en tropel obligaron al cochero a mantener las riendas firmes para impedir que se espantara el caballo. Fue una suerte, pues la señorita Bárbara Lynch tuvo tiempo de reconocer al doctor. Lo saludó con un ademán de viejos conocidos, lo invitó a tomarse un café mientras pasaba el desorden, y él se lo tomó encantado, en contra de su costumbre, oyéndola hablar de ella misma, que era lo único que le interesaba desde aquella mañana y lo único que iba a interesarle, sin un minuto de paz, en los próximos meses. En alguna ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa, que tarde o temprano tendría que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz de poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio. Él, que creía conocerse a sí mismo, que conocía la fortaleza de sus raíces morales, se había reído del pronóstico. Pues bien: ahí estaba.
La señorita Bárbara Lynch, doctora en teología, era la hija única del reverendo Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por los caseríos indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses que el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo. Hablaba un buen castellano, con una piedrecita en la sintaxis cuyos tropiezos frecuentes aumentaban su gracia. Iba a cumplir veintiocho años en diciembre, se había divorciado poco antes de otro pastor, discípulo de su padre, con el que estuvo mal casada dos años, y no le habían quedado deseos de reincidir. Dijo: “No tengo más amor que mi turpial”. Pero el doctor Urbino era demasiado serio para pensar que lo dijera con intención. Al contrario: se preguntó confundido si tantas facilidades juntas no serían una trampa de Dios para después cobrarlas con creces, pero en seguida lo apartó de su mente como un disparate teológico debido a su estado de confusión.
Ya para despedirse, hizo un comentario casual sobre la consulta médica de la mañana, sabiendo que nada le gusta más a un enfermo que hablar de sus dolencias, y ella fue tan espléndida hablando de las suyas, que él le prometió volver al día siguiente, a las cuatro en punto, para hacerle un examen más detenido. Ella se asustó: sabía que un médico de esa clase estaba muy por encima de sus posibilidades, pero él la tranquilizó: “En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”. Luego hizo la nota en su cuaderno de bolsillo: señorita Bárbara Lynch, marisma de la Mala Crianza, sábado, 4 p.m. Meses después, Fermina Daza había de leer aquella ficha aumentada con los pormenores del diagnóstico y del tratamiento, y con la evolución de la enfermedad. El nombre le llamó la atención, y de pronto se le ocurrió que era una de esas artistas descarriadas de los barcos fruteros de Nueva Orleans, pero la dirección le hizo pensar que más bien debía ser de Jamaica, y negra, por supuesto, y la descartó sin dolor de los gustos de su marido.
El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto, cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la señorita Lynch. era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena salud que era el olor humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo. Había ido a la consulta externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia cólicos torcidos, y el doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó sus órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba olvidándose de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era tan bella por dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no ya como el médico mejor calificado del litoral caribe, sino como un pobre hombre de Dios atormentado por el desorden de los instintos. Sólo una vez le había ocurrido algo así en su severa vida profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente, indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: “Lo que usted quiere puede suceder, pero así no será”. La señorita Lynch, en cambio, se abandonó en sus manos, y cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no estaba pensando en su ciencia, dijo:
– Yo creía que esto era no permitido por la ética.
Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un estanque, y se secó las manos y la cara con una toalla.
– La ética -dijo- se imagina que los médicos somos de palo.
Ella le tendió una mano agradecida.
– El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer -dijo-. Imagínate lo que será para una pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con tanto ruido.
– No he dejado de pensar en usted un solo instante -dijo él.
Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio.
– Lo sé desde que te vi en la hospital, doctor -dijo-. Negra soy, pero no bruta.
No fue nada fácil. La señorita Lynch quería su honra limpia, quería seguridad y amor, en ese orden, y creía merecerlos. Le dio al doctor Urbino la oportunidad de seducirla, pero sin entrar en el cuarto aun estando ella sola en la casa. Lo más lejos que llegó fue a permitir que él repitiera la ceremonia de palpación y auscultación con todas las violaciones éticas que quisiera, pero sin quitarle la ropa. Él, por su parte, no pudo soltar la carnada una vez mordida, y perseveró en sus asedios casi diarios. Por razones de orden práctico, la relación continuada con la señorita Lynch le era casi imposible, pero él era demasiado débil para detenerse a tiempo, como luego había de serlo también para seguir adelante. Fue su límite.
El reverendo Lynch no tenía una vida regular, se iba en cualquier momento en su mula cargada por un lado de biblias y folletos de propaganda evangélica, y cargada de provisiones por el otro lado, y volvía cuando menos se pensaba. Otro inconveniente era la escuela de enfrente, pues los niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por las ventanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las ventanas de par en par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando la jaula en el alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe mientras hacía los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche cantando sola en inglés los salmos de la tarde.
Tenían que escoger una hora en que no estuvieran los niños, y sólo había dos posibilidades: en la pausa del almuerzo, entre las doce y las dos, que era cuando también el doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas. Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había terminado sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer en familia. El tercer problema, y el más grave para él, era su propia condición. No le era posible ir sin el coche, que era muy conocido y debía estar siempre en la puerta. Hubiera podido hacer cómplice al cochero, como casi todos sus amigos del Club Social, pero eso estaba fuera del alcance de sus costumbres. Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se hicieron demasiado evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a preguntarle si no sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que el coche no estuviera tanto tiempo estacionado en la puerta. El doctor Urbino, en una reacción extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:
– Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías -le dijo-. Pues bien: lo doy por no dicho.
No había solución. En una ciudad como ésta era imposible ocultar una enfermedad mientras el coche del médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para evitar suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes engaños no servían de mucho, pues las recetas que se ordenaban en las farmacias permitían descifrar la verdad, a tal punto que el doctor Urbino prescribía medicinas falsas junto con las correctas, para preservar el derecho sagrado de los enfermos a morirse en paz con el secreto de sus enfermedades. También podía justificar de diversos modos honestos la presencia de su coche frente a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser por mucho tiempo, y menos por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.
El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo que los encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a medida que el coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces se iba feliz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se sentía enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos los días.
De modo que los amores se volvieron imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un brasero.
No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en las cinco menos cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo oscuro bajo la falda de loca de Jamaica: el círculo infernal.
Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto confirmados en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que de pronto empezaban a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los libros de medicina, y que sinembargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de clínica infantil de La Salpétriére le había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas. Él los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta que aprendían a no sentir sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez. Lo que nunca pensó el doctor Juvenal Urbino era que un médico de su edad, que creía haberlo visto todo, no pudiera superar la inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor: no creer que lo estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad. Ya a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la cátedra: “Lo único que necesito en la vida es alguien que me entienda”. Pero cuando se encontró perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó en broma.
Todos los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon en su cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño sin tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el brillo tornasolado de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus arterias. A veces amanecía como un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el corazón. Lo sentía perder el paso un instante, lo sentía retrasarse un latido como en las marchas militares del colegio, una vez y otra vez, y al fin lo sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a los mismos remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de terror. Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser que más lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de poner en paz su conciencia.
Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal había sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la Divina Providencia.
Los celos no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el doctor Urbino se había preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido cierto, de ser como los fósforos suecos, que sólo encienden en su propia caja. Pero ignoraba cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, frente a una infidelidad comprobada. De modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había pedido, no se le ocurrió nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose extraviado en los dulces meandros de la isla de Alca, mientras se le ocurría qué hacer. Fermina Daza, por su parte, tampoco dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las medias echó las cosas sin ningún orden dentro del costurero, dio en la cocina instrucciones para la cena, y se fue al dormitorio.
Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre íntimo. A las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el alma tranquila.
La misma noche de la renuncia, mientras se desvestía para dormir, le repitió a Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las ganas de llorar al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien para no morirse, para no tener que contar la verdad, y al fin y al cabo aquellos desahogos estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella lo oyó con atención, pero sin mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza sin ningún gesto que delatara su rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el canasto de mimbre de la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana será otro día. Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó el recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que me voy a morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.
– Sería lo mejor -dijo-. Así estaremos los dos más tranquilos.
Años antes, en la crisis de una enfermedad peligrosa, él había hablado de la posibilidad de morir, y ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la atribuyó a la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía siempre una barrera de rabia para que no se le notara el miedo. Y en ese caso, el más terrible de todos, que era el miedo de quedarse sin él.