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Manolo Chulián me llamó a casa una tarde y me dio la noticia de sopetón, como quien cumple un recado o cierra un balance.
– Mira, que el padre de Téllez se ha muerto.
Mi primera reacción fue la de siempre, quitarme de en medio, escapar de la muerte ajena como no podré escapar de la muerte propia, esa sensación de vértigo a la que uno nunca logra acostumbrarse por más años que pasen y menos vidas que queden. Colgué el teléfono, entristecido por mi amigo, enfrentado al absurdo de la existencia como sólo se puede uno enfrentar cuando es joven y tiene vocación de ser eterno. Aquello era una pirueta de mal gusto, una putada del destino en toda regla.
Yo no había visto al padre de Téllez más que un par de veces, una en su casa y otra en el autobús, y lo recuerdo como un hombrecito pequeño y con bigote, el secundario que Alex Raymond o John Prentice habrían podido dibujar para Rip Kirby. No estaba enfermo que supiéramos. Se murió de la noche al día, lo que que hacía que el hecho resultara todavía más doloroso, más injusto.
Fuimos al entierro Manolo y yo, y un montón de gente del coro. Allí estaba Juan José, con la chaqueta azul desabrochada sobre una camisa negra, y la madre destrozada, un sollozo desgarrado y líquido, y los compañeros de trabajo de su padre, sorprendidos y aterrados, desorientados en su supervivencia, como los marinos de un barco pesquero que de pronto se encuentran sin capitán, dureza en el rostro y fragilidad en los ojos. Téllez vivía entre la iglesia de San José y el cementerio, a dos pasos, por lo que el trayecto del cortejo fue necesariamente corto.
Luego, la tarde siguiente, fuimos a visitarlo a su casa, esperando encontrar más calmados los ánimos. Manolo Chulián, diez o doce miembros del coro, y yo, que casi no conocía a ninguno, ni siquiera al propio Juan José. Ya sabíamos que la muerte se debía a una meningitis traicionera, desarrollada de la noche al día, una puñalada sin remisión que no esperaba nadie, pero había que visitar la casa y expresar nuestras condolencias de modo directo. La madre de Manolo, angustiada por si aquello se pegaba, nos aleccionó de buena fe para que nos cubriéramos la boca con un pañuelo. No hicimos caso.
Formamos un corro enorme en el salón, con Téllez en el centro, vestido de negro, con la carita verde y la boca más torcida que de costumbre. Su abuela estaba presente, mirándonos con ojillos trémulos, casi con alegría en la mirada, y recuerdo que allí mismo pensé que sin duda creía que la muerte se había equivocado de objetivo, que venía a por ella y erró el blanco y ahora saboreaba esos minutos prestados con un egoísmo anciano y caprichoso, como la rabieta inversa de un niño chico.
Todos esperábamos consolar a nuestro amigo, pero Téllez se encogió de hombros y nos contó con frialdad de periodista profesional la versión fidedigna de los hechos, con un sentido de la crónica que era a la vez biografía y reportaje, humor teñido de dolor, un discurso zumbón y agrio al mismo tiempo, de héroe caído, chandleriano si entonces hubiéramos conocido a Raymond Chandler. Ni siquiera en aquel momento de dolor enorme podía evitar convertirse en el centro de la reunión, aunque ahora no quisiera serlo ni malditas las ganas.
La casa de Téllez, aunque siempre estaba vacía cuando yo lo visitaba por las tardes, me pareció esa noche aún más solitaria, un puro hueco, un eco extraño que indicaba que faltaba alguien. Lo escribí en mi primer poema serio, que después adornaría en fragmento la portada de nuestro último número, pero Téllez nunca supo que ese verso final me lo había inspirado aquel momento en Marianista Cubillo, cuando cumplimos con nuestro deber de niños buenos y él soltó toda la bilis que tenía dentro con su única defensa de ahora y de siempre, la palabra convertida en arma arrojadiza, la palabra hecha poesía en movimiento, descargada de presente y de futuro.