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Las paredes del mundo se poblaron de letras y de signos, un preludio a los carteles que forrarían las casas como si fueran cajitas de cartón meses más tarde. Aquella pintada primera de mi adolescencia gris se reprodujo en todas las fachadas, saltando de un muro a otro, cambiando de significante aunque su significado fuera el mismo. AMNISTÍA, LIBERTAD, RUPTURA Y NO REFORMA, VOTA NO, SIN LIBERTAD NO VOTES, las siglas de los partidos, hoces, estrellas y martillos, alguna cruz gamada o un yugo con cinco flechas mal trazadas, como con vergüenza, las aes apresuradas ennmarcadas en un círculo rojo, casi sangrante. Cada noche un enjambre de idealistas se echaba a la calle bote en ristre, para expresar su rechazo, sus demandas. Algunas pintadas no sobrevivían a la mañana, borradas con aguarrás por los inquilinos madrugadores y molestos, diluido su mensaje como una burbuja que estalla sin que la advierta nadie. Otra estaban allí para quedarse, aviso para navegantes, la crónica titanlux de una época que no iba a ser, según nos decían, más que un trámite, un simple tránsito.
Entonces llegó el Zorro Justiciero y lo trastocó todo, como un bofetón en medio de un rezo.
La vena humorística y ácrata del autor de esas nuevas pintadas convirtió la moda en una reflexión audaz sobre lo que nos estaba pasando, un tiro al aire que demostraba que había alguien con lucidez suficiente para poner en duda la valía de la trascendencia de aquella epidemia. Con el Zorro Justiciero el surrealismo llegó (¿volvió?) a las paredes, planteando demandas quizá no más absurdas que las otras, un ejercicio de ingenio, de osadía: QUEREMOS LOS DONUTS SIN AGUJEROS, QUEREMOS LOS PLÁTANOS DERECHOS, QUEREMOS LAS RADIOS EN COLOR (el Zorro era solidario y todo lo exigía en plural). Si las pintadas en serio eran darle la vuelta a lo que se escribía tras la puerta del retrete, los exabruptos del enmascarado anónimo eran como pintar un bigote al cartel de un político, una patada al sistema, un antídoto.
El Zorro Justiciero se convirtió en leyenda en la ciudad, y hasta se le atribuyó una identidad reconocible, la de un antiguo alumno salesiano, trasnochado ya entonces, que había sido capaz de descolgarse desde la ventana de la clase hasta la calle tras una discusión absurda con uno de los curas, al que casi provocó un infarto. Tal vez fuera verdad, pero poco después en Interviú, y hasta en la tele, vimos reportajes sobre el mismo fenómeno que se repetía en otras ciudades, un virus de sensatez anarcoide y descarada que también acogeríamos, de viva voz, cuando nos dio por entonar consignas levemente desviadas de su rima original y pedíamos libertad, amnistía, una tía cada día o augurábamos, sin sospechar de la existencia del sida, que España mañana sería una enorme cama.
En el instituto me hice famoso dibujando en las pizarras y para alguna gemelita guapa al Zorro Justiciero haciendo pintadas, sustituido el florete por un bote de espray. Puede que incluso alguna de las dos, no sé cual de ellas, pensara que yo era el Zorro, aunque lo dudo. La única pintada que he hecho en mi vida todavía me esperaba en el futuro, para mi rubor, a diez meses de distancia.