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EN CLAVE DE CÓNCLAVE

Metidos ya en harina hasta las cejas, llegó el día clave. Téllez desplegó su red de contactos y los citó a todos, no podía ser de otra manera, en casa de Manolo. Con lo que no contábamos era que ese día sí que estaba allí su padre.

No sé si el hombre había advertido los tornillos relucientes en la puerta de su cuarto de baño, o que su hijo se iba quedando poco a poco sin mecanos y tebeos del ratón Mickey, o si encontraba cerillos consumidos en los rincones más insospechados de la casa, pero lo cierto que allí estaba, en pijama beige y con cara de sueño, obligado a levantarse cada vez que sonaba el timbre. Y el timbre esa tarde sonó mucho.

Téllez no tenía medias tintas. Puestos a escoger un grupo de colaboradores, decidió hacerlo a lo bestia: la revista iba a salir con nuestro propio dinero, de ahí la independencia, así que cuantos más fuéramos, mejor. Pero por un momento pensé que se había pasado un pelo. Me pongo en la piel del padre de Manolo y no me explico cómo no le dio un soponcio de tanto abrir las puertas y dejar entrar a jovencitos desconocidos de aspecto llamativo y estrafalario. Seguro que dudó de la cordura de su hijo, y eso que lo sabía de buena familia.

No cabíamos en el cuarto de Manolo, así que nos metimos en la habitación de al lado, donde había una mesa enorme, sin patas, sobre cuya superficie mi amigo pretendía plantar una maqueta del Puente Carranza que después nunca completó, entre otras cosas porque yo le partí la lezna. Tuvimos que apretujarnos, ocupar como podíamos las sillas que resultaron escasas de todos modos. Debíamos ser doce o quince, y menos mal que Juanito Mateos era hijo del cuerpo, porque de lo contrario el alarmado padre de Manolo habría acabado llamando a la Benemérita.

Yo había escrito una declaración de intenciones, larguísima y poética, el editorial que contenía nuestras ideas. Lo leí con voz reseca y temblorosa a aquellos desconocidos que Téllez nos había colado por la escuadra. A todos les gustó mucho pero (siempre tenían que poner un pero), convencidos de que su participación variaba las cosas y había que perfilar algunos detalles, se decidió que fuera más cortito y más directo (yo tenía ya tendencia a irme por las ramas).

De esa reunión salimos convencidos de ser un Colectivo de verdad, una piña unida de tendencias sin disensiones, con el deseo de servir para algo cuando, hasta ayer mismo, estábamos seguros de no servir para nada.

Nos pusimos a trabajar casi de inmediato (ya teníamos mucho adelantado), y como ni la tecnología ni el fondo común perdido de antemano daban para mayores, invertimos nuestro capital en clichés y papel de multicopista, folios verdes y blancos para dar la nota andalusí, y corrector color laca de uñas que nos dejaba la ropa teñida de olor a acetona. La casa de Manolo, ahora por la mañana, se convirtió en redacción del Daily Bugle, un trasiego de gente que entraba y salía bajo el tableteo de las dos máquinas de escribir, enfrentadas entre sí, donde Juanito y Téllez se enzarzaban en una carrera dialéctica con fondo de ametralladoras mientras pasaban el contenido de nuestro primer número, a ver quien se equivocaba menos y terminaba antes. De vez en cuando revoloteaba una cerilla.

Téllez se aprovechó de sus contactos, o simplemente abusó una vez más de su cara dura (no había quien pudiera negarle una escoba), y como no queríamos recurrir a la multicopista del coro, allá se la comieran Jaime y los frailes, decidió probar fortuna en Vea Murgía, en la sede de ugeté o las juventudes socialistas a las que tiraba los tejos en un consentimiento mutuo que por fortuna no llegaría a más. Téllez gozaba de buena prensa entre la progresía local y durante toda una tarde tuvimos a los sindicalistas recordando tiempos heroicos de represión y vietnamitas y leyendo en primicia los folios verdes a medida que iban saliendo del vientre de la máquina. Paco Bello, teatrero y mellado, entre el Che Guevara e Hilario Camacho pero sin peinar, nos echó una mano (a Paco lo saqué años después en mi primer libro, interpretando al actor Dardo, pero para entonces ya le habíamos perdido la pista y no sé si llegó a enterarse).

La idea de publicar la revista en los colores de la bandera se nos chafó cuando descubrimos que el papel blanco era más caro, así que al final el primer número salió en tonos inversos, como un sandwich, las portadas en blanco y el contenido de color lechuga. El mensaje subliminal, de todas fomas, quedó claro.

Unas pocas semanas antes yo había descubierto la revista Nueva Dimensión, a la que no he dedicado ningún espacio pese a la importancia que después tendría en mi vida literaria, y a partir de una de sus ilustraciones Miguel Martínez se encargó de copiar nuestra portada: Una mano abierta mostraba en la palma la figura dormida de una ninfa o una musa desnuda, todo muy poético, muy con segundas. En la esquina superior izquierda, junto al títuloJaramago, Colectivo Literario Independiente, Miguel plantó una greca rebuscada, parnasiana, hortera. Miguel dibujaba muy bien, pero su idea de la poesía no escapaba a los floripondios de los libros de Santillana.

También para ese primer número Miguel dibujó un comic de cuatro páginas, autoconclusivo, adaptado por libre de un relato de Arthur C. Clarke, que tanto le ha gustado siempre (a mí no me hace mucha chispa). La historieta estaba francamente bien, con el apoyo fotográfico de las fotonovelas del TP que aún no había abandonado (me pregunto si ya lo habrá hecho), y alguna pose de Martin Landau y su sacrosanta, el capitán Köenig y la doctora Helena, tomadas de la publicidad deEspacio 1999 pero con un solo ojo, para despistar. Era una temeridad más, publicar un tebeo de ciencia ficción en una revista que se quería de poesía, una especie de baza sorpresa, una declaración de principios de que allí todo valía. Aunque no conocíamos el verbo epatar, era lo que hacíamos con bastante maña.

Miguel se hinchó de dibujar también en los clichés (portada y comic se hicieron por sistema electrónico, que permitía mejor reproducción gráfica, aunque no demasiada), rayando sobre un cristal, con un bolígrafo sin punta, las ilustraciones que acompañaban a artículos, relatos y poemas. A veces acertaba, a veces metía la pata. Era como pintar un mural egipcio: no se podía corregir, sino seguir adelante y esperar que la tinta no se desbordara luego entre las llagas abiertas del papel de seda.

Cuando todo estuvo ya impreso y ordenado, hicimos la ronda, dando vueltas a la mesa del salón mientras colocábamos el montoncito de hojas verdes y después la portada con la ninfa dormida y la contraportada, donde unos versos de La Bullonera que nos venían al pelo se convertían en la cita que venía a poner punto y final a todo el trabajo. Luego, dos grapas en su sitio y el número uno de nuestro Jaramago quedó terminado. Ahora teníamos que venderlo.