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Rafael Alberti vino a dar una conferencia-recital a la Facultad de Medicina, en celebración de su regreso del exilio y de su recién conseguida acta de diputado, y allá que fuimos el Colectivo en masa, con nuestras flamantes revistas bajo el brazo, dispuestos a vender alguna al público asistente.
El aula magna estaba a rebosar, gente joven y viejos camaradas por igual, esos que se identificaban por los ojillos de niño y el gesto de sufrimiento asumido como otra bandera, los que se empeñaban en vivir por segunda vez una primavera en sus vidas y se daban cuenta de que no, no del todo. Aquel veintitrés de julio Alberti no tenía todavía la pinta de vieja india que después ha tenido, ni vestía las camisas de flores que lo convertirían en un anciano pop art algo marbellí, sino una sahariana de cazador de leopardos con muchos bolsillos, y el pelo cano bien peinado, sobre la frente de Petrarca o Juan de la Cosa sin nariz larga. Alberti estuvo esa tarde en plan figura, en torero de estilo, recitando fragmentos de su obra y metiéndose al respetable en uno de sus muchos bolsillos con botón. De los tres o cuatro recitales que luego le he visto, ese primero fue sin duda el más activo, el más entrañable, el más emocional y sincero.
Nosotros nos habíamos agazapado a la entrada, tendiendo sin muchas esperanzas el tesoro de nuestra revista a todos los progres que iban pasando. No cabíamos en el cuerpo de la sorpresa. La revista no era gran cosa en cuanto a presentación, y posiblemente tampoco en cuanto a contenidos, pero nos la quitaron de las manos en un santiamén, pagando sin rechistar los tres duros que pedíamos y a veces sin esperar siquiera a que les diéramos el cambio. El acto no había empezado todavía y ya habíamos agotado la tirada completa. Frotándonos los ojos de estupor, nos sentamos a disfrutar de la velada.
Téllez y yo habíamos preparado una entrevista de urgencia con el poeta, y lo abordamos antes de que tuviera tiempo de despejar la mesa de papeles y recuerdos. Alberti nos contestó de forma escueta, amable pero sin exagerar, mientras firmaba autógrafos a diestra y siniestra. Me aparté un poquito para dejarle sitio y mi sorpresa se convirtió ya en estupor absoluto: los autógrafos los firmaba sobre los ejemplares de nuestro Jaramago, sin descanso, uno tras otro. No sé si la gente pensaba que la revista tenía algo que ver con Rafael, o si era el único papel que había a la mano en ese momento, pero lo seguro y fijo era que si nuestro producto tenía algún valor ahora había quedado centuplicado. Espero que alguien conserve todavía esos folios firmados por la mano aún firme de aquel joven de setenta años.
Nuestra entrevista fue muy breve, casi telegráfica. Téllez se encargó de la mayoría de las preguntas y yo, que acababa de leerLa Arboleda Perdida quise saber si pretendía continuarla algún día, porque el libro acababa en un cliffhanger que sólo superaría, tres años y medio después, El Imperio Contraataca. Alberti me contestó que sí, que esperaba retomar el libro algún día, cuando no se metiera en tantos fregaos, y recogió los bártulos y se marchó dejando un rastro de plata en el aire. En un gesto de audacia sin límites, Téllez le regaló un ejemplar de nuestro Jaramago, que el poeta aceptó sin muchos aspavientos. Me gustaría saber dónde lo dejaría olvidado.
Después de aquel éxito que ninguno imaginaba, tuvimos que hacer una reimpresión del primer número que agotamos también en otras cuarenta y ocho horas escasas, ya sin la colaboración inapreciable de Rafael Alberti como promotor de ventas. Fue quizá así como aprendimos que la literatura era, iba a ser eso: un montón de horas de trabajo y luego un segundo efímero de vida, un aleteo antes de consumirse en las llamas del tiempo, no sé, mucho más esfuerzo e ilusión de lo que luego se conseguía cuando el producto quedaba terminado, cuando nuestros libros futuros estuvieran en la imprenta, en la librería. Una vez publicado, lo descubrimos ese día, en su cárcel de papel, el poema, el artículo, la novela o el cuento están muertos y son el ratón que ya no se mueve cuando el gato lo empuja para intentar seguir jugando.