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EL ANILLO EN EL AGUA

Quince años más tarde mi amigo Pepito el platero me enseñaría a admirar los patios gaditanos, nada que ver con el árido cuadrado de ladrillo y tierra al que yo me había asomado desde un tercer piso durante toda la vida. El patio de mi casa era funcional y feo, un fortín de ventanas indiscretas que todavía conserva en sus paredes las cicatrices de los balones que estrellaban mis amigos la mañana del día de reyes, un adefesio consentido que al principio tuvo media docena de árboles que nadie echa ya de menos. Hay un buen puñado de recuerdos recostándose todavía sobre la cal amarilla de sus muros, momentos sin importancia ninguna ni significación especial y que anoto aquí para que quede constancia al fin y al cabo de que un día tuvieron vida: los primeros tebeos malvendidos por una cuarta parte de su precio las tardes de julio, cuando el calor chirriaba y ningún vecino se acercaba a echarles un vistazo; el relámpago de las braguitas blancas de Manoli en la trifulca salvaje de los pulis adolescentes; el saludo perenne de su hermano José Manuel despidiéndose de su madre cada vez que salía, la manita al aire, cuando ya gastaba barba Richelieu, flequillo Rasputín o bigote de George Harrison; ese walkie-talkie que cruzaba de su casa a la mía, sustituto del silbido en clave y reemplazado después por el timbre del teléfono, o la desbandada que causaba en los chiquillos la aparición del negro perrazo que hacía honor al león que llevaba en el nombre. El patio de mi casa era particular, no hace falta decirlo, y cuando llovía y se mojaba acababa hecho un asco.

Era ese mismo patio el que cruzaba yo en perpendicular la mañana de noviembre en que quiero comenzar este relato. Uno andaba ya advertido y la cosa (el desenlace, que dirían los periodistas) se esperaba, pero todavía me sobresalta en la memoria aquel siseo madrugador, la vecina asomada de perfil a la ventanita incómoda del cuarto de baño, como el cartel de la película de Polanski que pronto iríamos todos a ver, fantasmagórica, cetrina y asustada, un puro silencio de miedo, indicándome con el dedo y la mueca que no me tomara la molestia de ir al colegio. La entendí en seguida, claro: Franco había muerto.

En otro patio no menos deplorable, acorazado además por pertenecer a la casa-cuartel que en realidad era, la madre de Juanito Mateos, posesiva e inculta como todas las madres, hizo acopio de víveres y despertó a sus hijos, hecha un manojo de lágrimas, para darles la noticia y rezar diez padrenuestros de corrido. Juanito confiesa que también lloró. Supongo que la pobre mujer, en su desazón, no cayó en la cuenta de que si lo peor de sus temores se cumplía a su marido guardia civil no le iba a faltar trabajo.

Téllez cuenta que viendo a media mañana la repetición del discurso de Arias Navarro en el Tadeo (un bar que quisieron convertir en Café Gijón cuando en realidad no era más que un triste bache, refugio de marineros borrachos y progres beatos) brindó con moscatel y Manolo Ruiz Torres por la noticia, y alguno de los dos dijo aquello de «aquí hace falta una paloma o un disparo» que después quedaría escrito en un poema hoy ya perdido. No creo que sea verdad, pero en la biografía del verso quedó aparente.

Franco se había muerto y nos dejaba a todos huérfanos, atemorizados y libres.