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POETA DE BARRIO

El Colectivo se había visto reducido a la cuarta parte, pero eso no significó que el invierno que se avecinaba fuera a hacerlo desaparecer. Antes al contrario, como ya nos habíamos hecho un nombrecito a nivel local, e incluso comarcal, el relevo del verano nos lanzó a un sinfín de actos culturales con los que pretendíamos seguir sacudiendo las conciencias. Ya habíamos comprobado que teníamos gancho, poder de convocatoria, ganas de formar, informar y entretener (éramos como televisión española pero sin cámaras). Mientras decidíamos cómo editar el número cuatro dedicado al 27, nos vimos en la necesidad de publicar un suplementito de pocas páginas, en papel amarillo, por dar salida al material sobrante y compensar las pesetas que se nos escapaban en ensaladilla (la multicopista, esta vez, nos la prestaron en la facultad de Filosofía y Letras). También, ya avanzado febrero, publicamos un complemento, un cuadernillo fotocopiado dedicado en exclusiva a tres poetas de nuestro entorno: Juan José Téllez, Manolo Ruiz Torres, y Juan José Iglesias, me parece. Al complemento le pusimos por nombre «A tientas», en homenaje a un poemita de Carlos Álvarez que nos había acompañado desde un almanaque de mesa en casa de Manolo Chulián, en nuestra prehistoria. Se vendió bastante bien.

Nuestro ímpetu andalucista no se paró en la manifestación del 4D. Téllez tenía también alma de disc-jockey (unos años después trabajaría en la radio), y se montó un discoforum dedicado al tema con la colaboración, más o menos entre dientes, de una organización dedicada a tales fines en la Casa de la Juventud, en la calle Cánovas del Castillo, sobre el minicine donde Roman Polanski nos había aterrorizado de muerte ese verano con su magistral El Quimérico Inquilino, sobre todo a Juanito, que no durmió en un par de noches y hasta juró matarnos con un hacha, por asustarlo.

Los encargados del discoforum eran rockeros que empezaban a mosquearse porque su repercusión entre la juventud de la ciudad era casi nula. Nadie acudía a comentar a Emerson, Lake & Palmer, Crim Crymson o Led Zeppelin. Nos prestaron el lugar pensando uque iban a acudir cuatro gatos para oír de Andalucía, pero es que sin duda no conocían a Téllez y su poder de convocatoria.

Hicimos, como siempre, una campaña modesta y selectiva, sabiendo que el local no daba para rodar una nueva versión de Los diez mandamientos. No nos pudimos resistir a las ganas de meter el chiste, y bajo el anuncio «Entrada libre» añadimos entre paréntesis «Salida, ya veremos», que parece no gustó mucho a nuestros anfitriones. Aunque gastaban pelos largos y seguían una música estruendosa, tenían que hacer ver a la ucedé que les cedía el local que todos ellos querían ser unos jóvenes de provecho y no iban a afilarse al PSOE a la primera de cambio (me temo que a lo mejor hasta lo cumplieron).

La publicidad selectiva no nos sirvió de nada. La salita se desbordó de gente que no quería perder su tiempo con el rock todas las semanas, pero ansiaba debatir sobre Andalucía, al menos una vez en la vida. Fue apoteósico. Los encargados del discoforum se tiraban de las barbas, asombrados, incrédulos, incapaces de comprender que eran tiempos diferentes y tenían de momento perdida la partida. Luego vendrían Mecano y los niños de diseño y enterrarían no sé si para siempre el empeño de cantar poesía y no capulleces insolidarias, pero ese momento de triunfo fue todo nuestro, de Téllez entero.

Como el curita que nunca fue, Juan José se sentó ante sus feligreses, que ocupaban sillas y suelos, amontonados en sí mismos, hasta el pasillo, hasta las escaleras, y con un manojo de cintas y un picú fue haciendo historia de nuestra historia, desde la copla a Triana, de Carlos Cano a Miguel Ríos, de Lole y Manuel a Medina Azahara, de Camarón a Imán Califato Independiente, de Paco de Lucía a Jarcha. Era la música que habíamos escuchado una y mil veces en su casa, a media tarde, pero ahora adquiría un valor nuevo, una magnitud que tal vez ni siquiera sus autores habían sospechado nunca.

Téllez terminó su perorata, entre chistes y comentarios mordaces, como la estrella que era por derecho propio, un telepredicador alborotando, el juglar que habría encarnado en otro siglo, y luego cedió el micro y el taburete a un muchachito recién llegado al Colectivo, un humilde cantor de anécdotas ajenas y espantosos poemas propios que terminó de poner broche de oro a aquella noche inolvidable. Téllez hizo mutis por el foro y dejó un retazo de gloria para Leo Hernández.

Yo creía que era un pseudónimo, como Jomán Ales, Derek o Agustín Faubel, miembros del Colectivo o colaboradores desconocidos que habían publicado sus cositas con nombre falso y motivos variopintos, y hasta en el número tres, cuando rotulaba con mi mala letra de siempre el cliché de sus poemas, lo rebauticé «León» Hernández, creyendo que intentaba ser una síntesis poco afortunada de León Felipe y Miguel Hernández, pero no, se llamaba realmente así, Leonardo, aunque firmaba Leo, y hasta le molestó lo de León, supongo que por buenos motivos.

Leo Hernández trabajaba en una frutería y escribía poemitas que después Téllez le corregía para que fueran un poquito más presentables. Estaba entre Poquito y un personaje de Godspel, con los pelos rizados y dos chapetones en las mejillas, y una sonrisa perpetua sobre el jersey de rayas rojas, precursor de Wally o de Chanquete. Era un muchacho sencillo, el viento del pueblo de nuestra revista, menos intelectual que Juan José, menos frívolo que yo o Juanito Mateos, menos seguro de sí mismo que Fernando Santiago o Guillermo Montes.

Leo traía del brazo una guitarra y unas inmensas ganas de trabajar, un ansia por beberse la cultura y vomitarla alrededor, como un desafío humilde y proletario. No creo que hubiera terminado el bachillerato siquiera, pero no le hacía ninguna falta.

Leo cantaba versiones en andaluz de «La Gallina dijo no» y «La estaca», traducidas y adaptadas por Téllez, que seguía queriendo ser madre de artistas, y se decía en el anarquismo, de forma más visceral y folklórica que José Angel, siempre más frío y racional, más en Juan Ramón Jiménez. Leo cantaba también una curiosa balada de banderas de colores que obligaba a tararear a toda la concurrencia, aunque uno no acababa de comprender cómo se podía aceptar a la vez la bandera roja y la bandera negra (se era socialista o se era anarquista, ¿no?), ni por qué sumaba en el bando de los malos a la bandera azul que atribuía al fascismo con la bandera rosa, en la que venía a despreciar, sin mencionarlos pero fingiendo el acento, a los mariquitas que a lo mejor estaban aplaudiéndole desde la platea.

Bandera blanca no queremos, no.

Porque es el símbolo de la derrota.

La bandera blanca no queremos, no.

Bandera roja sí queremos, sí.

Porque es el símbolo del socialismo.

La bandera roja sí queremos, sí.

Banderas azules no queremos, no.

Porque son símbolo del fascismo.

Banderas azules no queremos, no.

Bandera negra sí queremos, sí.

Porque es el símbolo del anarquismo.

La bandera negra sí queremos, sí.

Bandera rosa no queremos, no.

Porque es el símbolo de cualquier cosa.

La bandera rosa no queremos, no.

Bandera verde sí queremos, sí.

Porque es el símbolo de Andalucía.

La bandera verde sí queremos, sí.

Menos mal que se quedaba pronto sin colores. No sé si la letra era también suya, o si la traía ya adaptada de algún sitio, pero la recuerdo de corearla y por eso la reproduzco. Venía a ser como «La Muralla», pero sin ponchos ni maracas.

Alguien le debió de dar un toque desde el gay power, porque las últimas veces que le escuché cantar esa canción Leo ya había borrado del repertorio la mención a la bandera rosa.