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DE SKYWALKER A EMMANUELLE

La tarde siguiente, domingo, volvimos a reunirnos en casa de Troglo, que era medio noviete ya de una de las niñas, para intentar ver todos juntos la cabalgata. Troglo parecía en efecto un antepasado de Pedro Picapiedra, un mosquetero después de haber salido de la turmix, y alguien me explicó que debía su aspecto algo llamativo a las ganar de ir siempre contracorriente, porque de niño tenía pesadillas donde se le aparecía Jesucristo y le señalaba diciéndole que iba a ser cura. Troglo se despertaba gritando, contestándole que no, y por eso había amañado su físico para que nadie pudiera tener ninguna duda de que no lo era.

Nuestra cita fue en su casa, un hostal pequeñito y limpio cerca del puerto, donde a veces nos empeñábamos en celebrar guateques pasados de moda que yo arruinaba casi siempre, aburrido y melancólico, enamoriscado de alguien que no estaba allí presente, pinchando la versión de Meco de La Guerra de las Galaxias, que las niñas odiaban, o amargándoles la velada escuchando una y otra vez a Aute y su «De alguna manera» (me había dado fuerte, desde luego). Con retraso y con resaca fuimos llegando, hasta que al fin pudimos salir a la calle a intentar buscar un rinconcito desde donde ver disfraces y carrozas.

Juanito y yo ibamos bajando los primeros la cuesta, charlando de nuestras tonterías, aumentando yo mi diccionario con palabras como guarrepeao y demás préstamos del extremeño o del idioma propio de mi amigo, cuando al llegar a la segunda esquina nos dimos cuenta de que el resto de la pandilla no nos seguía. Rehicimos nuestros pasos, volvimos al hostal de Troglo. Nadie. Pensamos que no habrían tirado calle abajo, sino calle arriba. Nada. Dimos tres o cuatro veces la vuelta a la manzana. Ni rastro. Ocho o diez personas se habían borrado del mapa en un abrir y cerrar de puertas.

Luego nos enteraríamos que una de las niñas había olvidado el bolso, las llaves o una pamplinilla por el estilo, pero en ese momento a Juanito y a mí se nos cayó el alma a los zapatos. Nos quedamos solos un domingo de carnaval, sin gente con quien compartir el jolgorio, y en esas circunstancias tampoco nos apetecía ya ver la cabalgata. ¿Una solución? Volvernos a casa, pero eran las seis de la tarde y no era plan. ¿Otra más sencilla? Meternos en un cine. Aprobada por mayoría absoluta la segunda opción, intentamos ir al Cine Municipal, donde daban una de Clint Eastwood, Licencia para matar. El cine, además, estaba cerquita. Nos pusimos otra vez en marcha, pero no pudimos entrar: la cabalgata pasaba justo por delante y la taquilla nos quedó al otro lado del río de disfraces, tras las sillas de palo y los martillitos horribles que entonaban ya su canto de cisne.

Los demás cines del Cádiz antiguo nos quedaban también en la frontera más allá de la cabalgata, inaccesibles. Sólo teníamos ya una opción: regresar a Puertas de Tierra. Nos encogimos de hombros y aceptamos que nuestro destino ineludible era una película que no queríamos ver de ninguna de las maneras.

Nos gustaba ir a la contra, eran los tiempos. Juanito se había aburrido de muerte con El último tango, que yo tampoco habia querido ver, y en cuestión de cine picantón preferíamos las españoladas interpretadas por actrices que luego manoseábamos en los Lib y en Interviú, y además nuestro listón de cine erótico extranjero tenía por culmen Madame Claude, igual que poco después sería La Bestia. No nos apetecía nada babear como todo el mundo y tragarnos Emmanuelle, no sé por qué, quizás porque la actriz nos parecía poco rotunda o por simples ganas de negarnos a pagar la entrada. Pero no tuvimos otra opción. La tarde se presentaba larga y aburrida, sin nada más que hacer sino preguntaros en qué rincón cubierto de papelillos podrían estar buscándonos el resto de los amigos.

Regresamos andando a Puertas de Tierra (los autobuses no se habían hecho para nosotros), y ante las puertas del Cine Gaditano, que en paz descanse, compramos las dos entradas. Yo ya tenía dieciocho años caducados, pero Juanito no. Pasó lo de siempre, lo inevitable, lo que ya suponíamos no iba a pasar nunca jamás: a Juanito le pidieron el carnet. No lo llevaba encima, ni tampoco tenía la edad de todas formas, y en la taquilla no quisieron descambiarnos las entradas. Juanito cumpliría los dieciocho años en menos de un mes, pero no creo que eso conmoviera al portero (que era distinto al que a mí me había amargado La Naranja Mecánica aunque tenía la misma alma de sargento en Melilla). Como la casa-cuartel donde vivía estaba cerca, decidimos continuar hasta allí y buscar el carnet de las narices, a ver si con un palo de ciego el inflexible de la puerta no sabía contar y no se fijaba en la fecha (ya había pasado otras veces).

En casa de Juanito, por ser el día y la hora que era, no había nadie. Regresamos al cine, con la entrada en la mano, sin el carnet que tampoco nos habría solucionado nada, cuando faltaban menos de dos minutos para que empezara la función. La cabeza me dolía ya como si la cabalgata que nunca vimos estuviera transitando entre una oreja y otra (Juanito dice tener la inmensa suerte de no haber sufrido jamás dolores de cabeza, aunque lo volvían loco las muelas, que aliviaba llevando tapones de corcho en media docena de bolsillos, remedio casero de la madre medio bruja). Ante la puerta del cine, comenzados ya los títulos de crédito, el portero nos dejó entrar por fin, sin exigir el carnet esta segunda vez, lo que no nos hizo tampoco mucha gracia, porque nos podíamos haber ahorrado la última y más agotadora caminata de la tarde, hijo de su madre.

La película, para variar, nos pareció un tostón con música almibarada, aunque descubrimos que la protagonista estaba bastante más potable de lo que habíamos supuesto en un principio, y además tragaba como ella sola, la tía.

(Unas cuantas semanas después, en el transcurso de uno de los recitales que improvisamos para ganar pesetas y pagar el número 5 de nuestro Jaramago, José Ángel no se pudo creer que no nos hubiera gustado ese título mítico, y hasta nos explicó que la escena final significaba que el amor puro estaba por encima de lo físico. No le quise sacar de su ilusión, pero para mí que el viejo pedante se estaba poniendo ciego con el tailandés del sam-lo, por mucha poesía oral que quisiera meterle por el culo, y la Emmanuelle liberada no recitaba poemas de Kavafis ni discutía sobre el Pacto Social mientras se corría como una loca y alcanzaba el Nirvana).