37914.fb2
Manolo Ruiz Torres, aquel chico calladito que nos acompañó como una sombra la noche de carnaval, ya había publicado alguna cosilla en Jaramago, un cuentecito torpe de ciencia ficción, y estaba a punto de formar la trinca de poetas de nuestro complemento «A tientas». Manolo era, como Téllez, de Algeciras, un muchachito largirucho y con las mejillas picadas que, hundidos los hombros, parecía mirarlo todo desde abajo cuando, por su estatura de gran poeta, tendría que mirarlo desde arriba.
Manolo era carlista, o eso decía, y la boinita roja venía de herencia de abuelos o quizá fuese reliquia propia, no lo sé. Se le veía entonces un poco fuera de lugar, como si sólo estuviera medio él, timidito y modoso y con ganas de no respirar muy fuerte por si se molestaba alguien. Menos mal que aquel carlismo era más folkórico, ganas de hacerse notar, supongo, que otra cosa más seria.
Manolo dejó la prosa en buena hora y empezó a escribir poemas algo ingenuos al principio, pero con mucha sonoridad, con unas imágenes muy bellas que a mí me encandilaron desde el primer momento. Eran poemas de cosas de todos los días, los desaires y las contradicciones que ibamos viviendo en propia carne, sin recubrir de esa pátina falsa que vuelve incomprensible y rebuscada a otras poesías. Y además, entre mazazo poético y pistoletazo sentimental, soltaba chisporroteos de humor negro, una bilis anti-romántica despendolada y moderna que iba abriendo camino a un estilo original y divertido, a un lenguaje perfecto y propio, como cuando escribió un libro entero (no sé si inédito todavía), y lo llamó Échale la culpa al bugi, como la canción de los remozados Jackson 5 que torturaban nuestros oídos de jóvenes no dispuestos a claudicar nuestras ideas ante el avance ya implacable de las discotecas.
Manolo recitaba, como Téllez, con ese acento cantarín algo cargante, como de monaguillo en ciernes, que tanto he visto en todos los poetas de verdad, desde Jesús Fernández Palacios y aquel salvaje «sangre, sangre, sangre», al propio Rafael Alberti y su canturreo peculiar ya algo senil. Nadie mejor que él para recitar sus poemas con aquella cadencia monótona que se convertía en pura música.
Manolo nos acompañó en lo que sería ya la última etapa de nuestra revista, pero coincidiríamos después en otras aventuras conjuntas, para mi fortuna. Manolo escribía porque, en confesión propia, no era feliz, lo cual me parecía una forma muy sencilla de expresar lo que todos veníamos haciendo, y además tuvo la honradez de cortarse la coleta cuando parece que consiguió serlo, para desgracia de todos aquellos que nos sentíamos identificados con su poesía más que con ninguna otra (en vano le suplicábamos que sufriera un poco y volviera a los folios).
Por entonces, contagiado del virus poético que me rodeaba, yo también empecé a escribir versos, lo siento, lamentos amorosos que vendría a estilizar durante un par de años, hasta que no tuve nada más que decir, y que siguen inéditos por ahí, supongo que para mi suerte y la de quienes me leen. Al principio, los poemas me salían de tres en tres, y es así como me los recuerda siempre Téllez, aunque pronto superé ese estigma trinitario. No creo que mis poemas fueran nada del otro jueves, porque tenían el terrible problema de que se entendían, aunque el hecho de que a Manolo Ruiz Torres le gustaran me llenaba de un orgullo algo tonto de padre.
Manolo, Téllez, Juan José Iglesias y alguno más acudíamos de vez en cuando a recitales en barriadas y centros culturales recién abiertos (lo mío, con sólo seis o siete poemas en mi producción, ya era echarle valor al asunto). Se nos presentaba como si fuéramos la quintaesencia del arte poético, como si aquellos tres o cuatro chavalitos que hacían versos en lugar de andar ligando en las playas o los institutos vinieran a suponer la reencarnación de Machado o de Lorca. Invariablemente, tras el recital, venía un breve coloquio con viejecillos libertarios o maestros de pueblo con ínfulas de descubridores de talentos.
– ¿Y a vosotros se os podría considerar una generación?
No lo decía por la edad, evidentemente, sino con el deseo algo tontorrón de inventarse allí mismo otro 27 (no queríamos para nada otro 36). Nosotros ya sabíamos que no lo éramos, o que no lo íbamos a ser, ni nos importaba. Escribíamos nuestros versos ya que ligábamos más bien poco, y queríamos fortuna, fama y gloria, desde luego, pero tampoco nos quitaba el sueño no pasar a la posteridad con una aureola de plata en el retrato de viejos carcamales, con bigotes y cicatrices de boli en los libros de texto de Anaya.
Manolo Ruiz Torres, calladito y meditabundo, fue quien contestó a una de aquellas preguntas impertinentes que nos refregaban por la cara, antes de tiempo, que siempre ibamos a ser unos fracasados sin remedio.
– Claro. La generación del choco frito.
Así nos dio por presentarnos durante algún tiempo, en recuerdo de aquella contestación airosa y de los papelones de pescao frito que nos comíamos tras los recitales o después de ir de paseo con la panda. Era un nombre que nos gustaba mucho, muy definitorio, muy a contraviento, pero ni por esas pasó a la historia.
DECADENCIA Y VERGÜENZA TORERA
Funcionábamos como revulsivo en la ciudad, o eso siempre hemos querido creer, y a los pocos meses de nuestra andadura nos salió la competencia. Un primo de Troglo, en otra onda muy distinta a Jaramago, se sacó de la manga y pagando de su propio bolsillo una revista contracultural, a la que llamó Libre Expresión, y que yo nunca fui capaz de leer. José Manuel Burguillos, que ya nos hizo un par de portadas, se aunó con otros dos amigos progres y en unos meses publicaron un nuevo título, esta vez cañero a tope, marginal y hasta underground, Quiyo, heredero en provincias de la filosofía de Star o Vibraciones. Y las fuerzas de la reacción no se hicieron esperar y pusieron en la calle una revistita cursi de instituto, un puñadito de folios grapados como nosotros habíamos sido, donde se daban cita los poemas ripiosos de gente un poco más joven que nosotros en un envoltorio que, con muy buen tino, bautizaron Anacrónicas. Los profesores conjuntos de la Escuela Normal donde yo fingía estudiar, poco más tarde, perpetraron una cosita a imprenta, muy bien presentada y coqueta, con el bello nombre de Noray, pero tampoco era gran cosa en su calidad y a nosotros nos cogía muy lejana (ninguna de las otras revistas llegó a ver editado un tercer número).
Por supuesto, aunque nos dábamos palmaditas en la espalda y casi decíamos aquello de «te sigo, te sigo», a ninguno de los cuatro grupos le decía nada lo que hacían los otros tres (ya digo que dejábamos Noray al margen, que además llegó más tarde), pero había que estar unidos y dar la imagen de ser civilizados y demócratas. Incluso nos aliamos en alguna ocasión (la buena marcha de nuestro Colectivo y el incremento del precio de las tapitas de ensaladilla en Los Lunares exigían siempre dinero en las arcas) para vender al alimón una pegatina que tuvo mucho éxito en su momento. La pegatina la dibujó Miguel Martínez, cómo no, y en ella se veía a un gris (estábamos todos muy impresionados porque tropas de élite con pañuelos verdes habían venido a sofocar una huelga en Astilleros), dispuesto a asestarle un porrazo de goma a un chavalín de aspecto progre e inofensivo que leía un libro donde se leía aquello de Lord Byron que yo había encontrado por causalidad en un libro de frases brillantes: «Aunque me quede solo, no cambiaría mis libres pensamientos por un trono».
La pegatina fue un éxito en facultades y colegios mayores, y nos sirvió para terminar de pagar el número cuatro a la copistería y plantearnos bucear en la aventura de un quinto Jaramago. Poco después, ya en solitario, editamos otra más, esta vez con Charlie Chaplin, que también la acababa de espichar, bajo el lema «Tanto amor y no poder contra la muerte» que dijo el poeta (Téllez y yo hubiéramos preferido aprovecharnos de Groucho, que estaba más en sintonía con nuestras creencias marxistas, pero era menos apreciado por la gente).
Descubrimos que resultaba más sencillo vender pegatinas que revistas, y que dejaba más dinero. Pero costaba mucho trabajo comprimir todos nuestros relatos y poemas en un rectangulito o un círculo de papel autoadhesivo.
Volvimos, ya por última vez, a celebrar un recital en el Columela, un maratón desordenado donde cantautores y carnavaleros se repartieron las diez o doce horas de escenario. Esta vez nos aliamos con alguna congregación católica y obrera para organizarlo, y la entrada cobrada y el montón de pesetas recaudado nos permitió ir pensando en nuestro número cinco, que iba a ser el último, sin que entonces lo sospecháramos. Los carnavaleros, por cierto, se emborracharon y acabaron partiéndose sillas en la cabeza como si en vez de ir disfrazados de piececitas de ajedrez estuvieran interpretando un western, sólo que la madera, esta vez, no era de pega y estaba dura.
La pandilla ya no nos ofrecía nada nuevo. Téllez no acudía más que de tarde en tarde, enfrascado en su romance con Ana, aunque también estaba condenado de antemano y le esperaba corta vida, para regresar a la amistad hermosa que fue antes, y Manolo Chulián continuaba por su parte en otro mundo, ajeno a los amigos, hundido en su hoyo (la metáfora era poco afortunada, lo sé, pero a ninguno se nos ocurría buscarle una segunda interpretación) y feliz y tan campante en su travesía particular de la laguna estigia.
Juanito y yo nos aburríamos. Se nos iban las horas esperando a unas niñas que no nos atraían físicamente, mientras pandas de faldas más apetitosas se rozaban risueñas a nuestro lado. Y yo, además, me pasaba las noches contando estrellas y escribiendo versos que enterraba en una carpeta, sin disumulo, para que fueran descubiertos y comentados con burla y admiración y amor obvio negado por su destinataria.
Una noche, poco antes de que desertáramos de la pandilla y nos perdiéramos también en busca de otros horizontes, escribí con un trozo de lápiz azul la que ha sido, por suerte, la única pintada de mi vida. JARAMAGO, LITERATURA PARA EL PUEBLO, garabateé con trazo irregular, pero perfectamente legible, supongo que por dármelas de proletario o interesante. La letra no era muy grande (tampoco el lapicito daba para más), pero el mensaje se podía ver sin ningún problema. Por aquello de «literatura para el pueblo» tan rimbombante había que entender, supongo, que lo que quería era que la gente me leyera. Desde luego, leyeron la pintada durante mucho, mucho tiempo.
El autobús de línea se desvió poco después por aquella callecita secundaria, y con vergüenza propia, en años posteriores, fui testigo en mis trayectos vespertinos de la supervivencia de esa pintada estrafalaria mía, que me acechaba como una cara de Bélmez y que posiblemente nadie más era capaz de ver. Menos mal que un día encalaron el muro y desapareció de mi conciencia, qué bochorno más grande.