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PROHIBIDO A MENORES

La librería Pepín era un escaparate al que yo me asomaba cada viernes, cuando salía de clase y los exámenes de lengua, donde comentábamos sin mucho acierto las historias del hielo de Aureliano Buendía. Allí me esperaban los tebeos deSpider-Man, las novelitas de Clark Carrados, la enésima reedición de los aburridos X-9 o Jorge y Fernando. Allí encontré un miércoles a media mañana, cuando ya repetía cou en el instituto y la huelga de penenes me dio seis meses de vacaciones a la fuerza, un tebeíto cuadrado y feo, de lomos pegados y presentación vomitiva. Lucífera, se leía en la portada, con letras de fuego rojas, y una señora despampanante y desnuda que hacía las veces de diablesa o de vampira me incitaba a la compra y al consumo. Los tebeos pornográficos italianos habían entrado en nuestra vida.

Compré y consumí aquel tebeo novedoso, en efecto, como algún otro título posterior que no me gustó ya nada:Hessa, Paco Pito, qué sé yo, el colmo del mal gusto y el humor rancio. Los tebeos, en formato de novela pequeña para despistar o atraer a un público más adulto, sellados los cantos para que nadie pudiera hojear su contenido, venían impresos en un papel feo, casi reciclado, un papel que, en las lecturas a solas en los cuartos de baño para los que sin duda habían sido hechos adquiría un claro matiz de papel higiénico, un amargo regusto de pecado. Blancanieves y los siete enanos viciosos, del mismo gran dibujante (¿Frollo?) nos esperaba en la revista Lib, a la vuelta de la esquina ya. El sarampión sexual, como el político, empezaba a atacarnos por todos los flancos. La sangre hervía después de tanto tiempo de pretender ignorarla, y no sólo a los adolescentes que todavía teníamos por descubrir un mundo que queríamos a medida.

El cine se pobló de títulos añejos, de películas rescatadas de olvidadas listas negras que se mezclaban, en aquella repesca tardía, con las últimas obras dedicadas únicamente a mostrar carne. La prohibición seguía siendo absoluta en todas ellas, mayores de dieciocho años, pero los porteros hacían la vista gorda y dejaban colar a todo el mundo. Casi siempre.

No me hubiera importado que no me dejaran entrar, no sé, enLas adolescentes, La menor, La espuela o algún título de aquellos que soportábamos medio dormidos hasta que la Mary Francis o la Ornella Mutti de turno empezaba a despelotarse, pero el portero tuvo que ponerse farruco, y ya es mala suerte, el día que en el Cine Imperial, antiguo reducto de sala de arte y ensayo y futura sala X antes del derribo, proyectaban La naranja mecánica.

En vano razonamos con él. Mire usted que esto va de ciencia ficción, y además hay que leer los subtítulos, que no venimos buscando muslo como aquellos marineros de permiso, sino arte. No hubo manera. Era una película para mayores, y nosotros no teníamos todavía más que diecisiete años, conque ahuecando. Los inspectores estaban en la sala y el pobre hombre, supongo, se jugaba más que los quince duretes de la entrada. Por obra y gracia de aquella censura cerril y chusquera, el domingo se nos fue a hacer puñetas. Nuestro cabreo fue mayúsculo.

Pero yo juré vengarme.