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EL ASTILLERO-VIILA GLORIETA-VLA CASA-ILA CASILLA-VII

Llegó entonces el último viaje de Larsen río arriba, hacia el astillero. Estaba entonces no simplemente solo, sino también despavorido y con ese inquietante principio de lucidez de los que empiezan a desconfiar, a regañadientes, sin vanidad ni conciencia de astucia, de su propia incredulidad. Sabía pocas cosas y rechazaba muequeando a las que lo rondaban queriendo ser sabidas.

Estaba solo, definitivamente y sin drama; tranqueaba, lento, sin voluntad y sin apuro, sin posibilidad ni deseo de elección, por un territorio cuyo mapa se iba encogiendo hora tras hora. Tenía el problema -no él: sus huesos, sus hilos, su sombra- de llegar a tiempo al lugar y al instante ignorados y exactos; tenía -de nadie- la promesa de que la cita sería cumplida.

Así que nada más que un hombre, éste, Larsen, trepando el río en una embarcación cualquiera, en el principio apresurado de una noche de invierno, mirando distraído para distraerse, lo que aún podía verse de vegetaciones costeras, registrando con la oreja derecha gritos de pájaros de nombres ignorados.

Así que, sin saber más que lo que él podía tolerar, pero habiendo descubierto en algún momento de su navegación lo que había estado buscando desde la ventana carcelaria de Petrus frente a la Plaza del Fundador, llegó a Puerto Astillero cuando una raya de luz verdosa se oscurecía en el horizonte. Entró en lo de Belgrano para fortalecerse con la sensación de orden que dan las etapas, para lavarse y tomar un trago, para hacer creer al patrón que no era un fantasma.

Subió a su cuarto y, tembloroso y cobarde por el frío, fue en mangas de camisa a lavarse a la pileta del corredor, sin necesidad de luz, tanteando para guiarse. No había nada en la noche aparte del ruido alegre del agua. Levantó la cabeza para secarse y sintió el aire mordiendo y enrarecido; estuvo buscando la luna pero no encontró más que la plata tímida del resplandor. Fue entonces que aceptó sin reparos la convicción de estar muerto. Estuvo con el vientre apoyado en la pileta, terminando de secarse los dedos y la nuca, curioso pero en paz, despreocupado de fechas, adivinando las cosas que haría para ocupar el tiempo hasta el final, hasta el día remoto en que su muerte dejara de ser un suceso privado.

Había terminado de vestirse, estaba harto de examinar el revólver, de quebrarle el lomo, de hacer rodar frente a un ojo el tambor vacío, de pasar revista a las balas sobre la mesa como a una patrulla. Estaba vestido y peinado, bien limpio en las partes que no cubría la ropa, perfumado, y sin barba, con un codo en la mesa y alzando un cigarrillo que chupaba sin absorber el humo. Estaba solo y aterido en el centro de la pieza ridículamente chica que la escasez de muebles hacía casi normal. Estaba desprovisto de pasado y sabiendo que los actos que construirían el inevitable futuro podían ser cumplidos, indistintamente, por él o por otro. Estaba feliz y esta felicidad era inservible, cuando el mucamo pidió permiso para entrar.

Larsen no se movió para mirarlo; conocía de memoria la frente estrecha, el pelo duro y negro, el aire quieto y alerta de la cara.

– Me pareció oír que llamaba. ¿Cómo le fue en todo este tiempo? Andaban diciendo que no volvía. Venía a preguntarle si come acá. Llegó la lancha con carne fresca.

El muchacho se movía golpeando con un trapo la mesita de noche, la repisa con el despertador; se acercó para quitar el polvo de los bordes de la mesa.

– Mirá -dijo Larsen-. No pienso comer nada de la basura que preparan aquí.

– Hace bien -repuso el muchacho con entusiasmo-. Pero la carne es fresca. Qué me puede importar que coma o no -se agachó para pasar el trapo por una pata de la mesa, se incorporó sonriente, sin mirar a Larsen.

– Mirá -repitió Larsen; de pronto dejó caer el cigarrillo al suelo y ladeó la cabeza para mirar con asombro al mucamo-. ¿Qué estás haciendo aquí? Quiero decir, qué esperás quedándote aquí en Puerto Astillero, en este sucio rincón del mundo.

El muchacho no le hizo caso, no pareció creer que le hablaran a él. Recostó la cadera en la mesa y fue alzando lentamente hasta su cara el trapo inmundo que usaba como limpiador, pañuelo y servilleta; tomándolo de los bordes con los índices y los pulgares lo hizo girar frente a su sonrisa de dientes blanquísimos.

– Puedo preguntarle lo mismo. Con más razón. ¿Qué espera aquí? Ya pasó mucho tiempo y no se cumple nada de lo que esperaba. Me parece a mí.

– Ah -dijo Larsen, y empezó a frotarse las manos.

El muchacho se apartó de la mesa y giró dos pasos de baile con el trapo en alto.

– Ahora no más me pega el grito esa vieja estúpida.

– Ah -insistió Larsen; alzaba, un poco torcida, una cara de meditación y estima. Necesitaba un pequeño hecho infame, como se necesita un tónico o un vaso de alcohol-. De modo que no querés entender. Traeme talco y lustrame los zapatos.

Siempre bailando, el muchacho fue hasta el ropero y sacó una lata ovalada con flores azules sobre un fresco fondo amarillo. De rodillas, espolvoreando los zapatos que Larsen le alargaba indolente, frotándolos después con el trapo, sólo mostraba el pelo brilloso, la estropeada chaqueta blanca que exhibía lanas por las roturas.

– Así que no querés entender, hijito -dijo Larsen con lentitud, sonoramente, para que las palabras duraran.

Esperó a que el otro guardara el talco y cerrara la puerta del ropero. Entonces se acercó, despacio, seguro de la espera del muchacho, y le tomó la cara por las mejillas con una mano. Lo sacudió suavemente y lo soltó. El muchacho no se movía; desviando los ojos, abría y plegaba el trapo a la altura de un hombro.

– Ahí tenés, para explicarte, para que no tengas más remedio que entender -dijo Larsen con voz pausada, con hastío-. Te estuvo tocando la cara un hombre de bien. Tenelo en cuenta. Pero yo conocí a uno que era como vos, hasta parecido físico tenía, que vendía flores en la madrugada, en la calle Corrientes, allá en otro mundo que no conoces, flores para artistas, reas y mantenidas. Se especializaba en violetas, recuerdo. Y después de años que anduve sin circular, llego una noche a un cafetín, estoy acompañado en una mesa y el muchacho se me acerca con la canasta de violetas. Y dos vigilantes que van al fondo para cobrarse la copa, uno que sale y otro que entra, lo manotean al pasar riéndose. No sé si entendés lo que te quiero decir. Te estoy hablando como un padre. Se me ocurre que eso que te conté es lo último que le puede pasar a un tipo.

Fue hasta la mesa para recoger el sombrero y se lo puso frente al espejo, tratando de silbar un tango viejo del que no recordaba ni el nombre ni la historia. El muchacho se había corrido hasta la cama, y, dándole la espalda, limpiaba otra vez el marco de la ventana con el trapo enroscado.

– Es así -dijo Larsen con melancolía. Se desprendió el sobretodo, sacó la cartera y estuvo contando cinco billetes de diez pesos que puso sobre la mesa-. Ahí tenés. Cincuenta pesos que te regalo. Lo que te debo es aparte. Pero no le digas al patrón que ando regalando dinero.

– Bueno, gracias -dijo el muchacho acercándose-. Así que no come con nosotros. Tengo que avisar. -La voz era ahora más aguda e insolente, jadeante.

– Hace unos años te hubiera roto el alma en vez de aconsejarte. ¿Te acordás de lo que estuve contando? Se había acercado con los ramitos de violetas; era también un invierno. Y cuando los vigilantes lo tocaron, no podía disimular porque todo el mundo lo había visto y no podía enojarse porque la autoridad es la autoridad. Así que hizo la cosa más triste de este mundo; nos mostró una sonrisa que ojalá Dios no permita que tengas nunca en la cara.

– Sí -contestó el muchacho, parpadeando, casi alegre. Había extendido la servilleta sobre la mesa y apoyaba encima las manos; la cara morena se había aniñado y los ojos oblicuos, la boca entreabierta, mostraba, rodeando el ensueño, una leve desconfianza, un intimidado deseo de hacer preguntas-. ¿Piensa volver muy tarde? Por si quiere que le guarde algo para comer. Escuche, me olvidaba. Trajeron esto para usted. Ayer, creo -se encogió para escarbar en el bolsillo del pantalón mugriento, extrajo un sobre cuarteado y abierto.

Larsen leyó el papelito lila: «Lo vamos a esperar para comer arriba con Josefina a las ocho y media. Pero venga antes. Su amiguita A. I.»

– ¿Buenas noticias? -preguntó el mucamo.

Larsen salió sin contestar ni volver a mirarlo; no quiso, abajo, tomar la copa con el patrón y entró velozmente en el frío de la calle. Dobló a la derecha y se metió en el camino, en la calle ancha limitada por árboles desnudos, sin luna aún, con sólo un vago resplandor blancuzco que simulaba guiarlo. Caminaba sin pensar, una cuadra y otra; porque no era un pensamiento la imagen de sí mismo trotando, no sólo hacia la quinta, hacia la campana sombría y helada de la glorieta, hacia el jardín con las manchas de tiza de las estatuas, los senderos conquistados por la maleza, los canteros con estacas y troncos secos. Marchando también a través del frío hacia el mismo corazón de la casa alzada más arriba de todo nivel posible de creciente. Hacia la gran sala con el calor y la vertiginosa alharaca de las llamas en la chimenea; hacia el más viejo y respetado de los sillones, el que sólo había soportado el cuerpo de Petrus, o el de la madre muerta, o el de la tía de nombre impronunciable, también difunta.

Trotando, viéndose trotar hacia el centro mismo de una habitación cálida, limpia y ordenada, de una escena que él presidiría, con orgullo y naturalidad, mientras iba reconociendo, sobre todo al principio, los errores cometidos al imaginarla, y planeaba los cambios que introduciría para satisfacer la necesidad histórica de dejar señalado el comienzo de una nueva época, de su particular estilo.

Hizo sonar la campana y esperó, mientras miraba desprenderse de la sombra de los árboles el borde de la luna, salida de atrás de alguna parva o de algún caserón carcomido en la región nunca hollada de las granjas. Después, como en los cuentos mágicos, de los que sólo podía recordar una sensación dichosa de obstáculos sucesivamente superados, pasó a través de los portones, cruzó frente a la mujer callada, Josefina, que no contestó su saludo, se liberó de los saltos del perro, y trató de hacer sonar los tacos en la grava de la senda sinuosa, esquivando las ramas que le buscaban la cara, empeñándose en convertir en bienvenida las formas blancas donde se reflejaba la luna y el olor elegiaco de la cisterna.

Llegó a la entrada de la glorieta y se detuvo, los pasos de la mujer y la respiración del perro a sus espaldas.

– No lo esperábamos -dijo Josefina; hizo un ruido impaciente, una lejana alusión a la risa-. El señor desaparece sin avisar, no avisa tampoco cuando vuelve.

Larsen continuó frente a la forma ojival de la entrada de la glorieta, mirando la piedra de la mesa y los asientos, con las manos en los bolsillos, un poco torcido el cuerpo, aguardando a que la luna trepara un poco más por encima de su hombro derecho.

– Es tarde -dijo la mujer-. No sé cómo bajé a abrirle.

Larsen acarició en el bolsillo el mensaje de Angélica Inés, pero no lo sacó. Dos ventanas doradas brillaban en la casa.

– Venga, si quiere, mañana. Ahora es muy tarde. -Él conocía aquel tono de provocación y espera.

– Avisale que estoy. Me mandó una carta invitándome a comer en la casa.

– Ya sé. Hace tres días. La llevé yo misma al Belgrano. Pero ahora está acostada y enferma.

– No importa. Tuve que ir a Santa María porque me llamó el señor Petrus. Decile que le traigo noticias del padre. Aunque sea unos minutos; tengo que hablar con ella.

La mujer repitió el sonido que recordaba una risa. Larsen, con la cabeza echada hacia atrás, miraba las luces de la casa, se empeñaba en anular el tiempo que lo separaba del momento de pisar lo que era suyo, de acomodarse al lado del fuego en un alto sillón de madera, por fin de regreso.

– Está enferma, le digo. No puede bajar y usted no puede subir. Es mejor que se vaya porque tengo que cerrar.

Entonces Larsen se volvió lentamente, dudoso, excitando el odio. Vio a la mujer, pequeña, con la cara llena de luna, que le sonreía sin separar los labios.

– Se me hacía que no iba a volver más -murmuró ella.

– Traigo un mensaje del padre. Algo de verdadera importancia. ¿Subimos?

La mujer avanzó un paso y esperó a que las palabras y, un segundo después, su significado, murieran endurecidos, se disolvieran como sombras en el aire blanco. Después se puso a reír de verdad, sofocada y desafiante. Larsen comprendió; tal vez no él mismo: su memoria, lo que había permanecido arrinconado y vivo en él. Alargó una mano, rozó con el dorso la garganta de la mujer y después la dejó quieta y pesada sobre un hombro. Oyó que el perro gruñía y se levantaba.

– Está enferma y ya deber dormir -dijo Josefina. Se movió apenas, cuidando no espantar la mano, obligándola a aumentar su peso-. ¿No quiere irse? ¿No tiene frío aquí fuera?

– Hace frío -aceptó Larsen.

Ella, siempre sonriendo, entornados los pequeños ojos brillantes, acarició al perro para tranquilizarlo. Se acercó a Larsen, transportando la mano en el hombro, tan seguramente como si la llevara sujeta. Hasta que él se inclinó un poco para besarla, recordando imprecisamente, reconociendo con los labios un ardor y una paz.

– Imbécil -dijo ella-. Todo este tiempo. Imbécil.

Larsen movió complacido la cabeza. Le miraba, como en un reencuentro, los ojos cínicos y chispeantes, la gran boca ordinaria que mostraba ahora los dientes a la luna. Balanceando la cabeza, la mujer midió con asombro y regocijo la estupidez de los hombres, el absurdo de la vida, y volvió a besarlo.

Conducido por su mano, Larsen franqueó el límite que marcaba la glorieta en el centro del jardín, anduvo casi tocando la desnudez de las estatuas, conoció olores nuevos de plantas, de humedades, del horno para pan, de la enorme pajarera susurrante. Llegó a pisar las baldosas del piso de la casa, bajo la alta superficie de cemento que separaba las habitaciones de la tierra y el agua. El dormitorio de la mujer, Josefina, estaba allí mismo, al nivel del jardín.

Larsen sonrió en la penumbra. «Nosotros los pobres», pensó con placidez. Ella encendió la luz, lo hizo entrar y le quitó el sombrero. Larsen no quiso mirar el cuarto mientras ella iba y venía, ordenando cosas o escondiéndolas; quedó de pie, sintiendo en la cara el viejo, olvidado fulgor de la juventud, incapaz de contener la también antigua, torpe y sucia sonrisa, alisándose sobre la frente el escaso mechón de pelo grisáceo.

– Ponete cómodo -dijo ella con voz tranquila, sin mirarlo-. Voy a ver si quiere algo y vuelvo. La loca.

Salió apresurada y cerró la puerta sin ruido. Entonces Larsen sintió que todo el frío de que había estado impregnándose durante la jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo. Hizo aumentar su sonrisa y su olvido; con furor y entusiasmo se puso a examinar el cuarto de la sirvienta. Se movía rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor, con una sensación de consuelo que compensaba la tristeza, olisqueando el aire de la tierra natal antes de morir. Allí estaban, otra vez, la cama de metal con los barrotes flojos que tintinearían con las embestidas; la palangana y su jarra de loza verde, hinchando el relieve de las anchas hojas acuáticas; el espejo rodeado por tules rígidos y amarillentos; las estampas de vírgenes y santos, las fotografías de cómicos y cantores, la ampliación a lápiz, en un grueso marco ovalado, de una vieja muerta. Y el olor, la mezcla que nunca podría ser desalojada, de encierro, mujer, frituras, polvos y perfumes, del corte de tela barata guardado en el armario.

Y cuando ella volvió, con dos botellas de vino claro y un vaso y cerró suspirando la puerta con la pierna para separarlo a él del frío mayor de la intemperie, de las uñas y los gemidos del perro, de tantos años gastados en el error, Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual. Podía casarse con ella, pegarle o marcharse; y cualquier cosa que hiciera no alteraría la sensación de fraternidad, el vínculo profundo y espeso.

– Hiciste bien, dame un trago -dijo, y aceptó entonces sentarse en el borde de la cama.

Bebió con ella del único vaso y trató de emborracharla mientras oponía al torrente de mentiras, preguntas y reproches, tantas veces oído, la sonrisa distraída y altiva que le habían permitido usar por unas horas. Después dijo: «Vos te callas», y apartó cuidadoso la jarra con hojas y flores para quemar en la palangana el salvoconducto a la felicidad que le había firmado el viejo Petrus.

No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido. Se hizo desnudar y continuó exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer.

Se despidió de madrugada y silabeó todos los juramentos que le fueron requeridos. Llevándola del brazo, flanqueado por ella y por el perro, recorrió hacia el portón el increíble silencio ya sin luna y no quiso volverse, ni antes ni después del beso, para mirar la forma de la casa inaccesible. Al final de la avenida, dobló hacia la derecha y se puso a caminar en dirección al astillero. Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie. Estar con la mujer había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una sesión de espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro podría haber conocido en su lugar.

Caminó hasta el astillero para mirar el enorme cubo oscuro, por mandato; hizo un rodeo para husmear silencioso la casilla donde había vivido Gálvez con su mujer. Olió las brasas de la leña de eucalipto, pisoteó huellas de tareas, se fue agachando hasta sentarse en un cajón y encendió un cigarrillo. Ahora estaba encogido, inmóvil en la parte más alta del mundo y tenía conciencia en el centro de la perfecta soledad que había supuesto, y casi deseado, tantas veces en años remotos.

Primero oyó el rumor; vio en seguida la luz amarillenta, aguda, en las hendijas geométricas de la casilla. El ruido fue al principio una ciega, aguda protesta de cachorros; después, a medida que él iba cometiendo el error de enterarse, se hizo humano, casi comprensible, imprecatorio. Tal vez la luz siniestra le dijera más que el grito sofocado e incesante; cerró los ojos para no verla y continuó fumando hasta que le ardieron los dedos. Él, alguno, hecho un montón en el tope de la noche helada, tratando de no ser, de convertir su soledad en ausencia.

Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos.

Vio a la mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos.

Los lancheros lo despertaron antes del amanecer debajo del cartel Puerto Astillero. Averiguó que iban hacia el norte y le aceptaron sin esfuerzo el reloj en pago del pasaje. Acurrucado en la popa se dispuso a esperar que los hombres terminaron la carga. Se levantaba el día cuando encendieron el motor y gritaron frases de despedida. Perdido en el sobretodo, ansioso y enfriado, Larsen imaginaba un paisaje soleado en el que Josefina jugaba con el perro; un saludo lánguido y altísimo de la hija de Petrus. Cuando pudo ver se miró las manos; contemplaba la formación de arrugas, la rapidez con que se iban hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando -mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo discernir aún el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro.

(O mejor, los lancheros lo encontraron, pisándolo casi, encogido, negro, con la cabeza que tocaba las rodillas protegidas por el untuoso prestigio del sombrero, empapado por el rocío, delirando. Explicó con grosería que necesitaba escapar, manoteó aterrorizado el revólver y le rompieron la boca. Alguno después tuvo lástima y lo levantaron del barro; le dieron un trago de caña, risas y palmadas, fingieron limpiarle la ropa, el uniforme sombrío, raído por la adversidad, tirante por la gordura. Eran tres, los lancheros, y sus nombres constan; estuvieron atravesando el frío de la madrugada, moviéndose sin apuros ni errores entre el barco y el pequeño galpón de mercaderías, cargando cosas, insultándose con amansada paciencia. Larsen les ofreció el reloj y lo admiraron sin aceptarlo. Tratando de no humillarlo, lo ayudaron a trepar y acomodarse en la banqueta de popa. Mientras la lancha temblaba sacudida por el motor, Larsen, abrigado con las bolsas secas que le tiraron, pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito. Lo respiraba lamiéndose la sangre del labio partido a medida que la lancha empinada remontaba el río. Murió de pulmonía en El Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.)