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Omr, decano de la tribu, postrero hálito de una epopeya que meció nuestras veladas de antaño… Omr, mi tío abuelo, el que ha atravesado el siglo como una estrella fugaz, tan rápido que sus deseos jamás han podido alcanzarle… Ahí está, en el patio del patriarca, y me sonríe. Está feliz de volver a verme. Su rostro surcado de arrugas severas se estremece tanto por la emoción que parece el de un crío que viera a su padre tras una larga ausencia. Varias veces hayi, ha conocido la gloria, los honores y muchos países, y ha cabalgado sobre purasangres legendarios en lugares candentes. Ha luchado en las filas de Lawrence de Arabia -«ese diablo demacrado venido de tierras brumosas para sublevar a los beduinos contra los otomanos y sembrar la discordia entre los mahometanos»- y ha servido en la guardia pretoriana de Ibn Seúd antes de prendarse de una odalisca y huir con ella de la península. La vida nómada y luego la decadencia dieron al traste con la pareja. Abandonado por su egeria, anduvo de principado en sultanato en busca de una oportunidad a su medida, se dedicó al bandolerismo aquí y allá, fue traficante de armas en Sanaa y vendedor de alfombras en Alejandría hasta que, en 1947, resultó gravemente herido en la defensa de El Qods. Lo conocí cojo por el balazo en la rodilla, luego apoyado en un bastón tras el infarto que sufrió el día en que los bulldozers israelíes devastaron las huertas del patriarca para fundar en ellas una colonia judía. Hoy lo veo muy disminuido, con el rostro cadavérico y la mirada ajada, apenas un saco de huesos arrumbado sobre una silla de ruedas.
Le beso la mano y me arrodillo a sus pies. Sus dedos afilados me despeinan mientras intenta recuperar aliento para expresarme la felicidad que le produce verme regresar al redil. Pego mi cabeza a su pecho como cuando era un niño mimado y me chivaba ante él lloriqueando cuando me negaban algo.
– Mi doctor -le tiembla la voz-, mi doctor…
Faten, su nieta de treinta y cinco años, está a su lado. No la habría reconocido por la calle. Hace ya tanto tiempo… La perdí de vista cuando era una cría asustadiza, siempre en busca de bronca con sus primos para luego salir pitando como si la persiguiera el diablo. Por las noticias que me llegaban de cuando en cuando, no había tenido suerte. Las malas lenguas la llaman la Viuda Virgen. Sin duda, es una desdichada. Su primer marido murió durante el cortejo nupcial tras el reventón de un neumático; su segundo novio fue muerto durante un tiroteo con una patrulla israelí dos días antes de la boda. Las cotorras sospecharon de inmediato que cargaba con una maldición y dejó de tener pretendientes. Es una mujer fuerte y basta, forjada en las tareas domésticas y en la austeridad de los enclaves. Me da un abrazo y un sonoro beso.
Wisan se hace cargo de mi bolsa y, cuando el anciano consiente en soltarme la mano, me lleva a mi habitación. Me quedo dormido antes de que mi cabeza toque la almohada. Al anochecer acude a despertarme. Faten y él han puesto la mesa bajo el enrejado. No han reparado en gastos. El decano está sentado en una punta de la mesa, encogido en su silla de ruedas, y no deja de mirarme. Se le nota muy feliz. Cenamos los cuatro al aire libre. Wisan nos cuenta historias divertidas del frente hasta bien avanzada la noche. Omr se ríe con los ojos, la barbilla caída. Wisan es un fenómeno; me cuesta creer que un chico tan tímido pueda tener tanta gracia.
Regreso a mi habitación aturdido por sus relatos.
Me levanto muy de mañana, justo cuando la noche recoge sus faldones ante las primeras caricias del día. He dormido como un niño; hasta puede que haya tenido algún bonito sueño, aunque no lo recuerdo. Me encuentro mejor, en forma. Faten ya ha sacado al decano al patio. Lo veo por la ventana, hierático sobre su trono, como un tótem convaleciente. Está esperando que salga el sol. Faten acaba de preparar unas tortas. Me sirve el desayuno en el salón: café con leche, aceitunas y huevos duros, fruta del tiempo y tostadas con mantequilla y miel. Como solo; Wisam sigue en la cama. Faten acude de cuando en cuando para comprobar que no me falta nada. Tras desayunar, me acerco a Omr en el patio. Me aprieta con fuerza la mano cuando me inclino para besarle la frente. Si no habla mucho, es para saborear plenamente cada instante junto a mí. Faten se dirige al gallinero para dar de comer a los pollos. Cada vez que pasa delante de mí me dirige la misma sonrisa. A pesar del duro trabajo en la granja y de la crueldad de su destino, sigue al pie del cañón. Su mirada es árida y sus gestos carentes de gracia, pero su sonrisa conserva una púdica ternura.
– Voy a dar un paseo -digo a Omr-. Vaya uno a saber, lo mismo encuentro el botón de cobre que perdí por aquí hace más de cuarenta años.
Omr ladea la cabeza pero se le olvida soltarme la mano. Sus viejos ojos carcomidos por las tormentas de arena y los infortunios relucen como joyas desgastadas.
Tomo un atajo por el huerto hasta llegar a un resto de vergel de árboles esqueléticos, en busca de los caminos de mi infancia. Los senderos de antaño han desaparecido, pero las cabras han abierto otros, quizá menos inspirados pero igual de placenteros. Veo la colina desde la cual me lanzaba al asalto de las quietudes. La cabaña donde mi padre había instalado su taller se ha venido abajo. Una pared se niega a abdicar, pero el resto es sólo un amasijo de escombros nivelados por las lluvias. Llego hasta la tapia tras la cual, con la pandilla de primos, urdíamos emboscadas contra ejércitos invisibles. Sus grietas están invadidas de hierbajos. Mi madre enterró exactamente aquí a un cachorro que nació muerto y que iba a ser para mí. Sentí tanta pena que hasta lloró conmigo. Mi madre… un alma caritativa que se desvanece por entre los recuerdos, un amor perdido para siempre en el rumor del tiempo. Me siento sobre una piedra y hago memoria. No era hijo de sultán, pero veo un príncipe con sus brazos desplegados como alas, sobrevolando la miseria del mundo como una oración un campo de batalla, como un canto sobre el silencio de los que ya no pueden más.
El sol ya ha alcanzado mis pensamientos. Me levanto y subo la colina coronada por unos pocos árboles hirsutos. Escalo un talud y alcanzo la cresta. Era mi mirador en aquellos tiempos de guerras felices. Por entonces, cuando me erguía, tenía desde allí tal panorama que alcanzaba a ver, concentrándome un poco, los confines del mundo. Hoy, producto de algún pernicioso designio, un muro odioso se interpone incongruentemente a mi cielo de antaño, tan obsceno que los perros prefieren orinar en los espinos antes que a sus pies.
– Sharon está leyendo la Torá al revés -dice una voz a mi espalda.
Me vuelvo y veo a un anciano envuelto en una túnica descolorida aunque limpia. Apoyado en su bastón, con la cara descompuesta y el pelo ralo, mira de frente la muralla que oculta el horizonte. Recuerda a Moisés ante el Becerro de Oro.
– El judío es errante porque no soporta los muros -dice sin prestarme atención-. No es casual que haya levantado un muro para llorar sobre él. Sharon está leyendo la Torá al revés. Cree que está resguardando a Israel de sus enemigos y no hace sino encerrarlo en otro gueto, sin duda menos aterrador pero igual de injusto…
Me mira de frente.
– Perdone si le molesto. Lo he visto llegar por el sendero y he creído reconocer a un viejo amigo que nos dejó hace unos diez años y que echo de menos. Tiene usted su silueta y sus andares, y ahora que lo veo de cerca, también sus rasgos. ¿No será usted Amín, el hijo de Reduán el pintor?
– Así es.
– Estaba seguro. El parecido es increíble. Al principio, creía que eras su fantasma.
Me tiende una mano ajada.
– Me llamo Shlomi Hirsh, pero los árabes me llaman Zeev el ermitaño, por un antiguo asceta. Vivo en la choza que hay allá, detrás de los naranjos. Antes trabajaba como negociante con vuestro patriarca. Cuando perdió todas sus tierras, me convertí en charlatán. Todo el mundo sabe que tengo menos poderes que los pollos que inmolo en el altar de los casos imposibles, pero parece que a nadie le importa. Todavía vienen a pedirme milagros que no estoy en condiciones de atender. Auguro un buen porvenir a cambio de unos cuantos shekels, y como nunca son muchos, ningún cliente me lo tiene en cuenta cuando no acierto.
Le doy la mano.
– ¿Lo estoy molestando?
– Para nada -le aseguro.
– Muy bien. Últimamente viene muy poca gente por aquí. Por culpa del Muro. Qué horror de Muro, ¿verdad?; ¿cómo se pueden construir barbaridades semejantes?
– No sólo la infraestructura es una barbaridad.
– Desde luego, se han pasado totalmente. ¡Un Muro! ¿Qué sentido tiene un Muro? El judío ha nacido libre como el viento, inexpugnable como el desierto de Judea. Si omitió delimitar su patria hasta el punto de que casi se queda sin ella, es porque durante tiempo creyó que la Tierra Prometida era aquella donde ninguna muralla impidiese que su mirada llegase más lejos que sus gritos.
– ¿Y qué hace con el grito de los demás?
El anciano agacha la cabeza.
Recoge un terrón del suelo y lo desmenuza con los dedos.
– ¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? Harto estoy de holocaustos.
– Isaías 1,11 -digo.
El anciano pestañea de admiración:
– Bravo.
– ¡Cómo se ha hecho adúltera la villa leal! -recito-. Sión llena estaba de equidad, justicia se albergaba en ella, pero ahora, asesinos.
– Pueblo mío, tus regidores vacilan y confunden tus derroteros.
– Por el arrebato de Yahvé la tierra ha sido quemada, y es el pueblo como pasto de fuego; nadie tiene piedad de su hermano, corta a diestra y queda con hambre, come a siniestra y no se sacia; cada uno se come la carne de su brazo.
– Pues bien, cuando hubiere dado remate el Señor a todas sus empresas en el monte Sión y en Jerusalén, pasará revista al fruto del engreimiento del rey de Asiria y al orgullo altivo de sus ojos.
– ¡Y Sharon, que se ande con cuidado, amén!
Soltamos una carcajada.
– Me has quitado el hipo -me confiesa-. ¿Dónde has aprendido esos versículos de Isaías?
– Todo judío de Palestina es un poco árabe y ningún árabe de Israel puede evitar ser un poco judío.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo. Entonces, ¿por qué tanto odio en esta consanguinidad?
– Porque no hemos entendido las profecías ni las leyes elementales de la vida.
Asiente con tristeza.
– Entonces, ¿qué podemos hacer? -me pregunta.
– De entrada, demos su libertad a Dios, que es rehén de nuestra mojigatería desde hace demasiado tiempo.
Se acerca un coche desde la granja, dejando una larga polvareda tras sí.
– Vienen a buscarte -me avisa el anciano-. A mí siempre me vienen a buscar en burro.
Le doy la mano, saludo y bajo a la carrera la colina hacia la pista transitable.
Hay un montón de gente en casa del patriarca. Hasta la tía Nayet ha venido. Estaba en casa de su hija en Tubas y ha regresado nada más enterarse de que he vuelto. Sigue intacta a sus noventa años. Segura sobre sus piernas, los ojos vivarachos y el gesto preciso, como siempre. Es la madre de todos nosotros, la esposa más joven y la única viuda del patriarca. Cuando mi madre me regañaba, me bastaba con gritar su nombre para librarme… Llora sobre mi camisa. Otros primos, tíos, sobrinos, sobrinas y parientes esperan con paciencia su turno para abrazarme. Nadie me guarda rencor por haberme ido lejos y por haber tardado en volver. Todos se alegran de verme otra vez, de recuperarme durante el instante que dura un abrazo; todos me perdonan que los haya ignorado durante años, que haya preferido los rascacielos rutilantes a las colinas polvorientas, los grandes bulevares a los senderos de cabras, el relumbrón a la sencillez. Viendo cómo me quiere toda esta gente y no teniendo para ofrecerle más que una sonrisa, me doy cuenta de hasta qué punto me he empobrecido. Al dar la espalda a esta tierra maltratada y amordazada, pensé romper amarras. No quería parecerme a los míos, padecer sus miserias y alimentarme de su estoicismo. Me recuerdo correteando detrás de mi padre, que, con su lienzo a modo de escudo y el pincel a modo de lanza, se empeñaba en acosar quimeras en un país en el que las leyendas entristecen. Cada vez que un marchante negaba con la cabeza, nos anulaba a los dos. Era monstruoso. Mi padre no se rendía, convencido de que acabaría provocando el milagro. Sus fracasos me enfurecían, su perseverancia me fortalecía. Precisamente para no depender de un banal gesto con la cabeza renuncié a los vergeles del abuelo, a mis juegos infantiles, hasta a mi madre. Pensaba que era la única manera de convertir mi destino en epopeya, ya que todas las demás me eran negadas de oficio…
Wisam ha degollado tres corderos para gratificarnos con un mechuí digno de los grandes acontecimientos. Me flaquean las piernas por la emoción del reencuentro. Toda una época regresa al galope, soberbia como una cabalgata corriendo la pólvora. Me presentan a pequeñines asustadizos, a nuevos matrimonios, a futuros parientes. Se acercan los vecinos, antiguos conocidos, amigos de mi padre y chavales ya mayores. La fiesta no decae hasta la madrugada.
Al cuarto día, la casa del patriarca recobra su quietud. Faten vuelve a hacerse con el control. La tía Nayet y el decano pasan el día en el patio, mirando revolotear los mosquitos en el huerto. Wisam nos pide permiso para regresar a Yenín. Acaba de recibir una llamada. Prepara su bolsa, abraza a los ancianos y a su hermana Faten. Antes de irse, me dice que se alegra de haber podido conocerme a tiempo. No he captado el sentido de ese a tiempo, y no me quedo tranquilo al verlo irse. Algo en su mirada me ha recordado a Sihem en la estación de autocares y a Adel baldado en el patio cubierto de escombros de Yenín.
Me alegro de haber hecho escala entre mi gente. Su calor me reconforta, su generosidad me tranquiliza. Me paso los días en la granja, haciendo compañía al decano y a haya Nayet, y en la colina, donde el viejo Zeev me cuenta sus historias hilarantes sobre la credulidad de la gente sencilla.
Zeev es un personaje fascinante, un poco loco pero sabio, una especie de santo contestatario que prefiere tomarse las cosas como vienen -mejor a granel que procediendo a seleccionarlas-, como quien toma un tren en marcha con la excusa de que todo descubrimiento contribuye a enriquecer a los condenados a un destino inclemente. Si por él fuera, trocaría su báculo de Moisés por una escoba de bruja y procuraría -haciendo pasar su indigencia por abstinencia y su marginación por ascesis- que sus sortilegios fueran tan terapéuticos como los milagros que promete a los damnificados que vienen a implorar su misericordia. Con él he aprendido mucho sobre la gente y sobre mí mismo. Su humor atenúa el peso de las vicisitudes, su sobriedad mantiene a raya la cara amarga de una realidad que olvida las promesas y mata las esperanzas. Con sólo escucharlo desaparecen mis preocupaciones. Cuando se sumerge en sus teorías torrenciales sobre la furia y las vanidades humanas, no hay quien lo frene; se lo lleva todo por delante, empezando por mí. «La vida de un hombre vale más que un sacrificio, por elevado que sea éste -me confiesa mirándome a los ojos-. Porque la más grande, la más justa, la más noble Causa en este mundo es el derecho a la vida…» Este hombre es una delicia. Le sobra talento para no dejarse desbordar por los acontecimientos y decencia para no ceder ante el asedio de los infortunios. Su imperio es la choza donde vive; su festín, la comida que comparte con los seres que aprecia; su gloria, un simple pensamiento en el recuerdo de quienes van a sobrevivirle.
Conversamos durante horas en lo alto de la colina, sentados sobre piedras, dando la espalda al Muro y mirando obstinadamente hacia los escasos vergeles que conserva el territorio tribal…
La desgracia me vuelve a alcanzar una tarde tras despedirme de él.
Veo en el patio unas mujeres vestidas de negro y, algo apartada, a Faten agarrándose la cabeza con las manos. Los sollozos estoquean los gemidos e inundan la granja de funestos presagios. Algunos hombres, familiares y vecinos, charlan junto al gallinero.
Busco al decano y no lo veo.
¿Se habrá muerto?…
– Está en su habitación -me dice un primo-. Haya está con él. Ha encajado mal la noticia…
– ¿Qué noticia?
– Wisam… Cayó esta mañana en el campo de honor. Cargó su coche de explosivos y se lanzó contra un puesto de control israelí…
Los soldados toman la huerta al amanecer. Desembarcan en vehículos enrejados y rodean la casa del patriarca. Sigue un tráiler con un bulldozer encima. El oficial pregunta por el decano. Como Omr está indispuesto, yo lo represento. El oficial me informa de que, debido a la operación kamikaze perpetrada por Wisam Jaafari contra un puesto de control, y conforme a las órdenes que ha recibido de la superioridad, tenemos media hora para evacuar la casa, pues debe proceder a su destrucción.
– ¿Que van a destruir la casa? -protesto-. ¿Cómo puede ser eso?
– Le quedan veintinueve minutos, señor.
– Ni hablar. No permitiremos que destruyan nuestra casa. ¿Se han vuelto locos? ¿Y dónde va a ir la gente que vive en ella? Hay dos ancianos casi centenarios que intentan vivir lo más dignamente posible el tiempo que les queda. No tienen derecho… Ésta es la casa del patriarca, el referente más importante de la tribu. Lárguense de aquí ahora mismo.
– Veintiocho minutos, señor.
– Nos quedaremos dentro. No nos moveremos de aquí.
– Eso no es problema mío -dice el oficial-. Mi bulldozer es ciego. Cuando se arranca, lo arrasa todo. Quedan avisados.
– Ven -me dice Faten agarrándome del brazo-. Esa gente no tiene más corazón que su máquina. Salvemos lo que podamos y salgamos de aquí.
– Pero van a destruir la casa -exclamo.
– ¿Qué es una casa cuando se ha perdido un país? -suspira.
Unos soldados bajan el vehículo del tráiler. Otros mantienen a raya al vecindario que empieza a acudir. Faten ayuda al decano a acomodarse en su silla de ruedas y lo pone a resguardo en el patio. Nayet no quiere llevarse nada con ella. Dice que esos objetos pertenecen a la casa. Antiguamente se enterraba a los señores con sus bienes. Esta casa se merece conservar los suyos. Es una memoria que se apaga con sus sueños y sus recuerdos.
Los soldados nos obligan a alejarnos hasta un cerro pelado. Omr está desmoronado en su silla. Creo que no sabe exactamente lo que está ocurriendo; observa la agitación a su alrededor sin hacerle caso. Tras él se encuentra haya Nayet, muy digna, Faten a su izquierda y yo a su derecha. El bulldozer brama y suelta una espesa humareda por su chimenea. Al girar sobre sí mismo, sus orugas de acero destrozan ferozmente el suelo. Los vecinos rodean el cordón de seguridad delimitado por los soldados y se acercan a nosotros en silencio. El oficial ordena a algunos de sus hombres que verifiquen si queda alguien dentro de la casa. Tras asegurarse de que está vacía, hace una señal al conductor del bulldozer. Justo cuando empieza a caer la tapia, me ciega la cólera y me lanzo contra el vehículo. Un soldado me corta el paso; lo empujo y me abalanzo contra el monstruo que está arrasando mi historia. «Pare», grito… «Pare», me ordena el oficial. Otro soldado me intercepta; su culatazo me alcanza la mandíbula y me desplomo como un cortinón recién descolgado.
He permanecido todo el día en lo alto del cerro, contemplando el montón de escombros que hace años luz, bajo un cielo esplendoroso, fue mi castillo de principito descalzo. Mi bisabuelo lo construyó con sus propias manos, piedra a piedra; en él salieron del cascarón varias generaciones con los ojos más abiertos que el horizonte, y varias esperanzas han libado en sus jardines. Ha bastado esa máquina para convertir en polvo, en pocos minutos, toda la eternidad.
Al atardecer, cuando el sol se atrinchera tras el Muro, un primo viene a buscarme.
– De nada sirve quedarse ahí -me dice-. Lo hecho hecho está.
Haya Nayet ha regresado a casa de su hija, en Tubas.
Al decano lo alberga su bisnieto en una aldea no muy alejada de los vergeles.
Faten se ha escudado en un mutismo impenetrable. Ha decidido quedarse con el decano, en la casucha del bisnieto. Siempre se ha hecho cargo del anciano y sabe lo dura que es la tarea. Omr no aguantaría sin ella. Lo cuidarían al principio, pero acabarían desatendiéndolo. Por eso se quedó ella a vivir en casa del patriarca. Omr era como su bebé. Pero el bulldozer se ha llevado consigo el alma de Faten. Ahora es una mujer desfallecida, despavorida y silenciosa, una sombra que se olvida de sí misma en un rincón hasta que la noche se confunde con ella. Un día regresó a pie al vergel siniestrado, con el pelo suelto -ella que no se quitaba el pañuelo-, y se quedó de pie toda la noche ante los escombros bajo los cuales yacía lo esencial de su vida. Se negó a seguirme cuando fui a buscarla. No brotó ni una lágrima de sus ojos vacíos, de su mirada vidriosa, de esa mirada que no engaña y que he acabado temiendo. Y al día siguiente, Faten desaparece. Removimos cielo y tierra buscándola, pero se ha volatilizado. Viendo que estoy alertando a las aldeas circundantes, y por temor a que las cosas empeoren, el bisnieto me coge aparte y me confiesa:
– Yo la llevé a Yenín. Insistió mucho. De todos modos, nadie puede hacer nada, siempre ha sido así.
– ¿Qué me estás contando?
– Nada…
– ¿Por qué ha ido a Yenín, y a casa de quién?
El bisnieto de Omr se encoge de hombros.
– Son cosas que la gente como tú no comprende -me dice alejándose.
Ahora sí comprendo.
Tomo un taxi, regreso a Yenín y pillo a Jalil en su casa. Cree que he venido para ajustar cuentas con él. Lo tranquilizo. Sólo quiero ver a Adel. Éste llega de inmediato. Le comunico la desaparición de Faten y mis sospechas sobre sus motivos.
– Esta semana no ha ingresado en nuestras filas ninguna mujer -me confirma.
– ¿Por qué no buscas en la Yihad Islámica o en otras falanges?
– No merece la pena… Ya les cuesta entenderse entre ellos en lo esencial. Además, no tenemos cuentas que rendirnos. Cada cual lleva su guerra santa como la entiende. Si Faten anda entre ellos, es inútil intentar recuperarla. Es adulta y perfectamente libre de hacer lo que quiera con su vida. Y con su muerte. No hay dos varas de medir, doctor. Quien toma las armas tiene que aceptar que los otros también lo hagan. Cada cual tiene derecho a su parte de gloria. No puedes elegir tu destino pero sí tu final. Es una manera democrática de mandar a la mierda la fatalidad.
– Te lo suplico, encuéntrala.
Adel sacude la cabeza, apenado.
– Sigues sin entender nada, ammu. Ahora me tengo que largar. El jeque Marwan va a llegar de un momento a otro. Dentro de una hora estará predicando en la mezquita del barrio. Deberías ir a escucharlo…
Ya está, pienso: Faten está en Yenín para que el jeque la bendiga.
La mezquita rebosa de gente. Cordones de milicianos protegen el santuario. Tomo posición en la esquina de la calle y vigilo el ala reservada a las mujeres. Las rezagadas se apresuran en llegar a la sala de oraciones por una puerta trasera de la mezquita, unas envueltas en ropajes negros y otras cubiertas con velos de colores vivos. No veo a Faten. Doy un rodeo por una manzana de viviendas para acercarme a la puerta donde una gorda monta guardia. Se escandaliza al verme en una parte del santuario por la que ni siquiera los milicianos, por pudor, se atreven a aparecer.
– Usted por el lado de los hombres -me suelta.
– Ya lo sé, hermana, pero necesito hablar con mi sobrina, Faten Jaafari. Es urgente.
– El jeque ya está en el almimbar.
– Lo siento, hermana, tengo que hablar con mi sobrina.
– ¿Y cómo la voy a localizar? -se irrita-. Hay cientos de mujeres en el interior, y el jeque va a iniciar su predica. No pensará que le voy a quitar el micro. Vuelva después de la oración.
– ¿La conoce usted, hermana, sabe si ha entrado?
– ¿Cómo? ¿Ni siquiera está seguro de que esté dentro y viene a marearme en un momento como éste? Váyase o llamo a los milicianos.
No tengo más remedio que esperar el final de la prédica.
Regreso a mi esquina en el recodo de la calle para no perder de vista la mezquita y el ala reservada a las mujeres. La voz cautivadora del imán Marwan resuena por el altavoz, soberana en medio del silencio sideral que envuelve el barrio. Es prácticamente el mismo discurso que escuché en el taxi clandestino que tomé en Belén. Se oye de cuando en cuando una ovación entusiasta que corea las evocaciones líricas del orador…
Un coche se detiene chirriando delante de la mezquita. Salen dos milicianos agitando su walkie-talkie. Parece que algo va mal. Uno de los recién llegados señala febrilmente el cielo. Los demás se consultan antes de ir a buscar a un responsable, que resulta ser mi carcelero, el de la chaqueta de paracaidista. Escruta el cielo con unos prismáticos durante unos minutos. La gente se alborota alrededor de la mezquita. Hay milicianos corriendo por todas partes. Tres pasan jadeando delante de mí. «Si no hay helicóptero es que se trata de un misil», supone uno de ellos. Los veo desaparecer a la carrera. Otro coche frena en seco delante de la mezquita. Sus ocupantes gritan algo al de la chaqueta de paracaidista, dan marcha atrás con un zumbido inquietante y enfilan hacia la plaza. Se interrumpe la prédica. Alguien agarra el micro y pide a los fieles que mantengan la calma, pues podría tratarse de una falsa alarma. Aparecen dos todoterrenos. Algunos fieles empiezan a evacuar la mezquita. Me doy cuenta de que me tapan la vista del ala reservada a las mujeres. No puedo volver a rodear la manzana sin arriesgarme a que Faten se me escape si sale por la puerta trasera. Decido pasar delante de la puerta principal, entre la muchedumbre, para llegar directamente al sector de las mujeres… «Apártense, por favor», grita un miliciano. «Dejen pasar al jeque…» Los fieles se dan codazos para ver de cerca al jeque y tocar su kamis. Un movimiento de masas me alza por encima del barullo cuando el imán aparece en el umbral de la mezquita. Intento sin éxito librarme de los cuerpos en trance que me están aplastando. El jeque se mete en su vehículo y agita una mano tras el cristal blindado mientras sus dos guardaespaldas se sientan a cada lado de él… Y nada más. Algo desgarra el cielo y resplandece en medio de la calzada como si fuera un rayo; su onda expansiva me alcanza de lleno, desarticulando al grupo cuyo frenesí me tenía cautivo. En una fracción de segundo el cielo se viene abajo y la calle, hasta ahora henchida de fervor, queda completamente patas arriba. El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruza ante mi aturdimiento como un flash oscuro. ¿Qué está pasando?… Una avalancha de polvo y fuego me succiona bruscamente y me catapulta entre mil proyectiles. Tengo la vaga sensación de estar deshilachándome, disolviéndome en la onda expansiva… A pocos metros, el vehículo del jeque está ardiendo. Dos espectros ensangrentados intentan sacar al jeque de esa hoguera. Arrancan con sus propias manos trozos de carrocería incandescente, rompen los cristales, se ensañan con las puertas. No consigo levantarme… Percibo una sirena de ambulancia… Alguien se inclina sobre mí, ausculta brevemente mis heridas y se aleja sin darse la vuelta. Lo veo agacharse ante un amasijo de carne carbonizada, tomarle el pulso y luego hacer una señal a los camilleros. Otro hombre me toma el pulso y deja caer mi mano… «Éste está listo…» En la ambulancia que me lleva, mi madre me sonríe. Quiero alcanzar su rostro con la mano pero mi cuerpo no obedece. Siento frío, dolor y pena. La ambulancia se adentra aullando en el patio de un hospital. Unos camilleros abren las puertas, me levantan y me dejan en un pasillo, directamente sobre el suelo. Unas enfermeras pasan por encima de mí corriendo en todas direcciones. Las camillas con ruedas ejecutan un ballet vertiginoso con su carga de heridos y de horror. Espero con paciencia mi turno. No entiendo por qué nadie se ocupa de mí. Se detienen, me miran y se van. No es lo normal. Hay otros cuerpos alineados a mi lado. En torno a algunos se concentran familiares, y lloran a grito pelado unas mujeres. Otros son irreconocibles, no hay manera de identificarlos. Un anciano se arrodilla ante mí. Evoca el nombre del Señor, posa su mano sobre mi rostro y me cierra los párpados. Todas las luces y ruidos del mundo desaparecen de improviso. Un miedo absoluto se apodera de mí. ¿Por qué me ha cerrado los ojos?… Lo entiendo al no conseguir reabrirlos. Así que todo acabó, he dejado de ser…
Doy un último coletazo para intentar sobreponerme, pero no consigo mover una sola fibra… Sólo ese rumor cósmico que se va apoderando de mí y me va arrastrando hacia la nada… Y, de repente, desde el fondo del abismo, una luz infinitesimal… Se agita, se aproxima, se perfila poco a poco; es un niño… que corre; su fantástica zancada hace retroceder penumbras y opacidades… Corre, le grita la voz de su padre, corre… Alborea sobre los vergeles en fiesta. Las ramas se ponen a brotar, a florecer, a colmarse de frutos. El niño rodea los matorrales y se dirige a la carrera hacia el Muro, que se derrumba como un tabique de cartón, ensanchando el horizonte y exorcizando los campos que cubren las llanuras hasta perderse la vista… Corre… Y el niño corre riendo a carcajadas con los brazos abiertos como un pájaro. La casa del patriarca se levanta de sus propias ruinas; sus piedras se desempolvan y se colocan en su sitio en mágica coreografía, las paredes se alzan, las vigas se cubren de tejas; la casa del abuelo se yergue al sol, más hermosa que nunca. El niño es más veloz que las penas, más veloz que el destino, más veloz que el tiempo… Y sueña, le dice el artista, sueña que eres guapo, feliz e inmortal… Ya libre de angustias, el niño corre aleteando por la cresta de las colinas, con el rostro radiante y los ojos alborozados, y sube al cielo a lomos de las palabras de su padre: Pueden quitarte todo; tus bienes, tus mejores años, todos tus méritos y alegrías, hasta la última camisa; pero siempre te quedarán los sueños para reinventar el mundo que te han confiscado.