37919.fb2 El azul de la Virgen - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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5. Los secretos

Las montañas eran la diferencia más evidente.

Isabelle contempló las laderas de los alrededores; cerca de la cumbre la superficie de roca al descubierto parecía capaz de desprenderse en cualquier momento. Los árboles eran distintos, apretados unos contra otros como musgo, dejando de cuando en cuando sitio para el destello brillante de un prado.

Las montañas de las Cevenas son como un vientre de mujer, pensó. Pero estas otras del Jura son como sus hombros. Más afiladas, más definidas, menos acogedoras. Mi vida será diferente en montañas como éstas. Isabelle se estremeció.

Formaban parte de un grupo que, procedente de Ginebra, buscaba un lugar donde establecerse y se había detenido junto a un río en el límite de Moutier. Isabelle quería suplicarles que no se quedaran allí, que siguieran adelante hasta encontrar un hogar menos inhóspito. Nadie compartía su inquietud. Etienne y otros dos varones dejaron a los demás junto al río y se dirigieron a la posada del pueblo en busca de trabajo.

El río que atravesaba el valle era pequeño y oscuro, con hileras de abedules plateados en las orillas. Excepción hecha de los árboles, el Birse no era muy distinto del Tarn, pero parecía más hostil. Aunque ahora no llevaba mucha agua, su caudal se triplicaría en primavera. Mientras las personas mayores deliberaban, los niños corrieron hacia el agua; Petit Jean y Marie metieron las manos, mientras Jacob se acuclillaba en el borde, contemplando los cantos rodados del fondo. Con mucho cuidado acabó por sacar una piedra negra, parecida por su forma a un corazón, y la sujetó entre dos dedos para que la vieran los demás.

– Bravo, mon petit! -gritó Gaspard, un individuo jovial que había perdido un ojo. Su hija, Pascale, y él regentaban una hostería en Lyon y habían escapado de allí con un carro cargado de alimentos que compartían con cualquiera que lo necesitase. Los Tournier se los encontraron en la carretera de Ginebra cuando ya se les habían acabado las castañas y sólo les quedaban patatas para un día. Gaspard y Pascale les dieron de comer, y rechazaron tanto el agradecimiento como los ofrecimientos de pago.

– Es la voluntad de Dios -dijo Gaspard, riendo como si hubiera contado un chiste. Pascale se limitó a sonreír, e hizo que Isabelle se acordara de Susanne, de su rostro sereno y de su amabilidad.

Cuando los hombres regresaron de la posada, había una expresión de asombro en el rostro de Etienne, los ojos muy abiertos y enloquecidos por la ausencia de pestañas y cejas que los anclaran.

– Aquí no hay un duque de l'Aigle -dijo, moviendo la cabeza-. No hay propietarios que arrienden tierras ni que necesiten mano de obra.

– ¿Para quién trabajan, entonces? -quiso saber Isabelle.

– Cada uno sus tierras -no parecía muy convencido-, Algunos granjeros necesitan ayuda para la cosecha de cáñamo. Podemos quedarnos algún tiempo.

– ¿Qué es cáñamo, papá? -preguntó Petit Jean.

Etienne se encogió de hombros.

No quiere reconocer que no lo sabe, pensó Isabelle. Se detuvieron en Moutier. En el tiempo que quedaba hasta la llegada de las nieves, un granjero tras otro contrataron a los Tournier. El primer día los llevaron a un cañamar, para que cortaran el cáñamo y lo pusieran a secar. Los recién llegados contemplaron aquellas plantas, duras y fibrosas, tan altas como Etienne.

Finalmente, Marie dijo lo que todos estaban pensando.

– Mamá, ¿cómo se comen?

El granjero se echó a reír.

– Non, non, ma petite fleur -dijo-, esta planta no es para comer. La hilamos, para hacer tela y cuerdas. ¿Ves esta camisa? -señaló la prenda gris que llevaba-. Está hecha con cáñamo. ¡Vamos, tócala!

Isabelle y Marie notaron entre los dedos la solidez y aspereza de la tela.

– ¡Esta camisa durará hasta que mi nieto tenga hijos!

Explicó que cortaban y secaban el cáñamo, lo ponían en remojo para ablandar y separar la fibra del resto de la planta, y después lo secaban de nuevo antes de golpearlo para separar por completo la fibra, que a continuación se cardaba y se hilaba.

– Eso es lo que haréis durante el invierno -señaló con la cabeza a Isabelle y a Hannah-. Fortalece las manos.

– Pero ustedes ¿qué es lo que comen? -perseveró Marie.

– ¡No nos falta de nada! Vendemos el cáñamo en el mercado de Bienne a cambio de trigo, cabras, cerdos y otras cosas. No tengas miedo, fleurette, no pasarás hambre.

Etienne e Isabelle guardaron silencio. En las Cevenas raras veces habían hecho trueques en el mercado: vendían sus excedentes al duque de l'Aigle. Isabelle se llevó una mano al cuello. No le parecía bien cultivar cosas que no se pudieran comer.

– Tenemos huertas -la tranquilizó el granjero-. Y algunas personas cultivan trigo de invierno. No os preocupéis, no nos falta de nada. Mirad este pueblo, ¿es que veis hambre? ¿Hay pobres aquí? Dios provee. Trabajamos mucho y Dios provee.

Sin duda Moutier era más rico que su antiguo pueblo. Isabelle cogió una guadaña y entró en el cañamar. Tuvo la sensación de que se tumbaba boca arriba en el río y de que, con un poco de confianza, lograría flotar.

Al este de Moutier el Birse torcía hacia el norte, atravesaba la cordillera y dejaba atrás una altísima garganta de rocas grises y amarillas, sólida en algunos sitios, pero que se desmoronaba por los bordes. La primera vez que Isabelle la vio sintió deseos de ponerse de rodillas: le recordaba a una iglesia.

La granja a la que se trasladaron no estaba a orillas del Birse, sino junto a un arroyo que discurría más al este. Tenían que atravesar la garganta cada vez que iban a Moutier o venían de allí. Cuando Isabelle lo hacía sola se santiguaba.

Su casa estaba hecha de una piedra que no conocían, menos pesada y más suave que el granito de las Cevenas. Había sitios en los que la argamasa se había caído, por lo que en el interior había corrientes y humedad. Los marcos de las ventanas y de la puerta eran de madera, al igual que el techo, muy bajo, e Isabelle temía que se produjera un incendio. La antigua granja de los Tournier había estado toda ella edificada en piedra.

Lo mas extraño de todo era que no tenía chimenea; aunque en eso no se diferenciaba de las restantes granjas del valle. Por otra parte, el techo bajo de madera era falso, el humo se acumulaba en el espacio que quedaba hasta el tejado, y se escapaba por agujeros de poco tamaño hechos debajo de los aleros. Allí se colgaba la carne para ahumarla, aunque aquélla parecía ser la única ventaja. Todo lo que había en la casa estaba cubierto por una capa de hollín y el aire se volvía oscuro y viciado siempre que se cerraban puertas y ventanas.

A veces, durante el primer invierno, cuando Isabelle, el pelo cubierto con una tela grasienta de color gris, hilaba interminablemente, tratando de evitar que sus dedos ensangrentados mancharan el áspero hilo de cáñamo, o se sentaba a la mesa en medio del humo que todo lo oscurecía, tosiendo y sintiendo que le faltaba el aire, sin poder olvidar que en el exterior el cielo era bajo y estaba cargado de nieve y que seguiría así por espacio de meses, temía volverse loca. Echaba de menos el sol en las rocas, las retamas heladas, los días luminosos y fríos, el enorme hogar de los Tournier, que irradiaba calor y enviaba fuera el humo. Pero no decía nada. Era una suerte que dispusieran de una casa.

– Algún día construiré una chimenea -prometió Etienne un oscuro día de invierno, cuando los niños no cesaban de toser. Miró a Hannah, que asintió con la cabeza-. Una casa necesita una chimenea y un hogar de verdad -continuó-. Pero primero tenemos que ocuparnos de las cosechas. Cuando pueda la construiré y la casa estará completa. Y segura -miró hacia el rincón, sin buscar los ojos de Isabelle.

Su mujer salió de la habitación para ir al devanthuis, un espacio abierto entre la casa, el granero y el establo, aunque cubierto con el mismo techo. Allí se podía estar de pie y mirar fuera sin ser zarandeado por el viento o barrido por la nieve. Se llenó los pulmones de aire fresco y suspiró. La puerta daba al sur, pero allí no aparecía un sol luminoso y cálido. Contempló las laderas blancas que tenía enfrente y vio una figura gris agazapada en la nieve. Después de regresar a las sombras más oscuras del devanthuis vio cómo trotaba hasta desaparecer entre los árboles.

– Ahora me siento segura -les dijo en voz baja Etienne y a Hannah-. Y no tiene nada que ver con vuestra magia.

Cada pocos días Isabelle recorría el camino helado que atravesaba la garganta amarilla hasta el horno común de Moutier. En Francia siempre había cocido el pan en casa de los Tournier o en la de su padre, pero allí sólo se utilizaba un lugar. Esperó a que se abriera la puerta del horno, a que la ola de calor la alcanzara mientras deslizaba dentro sus hogazas. A su alrededor, mujeres que llevaban gorros redondos de lana hablaban en voz baja. Una de ellas le sonrió.

– ¿Qué tal están Petit Jean, Jacob y Marie? -preguntó.

Isabelle le devolvió la sonrisa.

– Quieren salir fuera. No les gusta pasar tanto tiempo dentro. En nuestra casa no hacía tanto frío. Aquí se pelean más.

– Ahora su casa es ésta -la corrigió su interlocutora con amabilidad-. Dios cuidará de ustedes. Ya les está dando un invierno menos frío que otros años.

– Claro -reconoció Isabelle.

– Dios la guarde, madame -dijo la otra al marcharse, las hogazas sujetas bajo los brazos.

– Y a usted.

Aquí me llaman madame, pensó Isabelle. Nadie ve que tengo el pelo rojo. Nadie lo sabe. Un pueblo de trescientos habitantes que nunca me llama La Rousse. Que no sabe nada de los Tournier excepto que somos seguidores de la verdad. Cuando me marche no hablarán de mí a mis espaldas.

Aquello sí que lo agradecía. Por aquello estaba dispuesta a vivir entre montañas agrestes y ásperas, cultivos extraños, inviernos muy duros. Quizá incluso pudiera resistir sin chimenea.

Isabelle veía con frecuencia a Pascale en el horno común y en la iglesia. Al principio la muchacha le hablaba muy poco, pero con el tiempo superó la timidez, hasta que, a la larga, fue capaz de describirle su vida anterior con detalle.

– En Lyon trabajaba en la cocina siempre que podía -le contó un domingo delante de la iglesia, entre la multitud, antes del servicio religioso-. Cuando mamá murió de la peste tuve que ponerme a servir. No me gustaba estar entre tantos desconocidos que me tocaban donde se les antojaba -se estremeció-. Y luego servir tanto vino, cuando se sabe que no debemos beberlo, me parecía mal. Prefería esconderme. Siempre que podía -guardó silencio un momento-. Pero a papá le encanta -continuo-. Ya sabes que quiere quedarse con Le Cheval Blanc si se marchan los actuales propietarios. Y sin cerrarlo un solo día. Se ha hecho muy amigo suyo, por si acaso. En Lyon la posada también se llamaba Le Cheval Blanc. Lo considera una señal.

– ¿Y no echas de menos tu antigua vida?

Pascale negó con la cabeza.

– Me gusta estar aquí. Me siento más segura que en Lyon. Había demasiada gente y muchísimas personas de las que no te podías fiar.

– Segura sí que me siento. Pero echo de menos el cielo -dijo Isabelle-. El cielo tan ancho que te permite verlo todo hasta el límite del mundo. Aquí las montañas cierran el cielo. En las Cevenas lo abrían.

– Echo de menos las castañas -declaró Marie, apoyándose contra su madre. Isabelle asintió.

– Cuando las teníamos siempre no pensábamos en ellas. Como el agua. No piensas en el agua hasta que tienes sed y no hay.

– Pero corríais peligro donde estabais, ¿no es verdad?

– Sí -Isabelle tragó saliva, al acordarse del olor a carne quemada. No mencionó aquel recuerdo.

– Esos gorros redondos son curiosos, ¿no te parece? -dijo en cambio, señalando un grupo de mujeres-. ¿Te imaginas llevando uno sobre tu pañuelo para la cabeza? Rieron las dos.

– Quizá un día los llevaremos, y las recién llegadas se reirán de nosotras -añadió Isabelle.

De entre la multitud retumbó la voz de Gaspard:

– ¡Soldados! ¡Os puedo contar dos o tres cosas sobre los ejércitos católicos que os pondrán los pelos de punta!

A Pascale se le heló la sonrisa. Miró al suelo, tenso el cuerpo, puños apretados. Nunca hablaba de cómo habían escapado, pero Isabelle ya se lo había oído describir a Gaspard en detalle varias veces, tal como ahora se lo estaba repitiendo a un nuevo amigo.

– Cuando los católicos tuvieron noticia de la matanza de París, enloquecieron y se presentaron en la posada dispuestos a destrozarnos -explicó Gaspard-. Al irrumpir los soldados, se me ocurrió: la única manera de salvarnos es sacrificar el vino. De manera que, sin pensármelo dos veces, se lo ofrecí gratis. Aux frais de la maison! grité una y otra vez. Aquello los detuvo. Ya conoces a los católicos, ¡les gusta beber! Ésa era la base de nuestro negocio. Pronto estuvieron tan borrachos que se olvidaron de para qué habían entrado en la posada. Mientras Pascale los mantenía ocupados, recogí todas nuestras pertenencias ¡en sus mismísimas narices!

La hija de Gaspard dejó bruscamente a Isabelle y desapareció detrás de la iglesia. ¿Cómo es que su padre no se da cuenta de que Pascale tiene un problema?, pensó Isabelle mientras el antiguo posadero seguía hablando y riendo. Al cabo de unos instantes fue en busca de la joven. Había vomitado y estaba recostada en la pared, limpiándose la boca con manos temblorosas. Isabelle advirtió su palidez y sus ojos hinchados y calculó para sus adentros, Han pasado tres meses, se dijo, y no tiene marido.

– Isabelle, eras comadrona, ¿verdad? -preguntó Pascale finalmente.

Isabelle negó con la cabeza.

– Mi madre me enseñó, pero Etienne… Su familia no me permitió seguir después de casarnos.

– Pero sabes…, tienes conocimientos sobre partos, y…

– Sí.

– ¿Qué sucede si…, si el niño desaparece, también entiendes de eso?

– Te refieres a si Dios quiere que desaparezca, ¿no es eso?

– Sí…, claro, me refiero a eso. Si Dios lo quiere.

– Sí, tengo conocimientos.

– Hay algo…, ¿una oración especial?

Isabelle pensó unos instantes.

– Reúnete conmigo dentro de dos días en el desfiladero y rezaremos juntas.

Pascale vaciló.

– Fue en Lyon -dijo de pronto-. Cuando íbamos a marcharnos. Habían bebido demasiado. Papá no lo sabe…

– Ni lo sabrá.

Isabelle se adentró hasta lo más profundo del bosque para encontrar el enebro y la ruda. Cuando la hija de Gaspard se reunió con ella dos días después, entre las rocas en lo alto del desfiladero, Isabelle le dio una pasta para que comiera, luego se arrodilló con ella y rezaron a santa Margarita hasta que el suelo enrojeció de sangre.

Aquél fue el primer secreto de su nueva vida.

Durante sus primeras Navidades en Moutier, Isabelle descubrió que la Virgen la había estado esperando. Existían dos iglesias. Los seguidores de Calvino se habían apoderado de la iglesia católica de Saint Pierre, donde quemaron las imágenes de los santos y dieron la vuelta al altar. Los canónigos habían huido, cerrando la abadía, que tenía siglos de historia y que había sido testigo de muchos milagros. La capilla anexa a la abadía, la iglesia de Chaliéres, se utilizaba ahora como parroquia de Perrefitte, el villorrio cercano a Moutier. Cuatro veces al año, los días de fiesta, los habitantes de Moutier asistían a las celebraciones matutinas de Saint Pierre y a las de la tarde en Chaliéres.

Aquella primera Navidad -Pascale y Gaspard les prestaron la ropa negra-, a los Tournier les costó trabajo entrar en la capillita. Estaba tan abarrotada que Isabelle tuvo que ponerse de puntillas para intentar ver al oficiante. Renunció enseguida y se dedicó a mirar -por encima de él- los murales en verde, rojo, amarillo y marrón de las paredes del coro: Cristo con el Libro de la Vida en el techo curvo, los doce apóstoles en los paneles de más abajo. Isabelle no había visto ninguna iglesia decorada desde la vidriera y la estatua de la Virgen con el Niño de sus años infantiles.

De puntillas nuevamente para contemplar las figuras pintadas a la altura de los ojos, Isabelle reprimió un grito. A la derecha del pastor había una imagen borrosa de la Virgen que miraba con tristeza hacia la lejanía. Aunque los ojos se le llenaron de lágrimas, mantuvo el rostro inexpresivo. Siguió mirando al celebrante pero, de cuando en cuando, lanzaba ojeadas al mural.

La Virgen la miró y le sonrió un instante antes de recobrar su expresión lastimera. Nadie lo vio, excepto Isabelle.

Aquél fue su segundo secreto.

A partir de entonces, Isabelle se apresuraba siempre los días de fiesta para llegar a Chaliéres cuanto antes y colocarse muy cerca de la Virgen.

El sol primaveral trajo el tercer secreto. De la noche a la mañana la nieve se derritió y formó cascadas que se desplomaron desde las montañas circundantes y llenaron el río. Reapareció el sol, el cielo se volvió azul, renació la hierba. Pudieron dejar abiertas la puerta y las ventanas, los niños y el humo salieron fuera, Etienne se estiró al sol como un gato y sonrió brevemente a Isabelle. El pelo gris le hacía parecer viejo.

Isabelle agradecía el sol, pero no descuidaba la vigilancia. Todos los días llevaba a Marie al bosque y le inspeccionaba el cabello, arrancándole cualquier hebra roja. Marie lo soportaba con paciencia y no respondía con gritos a las punzadas de dolor. Le pidió a su madre que le permitiera guardar el pelo que le arrancaba, y fue escondiendo un ovillo cada vez mayor en el agujero de un árbol cercano

Un día Marie corrió hacia donde estaba Isabelle y ocultó la cabeza en su regazo.

– Ha desaparecido mi pelo -susurró entre lágrimas, sin olvidar ni siquiera entonces que no debía decir nada a los demás. Isabelle miró a Etienne, a Hannah y a los chicos. Excepto la expresión agria de Hannah, nada en sus rostros sugería desconfianza.

Estaba ayudando a Marie a buscar de nuevo en el árbol cuando miró hacia lo alto y vio el nido de un pájaro que brillaba al sol.

– ¡Allí! -señaló. Marie se echó a reír y aplaudió.

– ¡Tomadlo! -les gritó a los pájaros, alzándose el pelo por las puntas y dejándolo caer en una lenta cascada-. ¡Tomadlo, es vuestro! Ahora sabré siempre dónde está. Giró varias veces en círculo y cayó al suelo riendo.

El silbido, muy agudo, subió y bajó antes de terminar en un trémolo como de pájaro. Se oyó por todo el valle. Al cabo de algún tiempo les llegaron también los traqueteos, los tintineos y los crujidos de un carro que rebotaba sobre las rocas, mucho más arriba, mientras se encaminaba hacia los campos donde plantaban el esparto. Etienne envió a Jacob para que se enterase de quién era el que llegaba. Cuando regresó, tomó a Isabelle de la mano y la llevó, seguida por el resto de la familia, sendero adelante, hasta el límite del pueblo. El carro se había detenido allí, rodeado por una multitud.

El buhonero era bajo y moreno, con barba, largo mostacho rizado en complicadas espirales, y gorro a rayas rojas y amarillas con forma de cubo volcado, que se calaba hasta por debajo de las orejas. Encaramado muy por encima de ellos en un carro cargado de mercancías, se movía y saltaba con la seguridad de quien conoce todos los puntos de apoyo para manos y pies. Al tiempo que trepaba, hablaba sin parar por encima del hombro con un peculiar acento cantarín que hizo sonreír a Isabelle y mirar con desconfianza a Etienne.

– ¡Naranjas! ¡Naranjas! ¡Aquí tenéis naranjas, aceitunas, limones de Sevilla! ¡Podéis comprar una hermosa olla de cobre. O un bolsillo de cuero. Y aquí están vuestras hebillas. ¿No quiere hebillas para esos zapatos, hermosa señora? ¡Claro que sí! ¡Y le daré botones que hagan juego! Traigo hilo y también encajes; sí, encajes de la mejor calidad. ¡Venid! Venid a ver y a tocar, no tengáis miedo. Ah, Jacques la Barbe, bonjour encore! Su hermano dice que regresará pronto de Ginebra, pero que su hermana se queda cerca de Lyon. ¿Por qué no se reúne aquí con usted en este lugar tan encantador? No importa. Por lo que hace a Abraham Rougemont, en Bienne tiene un caballo esperándolo. Una buena compra, lo he visto con estos mismos ojos. Dele un paseo por el pueblo a esa guapa hija suya. Y monsieur le régent, he estado con su hijo…

Y seguía hablando sin interrupción, transmitiendo mensajes al tiempo que vendía sus mercancías. La gente reía y le gastaba bromas; era una aparición familiar y bien venida que regresaba todos los años una vez pasado lo peor del invierno y también durante la fiesta de la cosecha. En medio del bullicio se inclinó hacia Isabelle.

– Che bella, ¡no había reparado en ti! -exclamó-. ¿Quieres ver mis cosas? -dio palmadas a las piezas de tela que tenía cerca-. ¡Acércate!

Isabelle sonrió tímida e inclinó la cabeza; Etienne frunció el ceño. No tenían nada con que comerciar; incluso menos que nada, porque debían favores a todo el mundo en Moutier. Al llegar se les había hecho entrega de dos cabras, un saquito de simientes de cáñamo y esparto para cada uno, mantas, ropa. No había necesidad de pagar a nadie por todo aquello, pero se esperaba que fuesen igual de generosos cuando llegasen, con las manos vacías, los siguientes refugiados. Los Tournier se quedaron mucho tiempo viendo las cosas que compraban los demás, admirando los encajes, los arreos nuevos, los vestidos de hilo blanco.

Isabelle oyó que el buhonero mencionaba Alés.

– Quizá sepa -le susurró a Etienne.

– No preguntes -silbó entre dientes su marido.

No lo quiere saber, pensó, pero yo sí.

Antes de acercarse al hombre del mostacho, esperó a que Etienne y Hannah se hubieran ido, y a que Petit Jean y Marie se cansaran de correr una y otra vez alrededor del carro y se fueran al río.

– Por favor, monsieur -susurró.

– Ah, Bella, ¡quieres mirar! ¡Ven, ven! Isabelle negó con la cabeza.

– No, quiero preguntarle… ¿Ha estado en Ales?

– En Navidades, sí. ¿Por qué? ¿Deseas que dé algún mensaje?

– Mi cuñada y su marido están allí…, quizá estén allí. Susanne Tournier y Bertrand Bouleaux. Tienen una hija, Deborah, y quizá un pequeñín, si Dios lo quiere.

Por primera vez el buhonero guardó silencio, pensando. Parecía repasar todos los rostros y nombres que había visto y oído en sus viajes y que almacenaba en la memoria.

– No -dijo por fin-. No los he visto. Pero los buscaré para ti. En Alés. ¿Y tú cómo te llamas?

– Isabelle. Isabelle du Moulin. Y mi marido, Etienne Tournier.

– Isabelle, che bella. ¡Un nombre perfecto que no se me va a olvidar! -le sonrió-. Y te voy a enseñar la cosa mas perfecta que tengo, la más especial -bajó la voz-. Trés cher… No se lo enseño a la mayoría de la gente.

Llevó a Isabelle hasta el carro y empezó a buscar entre paquetes hasta que encontró una pieza envuelta en una tela blanca. Jacob apareció junto a Isabelle y el buhonero le animó con un gesto.

– Ven, ven, ¡te gusta ver cosas! Te lo noto en los ojos, Ahora mira esto.

Se situó sobre ellos, retiró la tela blanca que lo cubría y apareció el secreto número cuatro, el color que Isabelle había pensado que nunca volvería a ver. Se le escapó una exclamación, extendió el brazo y acarició la tela con los dedos. Era una lana muy suave, perfectamente teñida. Isabelle inclinó la cabeza y tocó el paño con la mejilla.

El buhonero asintió con la cabeza.

– Conoces este azul -dijo satisfecho-. Ya veo que sí. Es el azul de la Virgen en la Chiesa di San Zaccaria.

– ¿Dónde está eso? -Isabelle alisó la tela.

– Ah, una hermosa iglesia de Venecia. Este azul tiene una historia, no sé si lo sabes. El tejedor que hizo esta tela se inspiró en la túnica de la Virgen pintada en San Zacarías. Lo hizo para darle las gracias por el milagro.

– ¿Qué milagro? -Jacob miró al buhonero con los ojos marrones muy abiertos.

– El tejedor tenia una hijita a la que quería mucho y un buen día desapareció, como sucede a menudo con los niños en Venecia. Se caen a los canales, ¿sabes? Y se ahogan -el buhonero se santiguó-. De manera que su hijita no volvió a casa y el tejedor fue a San Zacarías para rezar por su alma. Rogó a la Virgen durante horas. Y al regresar a casa se encuentra allí a la niña, ¡vivita y coleando! Y en acción de gracias fabrica esta tela, este azul tan especial, ¿te das cuenta?, para que lo lleve su hija y viva sana y salva para siempre bajo la protección de la Virgen. Otros han tratado de copiarla, pero nadie puede. El color tiene un secreto y ahora sólo lo sabe su hijo. Un secreto de familia.

Isabelle miró fijamente la tela y luego, arrasados en lágrimas, alzó los ojos al buhonero.

– No tengo nada -dijo.

– Voy a darte, entonces, Bella, una pequeñez. Un regalo de azul.

Se inclinó sobre el paño y de un extremo algo deshilachado sacó una hebra de la longitud de un dedo. Con una profunda reverencia, se la entregó.

Isabelle pensaba con frecuencia en el paño azul. No tenia con qué comprarlo; y aunque lo tuviera, Etienne y Hannah no lo admitirían en su casa.

– ¡Tela de los católicos! -habría murmurado Hannah si pudiera hablar.

Se escondió el hilo en el bajo del vestido y sólo lo sacaba cuando estaba a solas con Jacob, que hablaba muy poco y no diría nada sobre aquella pizca de color que compartían.

Luego una de sus cabras parió con retraso un tercer cabrito e Isabelle tuvo un último secreto que guardar. La cabra había parido dos crías, las había limpiado a lametones, las había amamantado y dormía con ellas apretadas contra sus ubres hinchadas. Cuando Isabelle dejó el trabajo en el campo para ver cómo iba, advirtió la presencia de otra cabeza que pugnaba por salir. Tiró del cuerpecillo diminuto, comprobó que vivía y se lo puso delante a la madre para que lo limpiara. Mientras el nuevo cabrito se alimentaba, Isabelle se sentó, lo miró y pensó. Sus secretos la estaban haciendo audaz.

El bosque alrededor de Moutier era tan extenso que Isabelle conocía sitios adonde nadie llegaba. Se llevó al recién nacido a uno de aquellos lugares, preparó un refugio con leña y heno, le dio de comer y lo cuidó durante todo un verano sin que nadie lo supiera.

Con una excepción. Cuando un día estaba dejando que el cabrito mamara de una bolsa llena de leche de su madre, Jacob salió de detrás de un haya. Acuclillándose junto a Isabelle, puso la mano en el lomo del animal.

– Papá pregunta que dónde estás -dijo mientras lo acariciaba.

– ¿Desde cuándo sabes tú que vengo aquí?

Jacob se encogió de hombros y jugó con el pelo del cabrito, aplastándolo en una dirección y luego en otra.

– ¿Me vas a ayudar a cuidarlo?

El niño alzó los ojos para mirarla.

– Claro que sí, mamá.

Sonreía tan pocas veces que verlo era como recibir un regalo.

Esta vez estaba preparada cuando oyó el silbato del buhonero, que sonrió de oreja a oreja al verla. Isabelle le devolvió la sonrisa. Mientras miraba sus telas junto con Hannah, Jacob subió al carro y empezó a enseñarle sus cantos rodados, al tiempo que le transmitía en voz baja el mensaje de su madre. El buhonero asintió, al mismo tiempo que admiraba los extraños colores y formas de las piedras.

– Tienes buen ojo, bambino mio -dijo-. Buenos colores, buenas formas. Miras y no hablas mucho, ¡a diferencia de mí! A mí me encantan las palabras, pero a ti te gusta mirar y ver las cosas, ¿no es cierto? Sí.

Cuando empezó a transmitir mensajes, los ojos se le iluminaron al mirar a Isabelle y chasqueó los dedos.

– Ah, sí, ¡ya lo recuerdo! Sí, ¡encontré a tu familia en Alés!

Muy a su pesar, hasta Etienne y Hannah lo miraron expectantes. Y el buhonero se esforzó por no decepcionarlos.

– Sí, sí -dijo, moviendo las manos de manera un tanto exagerada-. Los vi en el mercado de Alés. ¡Ah, bella famiglia! Les hablé de ustedes y se alegraron de saber que están bien.

– ¿Y ellos cómo están? -preguntó Isabelle-. ¿Tienen un pequeñín?

– Sí, sí, una niñita. Bertrand, Deborah e Isabella, ahora lo recuerdo.

– No; Isabelle soy yo. Usted quiere decir Susanne. -Isabelle deseaba creer que el buhonero se había equivocado.

– No, no; son Bertrand y las dos niñas, Deborah e Isabella, sólo un bebé, Isabella.

– Pero ¿y Susanne? ¡La madre!

– Ah -el otro hizo una pausa, mirándolos desde arriba y acariciándose, nervioso, el mostacho-. Sí, claro. Murió en el parto, al dar a luz a la pequeña, a Isabella.

Se volvió entonces, incómodo por transmitir malas noticias, y se ocupó en buscar correas de cuero para un arnés que le pedía un cliente. Isabelle inclinó la cabeza, los ojos empañados por las lágrimas. Etienne y Hannah salieron del grupo y guardaron silencio a cierta distancia, la cabeza baja.

Marie se agarró a la mano de Isabelle.

– Mamá -susurró-. Algún día veré a Deborah, ¿verdad que sí?

El buhonero se reunió más tarde con Jacob, carretera adelante. El trueque se hizo en la oscuridad, cabra por azul. El niño escondió la tela en el bosque. Al día siguiente Isabelle y él la extendieron y contemplaron durante mucho tiempo el bloque de color ondulante. Luego lo envolvieron en un trozo de tela blanca y lo escondieron en el colchón de paja que Jacob compartía con Marie y Petit Jean.

– Haremos algo con él -prometió Isabelle-. Dios me dirá qué.

Aquel otoño cosecharon su propio cáñamo. Un día Etienne mandó a Petit Jean al bosque a cortar gruesas varas de roble que utilizarían para quebrantar el cáñamo. Los demás instalaron caballetes y empezaron a traer del granero brazadas de cáñamo para extenderlas. Petit Jean regresó con cinco varas sobre el hombro y el nido con el pelo de Marie.

– Mira lo que he encontrado, Mémé -dijo, mostrándole el nido a Hannah; al hacerlo girar el rojo reflejó la luz.

– ¡Oh! -exclamó Marie sin poder evitarlo. Isabelle se estremeció.

Etienne miró primero a Marie y luego a Isabelle. Hannah estudió el nido, luego el peló de Marie. Después miró iracunda a Isabelle y entregó el nido a Etienne.

– Id al río -ordenó Etienne a los niños.

Petit Jean dejó en el suelo las varas y acto seguido tiró del pelo de Marie con todas sus fuerzas. La niña empezó a sollozar y su hermanó sonrió, con una mirada que hizo pensar a Isabelle en el Etienne de su primera juventud. Mientras se alejaba, Petit Jean sostenía su navaja por la punta; enseguida la arrojó lejos y fue a clavarse con limpieza en un tronco de árbol.

Tiene diez años, pensó, pero ya se comporta y piensa cómo un hombre.

Jacob tomó a Marie de la manó y se la llevó, volviéndose a mirar a Isabelle con los ojos muy abiertos. Etienne no dijo nada hasta que se hubieron marchado los niños. Luego hizo un gestó en dirección al nido.

– ¿Qué es eso?

Isabelle lo miró y luego bajó los ojos al suelo. No estaba lo bastante ducha en guardar secretos como Para saber qué hacer cuando salían a la luz.

De manera que dijo la verdad.

– Es el pelo de Marie -susurró-. Le salen cabellos rojos Y yo se los arrancó en el bosque. Los pájaros se los han llevado para hacer un nido -tragó saliva-. No quería que se burlaran de ella. O que la juzgaran.

Cuando vio la mirada que intercambiaron Etienne y Hannah, sintió en el estómago un pesó como de piedras. Lamentó entonces no haberles mentido.

– ¡Estaba ayudándola! -exclamó-. ¡Para ayudarnos a todos! ¡No quería hacer daño a nadie!

Etienne fijó la mirada en el horizonte.

– Se han oído rumores -dijo despacio-. He oído cosas.

– ¿Qué cosas?

– Jacques La Barbe, el leñador, dijo que le parecía que te había visto con un cabrito en el bosque. Y otro encontró una mancha de sangre en el suelo. Hablan de ti, La Rousse. ¿Es eso lo que quieres?

Hablan de mí, pensó. Incluso aquí. Mis secretos no son secretos, después de todo. Y llevan a otros secretos. ¿Acabarán también por descubrirlos?

– Y una cosa más. Estuviste con un hombre cuando dejamos Mont Lozére. Un pastor.

– ¿Quién dice eso? -era un secretó incluso para ella, porque no se permitía pensarlo. Su secretó más secretó.

Miró a Hannah y lo supo de repente. Habla, se dijo Isabelle. Y cuando quiere habla con mi maridó. Nos vio en Mont Lozére. Aquel descubrimiento la hizo estremecerse.

– ¿Qué tienes que decir, La Rousse?

Isabelle guardó silenció, sabedora de que las palabras no la ayudarían y con el temor de que, si abría la boca, salieran volando más secretos.

– ¿Qué es lo que escondes? ¿Qué hiciste con la cabra? ¿Matarla? ¿Sacrificarla al demonio? ¿O hiciste un trueque con el buhonero católico que te miraba de aquel modo?

Etienne se apoderó de una de las varas, sujetó a su mujer por la muñeca y la arrastró al interior de la casa. La hizo quedarse en un rincón mientras buscaba por todas partes: tiró las ollas, removió el fuego, abrió el colchón de paja del matrimonio y luego el de Hannah. Al llegar al colchón de los niños Isabelle contuvo la respiración.

Esto es el fin, pensó. Madre santa, ayúdame.

Etienne dio la vuelta al colchón y sacó toda la paja.

La tela no estaba allí.

El golpe fue una sorpresa; Etienne no le había pegado nunca. De un puñetazo la arrojó a unos metros de distancia.

– No nos arrastrarás con tus brujerías, La Rousse -dijo con suavidad. Luego tomó la vara que había cortado Petit Jean y la golpeó hasta que todo quedó a oscuras.