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Una hora antes de la cita, merodeó el salón de té Flaubert, husmeándolo como un sabueso. Se acodó en la balaustrada de una casa del frente, y estuvo un rato considerando el tipo de clientela, los coches de los cuales descendían y el aire de antiguos parroquianos. Dedujo que no era una clase de local para gente con la cual él conviviría, sino más bien de aquella a la cual solía robarle. Por otra parte, se alegró del buen gusto de Teresa Capriatti, y se atuvo a la convicción de que la educación de su hijo estaba en buenas manos.
Pese a su postura altiva, sabía que podría desmayarse. Tanto había trajinado la cinta roja del regalo que traía para Pedro Pablo que ya se veía deshilachada, como de segunda mano. No quiso verlos entrar antes que él, y huyó hacia la vera del río y fumó dos cigarrillos, contemplando transcurrir el agua turbia sin fijar ningún pensamiento.
Desde hacía años venía preparando el discurso conciliatorio que les probaría que era un hombre digno y que nada en su actitud ni en sus planes lo devolvería a la delincuencia. Lo había intentado todo en la vida, y su decisión por los valores de la ética y el trabajo honesto se fundamentaba nada menos que en la condena por una década. Si eso fuera poco, habría que agregarle que fueron cinco años completos sin su esposa y sólo con fugaces visitas de Pedro Pablo, un colegial que hacía la tarea de visitarlo con un talento insufrible para ocultar su desgano.
A las cinco horas cinco minutos hizo su entrada al Flaubert y el instinto lo llevó directamente al lugar más oculto y lejano del salón de té, aquella mesa del fondo junto a la estufa, donde parecía concentrarse el olor de la pasticería. Si siempre había pensado que Teresa Capriatti era la mujer más bella de su vida, al verla allí de un solo golpe, enfundada en un flexible traje sastre de color negro con el pañuelo perla en la garganta y el prendedor de su boda en la solapa, lo acometió la angustiosa sensación de que no la merecía.
La madurez no le había hecho daño. Al contrarío, las arrugas disfrazadas con el maquillaje y los gramos que rellenaban sus mejillas parecían haber completado su perfección. Y ahora vino, inoportuna, la sospecha de que tendría un amante. Eso hizo que el soberano ex convicto llegara a la mesa con una sombra de dolor que le perjudicó la sonrisa largamente preparada.
Alguien de la mesa vecina se lo quedó mirando, hurgando en su memoria de dónde es que conocía a ese hombre. Vergara Grey, cauto, se inclinó sobre un pómulo de su esposa y depositó con unción su beso. Esto, que para ella era un mero chasquido, para él lo era todo. Pedro Pablo se levantó de la silla y su padre hizo ademán de abrazarlo. El hijo, no obstante, le tendió la mano, separando aguas. Se sentó entre ambos, sin articular durante un minuto nada.
– Nosotros ya pedimos dos aguas minerales.
– ¿Agua mineral? ¡Pero si hay que celebrar este encuentro! ¡Qué idea, pedir agua mineral!
– Tú toma lo que quieras, pero nosotros pedimos agua mineral.
– Vean entonces qué quieren comer.
– No tenemos mucho tiempo, Nico. Lo de la comida dejémoslo para otra vez.
– Pero mira esos pasteles. ¿Cómo no se tientan?
El mozo trajo el pedido y encaró al hombre.
– ¿Qué se va a servir, señor?
– ¿Yo? Un té.
– ¿De cuál?
– Un té. Un tecito nada más.
– Es que tenemos una carta con treinta tipos de té.
El mozo se la extendió como proporcionándole una estocada. Al considerarla pudo darse cuenta que esos nombres de infusiones orientales le decían maldita cosa.
– Tráigame la mezcla «Flaubert».
– Si, señor. ¿Algo más?
– No sé.
Hubiera sido deseable pedir algo que detuviera el tiempo, que moderara la velocidad de las cosas, pero no se le ocurrió nada.
– ¿Un pastelito?
– Eso es. Un pastelito.
– Tenemos una gran variedad. Aquí tiene la lista. Torta de moca’ de lúcuma, «Selva Negra».
– ¿Qué quieren ustedes?
– Estamos bien con el agua mineral.
– Entonces tráigame a mí también una agua mineral.
– ¿Con gas o sin gas?
– ¿Qué? -se extrañó Vergara Grey, de pronto absorto en los puntapiés impacientes que su hijo le daba al mantel.
– El agua mineral, señor.
– Con gas, si fuera tan amable.
Al retirarse, la ausencia del impertinente garzón había establecido entre ellos un enredoso silencio.
– Yo los quiero -dijo abruptamente el hombre-. Yo he venido para decirles que los quiero mucho, que ustedes son todo para mí.
Teresa Capriatti llevó hasta sus labios gruesos la copa de agua, y luego se secó la humedad de la boca con una servilleta de tela. Su esposo puso el paquete de regalo sobre la mesa y se lo ofreció al hijo.
– Gracias -dijo el joven.
– No. Así no tiene gracia. Tienes que abrirlo, Pablito.
– ¿Es necesario? Todo el mundo nos mira.
– Nadie se va a enojar porque abras un regalo.
– Está bien.
El hijo intentó un par de veces destrabar con las uñas el nudo, y al no conseguirlo, cogió el cuchillo del servicio y cortó la cinta de un solo impulso. Apartó desprolijamente el papel y asintió sin emitir juicio.
– ¿Qué te parece?
– Está bien.
Vergara Grey atrapó de un zarpazo la mano de su hijo y logró que la depositara sobre el cuero del maletín.
– Pálpalo, hombre. Acarícialo. ¿Sientes la nobleza del cuero?
Él mismo le ilustró con sus dos manos el movimiento que le proponía. Después puso sus dedos sobre la mano del hijo y se la estrechó con cariño.
– Está bien. Es un buen maletín, gracias -dijo el joven, soltándose de la caricia del padre.
– Ahora te voy a enseñar la mejor parte: cómo se abre. Cada cerradura tiene un número clave. Muchos maletines los tienen, pero en este caso las cifras de ambos extremos difieren. Tú tienes que aprenderte de memoria los números, y sólo tú, y nadie más que tú puede abrir el maletín. El número del lado derecho es la fecha del día y del mes de tu cumpleaños, y el del lado izquierdo el día y el mes en que yo nací. Un pacto entre padre e hijo. Ahora ábrelo.
– ¡¿Aquí?!
– Quiero ver cómo funciona. Si hay algún defecto tengo la garantía. Puedo devolverlo.
Pedro Pablo se puso a manipular las claves y el padre siguió la ceremonia pronunciando sin volumen los números respectivos a medida que el joven avanzaba.
– Si te olvidas de los números, puedes preguntarme.
– ¿Adónde? -intervino Teresa.
El hombre se echó atrás en la silla, estupefacto. Estuvo medio minuto rascándose el bigote, y luego dijo, casi inaudible:
– Es que yo había pensado que tú y yo… Es decir, tú y yo y Pedro Pablo… Tienes razón, Pablito, te anoto la clave en un papel -corrigió, nervioso.
Sacó una hoja de su pequeña agenda e hizo amago de escribir. El hijo lo detuvo.
– No es necesario que lo hagas. Ya aprendí bien las claves. Por el lado derecho…
– Calla -dijo seco el padre, mirando alrededor-. Ése es un secreto entre tú y yo. No lo digas nunca en voz alta. Si nadie se entera de las claves, nunca te podrán robar tus documentos.
Pablo se detuvo con una sonrisa suficiente, y luego se echó a reír a carcajadas, golpeando incluso la silla contra la pared.
– ¿De qué te ríes?
– ¡Del maletín, hombre! Solamente a un ladrón se le ocurre regalar un maletín tan seguro.
Un repentino temblor sacudió las manos del hombre y se las apretó bajo la mesa, entre las piernas, tratando de controlarse. Se sintió un bobo, cuando atinó a decir:
– ¿No te gusta?
– Sí me gusta.
El mozo vino con una taza, el agua mineral y un jarrito de porcelana que contenía la infusión. Pedro Pablo hizo desaparecer el maletín de la mesa, abriendo espacio para que el garzón acomodara su servicio. Teresa Capriatti se sirvió un sorbo de agua y cuando Vergara Grey comenzó a verter su líquido, resumió:
– Nico, hay dos temas.
– Oh, sí. Hablaré con Monasterio para que te suba la cantidad que te gira al mes. Todo en Chile ha subido enormemente.
– ¿Cuándo hablarás con él?
– Hoy mismo. ¿Cuál es el otro tema?
Teresa Capriatti miró al hijo, éste se limpió con un rápido dedo la punta de la nariz, se abalanzó confidencial sobre la mesa y extrajo un papel envuelto en plástico del bolsillo de la chaqueta.
– Nico, con la mamá hemos decidido que me voy a cambiar el nombre.
– No entiendo.
– Vergara Grey. Quiero cambiar el nombre Vergara Grey.
– ¿Y cómo te quieres llamar?
– Capriatti, como la mami. Es totalmente legal hacerlo.
– Pero tú eres mi hijo, Pablito. ¿Por qué habrías de cambiarte el nombre?
– Trae problemas.
– ¿Qué problemas?
– Bueno, cada vez que te preguntan el nombre y tú dices que te llamas Vergara Grey, todos me dicen «Vergara Grey, como…».
El joven hizo con la mano derecha el gesto de birlarle algo a alguien.
– ¡Ufl
– Bueno, uno se siente raro. El otro día postulé a un puesto en la Citroén para aprender mecánica. Escribí el nombre y debajo tenía que poner la profesión de mi padre…
– ¡Contador! ¡Tengo título de contador!
– Es mejor para mí si me cambio el nombre, Nico.
– ¡Pero hay cientos de Vergaras y a ninguno se le ocurre cambiarse el nombre!
– Pero hay un solo Vergara Grey. ¿Por qué tu familia tuvo la idea pretenciosa de usar un apellido doble?
– Para dejar en nuestra herencia el nombre de una famosa inventora inglesa.
– ¿Cuál?
– Grey, hombre.
– ¿Qué inventó?
Descoordinado, el hombre le puso otra vez azúcar al té y al beberlo hizo una mueca de disgusto.
– ¿Qué es esto, hijo? ¿La Prueba de Aptitud Académica?
– ¡Le pregunto no más!
– Fue la reparación de una injusticia que se le ocurrió a tu abuelo. Tu bisabuela, Elisha Grey, experimentaba en el campo de las comunicaciones. El día 14 de febrero de 1876 fue hasta la oficina de Propiedad Intelectual para patentar un nuevo invento: el teléfono.
– ¿Grey?
– Grey. Pero sólo pocas horas antes Bell había inscrito el mismo artefacto en otra ciudad. La bisabuela perdió el juicio y la patente quedó a nombre de Bell.
– Una historia de perdedores -sonrió el joven.
– Así es.
– Eres muy chileno, Nico. En vez de conmemorar los triunfos, celebras las derrotas. Lo mismo que nuestro héroe Arturo Prat; todo el mundo lo recuerda con cariño porque perdió el combate naval de Iquique contra los peruanos.
Teresa arrebató a Pablo el documento cuidado en una funda plástica y lo extendió sobre el mantel.
– El abogado ya llenó los papeles. Sólo falta tu firma.
La miopía hizo que Vergara Grey se inclinara sobre la mesa, y a medida que iba leyendo, su lengua se fue secando. Al terminar, echó la espalda en el respaldo del asiento y deseó estar en una silla de ejecución y que el alcaide de la cárcel bajara la palanca eléctrica.
Después de carraspear, dijo:
– Te has dado cuenta, muchacho, de que desde que estamos aquí nunca me has llamado «papá»?
El joven se alzó de hombros y Teresa Capritti le extendió la pluma de oro que él le había regalado cuando cumplió cuarenta.