37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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ONCE

Cerdo rnongoliano, Pollo shitan a la almendra, pato laqueado con fideos glasé, congrio fonshul, camarones arrezadas, arrollado primavera, empreineta en baño de soya, anaditas de ostiones, gallina shanghai en su jugo con base de hongos y callanipas, pato cinco sabores, albóndiga con anabás, chopsuí de verduras, y vino Santa Rita Estrella de Oro, khin Carmen y cabernet Undurraga fueron sólo algunos de los platos y vinos que les ofrecieron en Los Chinos Pobres.

Victoria Ponce se inclinó por las bajas caloría, del chopsuí y Ángel Santiago por el furioso fervor del condimentado cerdo mongoliano. Ella fue por el agua mnieral Cacharxtún, él por una botella tres cuartos de tintci. Desde el dio de ballet hasta la plaza Brasil la había llevado sobre su rucio, a tranco lento y noche estrellada y Victoria tuvo que subirse la falda del jumper escolar para montar a horcajadas y después cubrirse desde la cintura y los muslos desnudos hasta los calcetines colegiales con el abrigo, jaspeado en gris.

Desde la ventana del segundo piso, exultante de dragones y farolitos rojos, pudieron mirar al rucios pacientemente atado a la palmera de la plaza Brasil y m’tdisqueando el pasto, mientras algunos chiquilines le acariciaban la crin. Habían pensado dispararse atropellados las novedades de los últimos días en cuanto se vieran, pero la ceremonia de montar el rucio y no tomar autobús, de meterse a un restaurant en vez de masticar un sándwich rápido en la calle, y las inhibiciones propias de quienes comienzan a cuidar lo que dicen porque ya la otra persona les importa y temen desilusionarla o ahuyentarla con un desatino los hizo callar con hermetismo y sonrisas. Cuando los platos estuvieron vacíos, y la ausencia de pan en el restaurant chino evitó que sopearan la salsa para postergar el diálogo, él le preguntó por el colegio.

– Me aceptaron condicionalmente. De aquí a diez días debo rendir un examen satisfactorio que cubra todas las materias en lo que va del año.

– ¿Cosas como qué?

– Ciencias naturales, historia universal, historia de Chile, educación cívica, álgebra, física, química, francés, inglés.

– Yo sé algo de inglés.

– Dime.

– One dollar, mister, please.

– ¿Dónde aprendiste eso?

– In Valparaíso harbour.

– ¿En el puerto? ¿Qué hacías allí?

– Arreglármelas.

La camarera les trajo té jazmín y un par de bizcochos orientales con papelitos en su interior que pronosticaban el futuro del cliente.

– ¿Qué edad tenías entonces?

– Siete u ocho.

– ¿Y tu padre qué hacía?

– Se iba en los barcos.

– ¿Y tú?

– Me quedaba por ahí.

– Con tu madre.

– Con varias madres. Escucha, Victoria. El inglés que sé no lo aprendí en el Grange School, sino en las casas de putas.

La chica jugó a revolver el té con la cucharílla, aunque no le había puesto azúcar.

– Me da pena lo que me cuentas.

– No es necesario que me tengas compasión. Me las he arreglado fenómeno en la vida. Antes que un lápiz para practicar caligrafía tuve un cuchillo en mis manos. Sé cómo pelar una naranja de un solo trazo sin que se raje ni un pedacito.

– Bueno, muchos lo hacen. Yo misma lo hago.

– ¿Y sabes también dónde un cuchillazo es más eficaz?, ¿si en el hígado, el pulmón o la vejiga?

– En el corazón, supongo.

– Bueno, ésas son palabras mayores. Si se trata de causarle problemas al cliente sin llegar a matarlo, un cuchillazo en el corazón te puede costar cadena perpetua.

– ¿Por qué me cuentas todo esto?

– Para que sepas que sé de todo un poco: anatomía, idiomas, código penal…

– Deberías ir a la universidad.

– Tengo otro plan. Pedí cuatro deseos a Dios porque los tres tradicionales no me alcanzan.

– Dime.

– Hay uno que no te puedo contar.

– Es algo malo.

– Malo, pero no para mí.

– ¿Le vas a hacer daño a alguien?

– Algo de eso hay. Aunque «daño» es una palabra muy suave para describirlo.

– Es un eufemismo.

– ¡Ahí sí que me pillaste!

– Son figuras del lenguaje. Lo aprendí en castellano. «Eufernismo» es una manera suave de decir algo fuerte. Por ejemplo, tú le dices a un hombre gordo-gordo «qué sanito te ves».

Ángel Santiago se distrajo mirando la estatuilla de un buda sonriente envuelto en guirnaldas de colores.

– Eso sería una «ironía» -dijo después de un rato-. No un eufemismo,

– Se puede usar un eufemismo de forma irónica. No está prohibido. ¿Cuáles son los otros tres deseos?

– Bueno, el caballo ya lo tengo.

– ¿Dónde va a vivir?

– Donde yo viva, por supuesto.

– Es decir, ¿dónde?

– Tengo que darle una vuelta a eso. Por mientras, lo ofreceré como caballo carretero en el mercado.

Victoria aceptó una copa de vino y retuvo el líquido un rato en la lengua. Al beberlo sintió que un calorcillo le subía hasta los pómulos.

– Tú no tienes la cabeza en orden, Ángel. Careces de prioridades. Es normal en la vida que una cosa vaya antes de la otra.

– No me des lecciones sobre eso. En tu caso, el colegio debería haber estado siempre primero que los cines rotativos.

– El cine te hace soñar.

– Sí, pero los que se la pasan soñando terminan mal del coco. Si uno no transforma sus sueños en realidad, va a dar al loquero. Menos mal que volviste al colegio.

– Gracias a ti.

– No me gustaría que fueras una amargada porque no pudiste hacer lo que querías.

– Hay que dar ese maldito examen. En la mochila cargo como diez libros. Me los tengo que aprender prácticamente de memoria. Esta noche debo empezar.

– Esta noche, no.

– ¿Por qué?

– Ahí estaríamos entrando en el terna del tercer deseo.

Ángel puso su mejor sonrisa en los labios, y tras apoyar los codos sobre la mesa clavó el mentón entre las manos. La joven se arregló el pelo sobre la sien una y otra vez, corno si con esa caricia pudiera calmar las turbulencias en su vida.

No tenía certezas en ningún rubro: claro que su sueño era el ballet, el Municipal, el Colón de Buenos Aires, el Teatro de Madrid, el Metropolítan en New York. Ganas no le faltaban, y podría inmolar todo lo demás para alcanzar esa meta.

Pero para eso necesitaba el bachillerato, dinero, y talento. ¿Quién le aseguraba que tenía talento? La maestra del estudio, que repartía promiscuamente elogios a cada una de sus discípulas como si fueran todas una Tarnara Kasarvina, una Isidora Duncan, una Martha Graham, una Margot Fonteyn, una Pina Bausch, una Anna Pav1ova, estaba más provista de delirio que de objetividad, y su juicio valía callampa.

Cualquier mocosita de barrio de piel lisa, nalgas altivas y ombligo impúdico se sentía una profesional sólo por haber aprendido en su versión más fofa alguna coreografía de Madonna o Shakira, y revoloteaba por los estudios de televisión y las discotecas con la esperanza de que algún productor de la tele la descubriera.

En cambio, nada que implicara el sofisticado ejercicio de años que ella había hecho en la academia tenía la menor posibilidad en el mercado local.

Incluso no asociaba la danza con un trabajo rentado. Había visto a tanta gente venderse y comprarse para sobrevivir -ella misma, en primer lugar- que el baile clásico o moderno le parecía un espacio sagrado que nada del mundo exterior podía corroer: ni su madre depresiva, ni el asesinato del papá, ni los profesores que la despreciaban por su mutismo o desgano, ni la indolencia con que ganaba algunos miles para pagar la academia.

Si algún día llegara a bailar procesionalmente, aunque fuera en la sala cultural de una ínfima municipalidad de provincias, no exigiría un honorario. La gratuidad era el triunfo del arte sobre los bellacos que traficaban muerte y fealdad en todas partes. El comercio no tenía derecho a proteger a las artes.

Si Ángel Santiago quería acostarse otra vez con ella, significaba que no la conocía bien. Habían compartido algunas horas, un revolcón en la colchoneta, y la inspiró, con éxito, para que volviera a clases. Estas nimiedades, en su mundo tan vacío, constituían la relación más intensa que había tenido en años, si acaso no en toda su vida.

Antes de que esa convivencia fuera inevitablemente molida por el desamor, la pobreza, la grosería en su vida que él ignoraba, el estigma de su silencio atónito que sólo en la danza se redimía, acaso más valiera echar ese incipiente amor al tacho de los desperdicios, como esa servilleta arrugada encima de la salsa del chopsuí. «¿Quieres que conservemos una dulce memoria de este amor? Pues amémonos hoy mucho y mañana digámonos ¡adiós!»

– ¿Y el cuarto deseo? -dijo muy suave.

– Un campo. Grande. Con todo tipo de animales. Es decir, un zoológico: vacas y burros, pero también pavos reales y cisnes de cuello negro.

– En cambio, yo me veo viviendo en una gran ciudad. París, Madrid, NewYork.

– New York te la hicieron mierda.

– Pero la gente no se va a olvidar de eso. Yo no quiero olvidar lo que me pasó. Siempre recordaré a mi padre.

– Te comprendo. Yo mismo sé muy bien lo que es una obsesión. Pero estoy a un paso de realizar mi sueño.

– ¿Cómo?

– Terminaré de convencer a un gran hombre llamado Nicolás Vergara Grey para que se asocie conmigo.

– ¿En qué?

– En una sola, única y prodigiosa aventura que nos hará ricos y que quedará en los libros del futuro.

– ¿Un asalto?

– No, Victoria Ponce: una obra de arte.

Las vecinas de la plaza Brasil, encantadas con el caballo, le estaban ofreciendo tallos de alcachofa, y la bestia parecía agradecer azotándolas con la cola, una acción que provocaba la dicha de los niños, que le ponían las cabezas para que el rabo se las despeinara.

– ¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío? -saludó literaria y versallescamente a su bestia antes de montarlo junto a su amiga, y conducirlo a paso lento hasta el próximo retén de la policía montada. Pidió a los carabineros que le permitieran amarrarlo en su corral, y se despidieron de los guardias y del animal con la promesa de ir a retirarlo al día siguiente.

En la recepción del hotel estaba atendiendo la cajera Elsa, y al ver llegar a la pareja, apagó el pequeño televisor que emitía el realíty show.

– Buscamos alojamiento -dijo Santiago, mostrando los billetes sobre el mostrador.

– ¿La niña es mayor de edad?

– Es mi novia desde hace años.

– ¿Cuántos tiene?

– Veinte.

– A ver, mijita, ábrase el abrigo.

– ¡Con este frío, madame! -protestó Victoria.

– 0 lo haces o se van.

La chica se abrió el sobretodo y no tuvo la maña suficiente para disimular el jumper.

– Pero si esta niñita es una escolar. ¿Quieres que me clausuren el hotel?

– En primer lugar, tiene diecisiete cumplidos. Segundo, soy su hermano.

– Peor todavía, pues, mijito.

– Y tercero, venimos por recomendación de Vergara Grey.

La cajera se puso los lentes y miró un momento hacia el televisor apagado como si estuviera funcionando. Abrió el libro de huéspedes y lo extendió para que la pareja inscribiera sus nombres.

– Usted comprenderá que somos del equipo del maestro Vergara Grey. No podemos darle nuestros nombres verdaderos.

– Eso ya lo había cachado.

– Yo lo decía para que no se le ocurriera pedirnos nuestras cédulas de identidad.

– Soy una zorra con años en esta guarida, precioso.

Ángel Santiago puso el registro cerca de Victoria y le hizo una seña de que firmara,

– Pon cualquier nombre.

– ¿El de mi profesora de dibujo? Se me ocurre ella por el cariño que le tengo.

– Perfecto. ¿Cómo se llama?

– Sanhueza. Elena Sanhueza. Le gustan mucho las películas con Jeremy Irons.

– Les voy a dar la pieza contigua a Vergara Grey. No sean muy efusivos durante la noche para que el maestro pueda descansar.

La cajera hizo un ademán de alcanzarles la llave, pero recogió el gesto y la puso sobre sus labios haciendo una cruz.

– Tienen que jurarme que si hay control de la policía, ustedes dicen que entraron ilegalmente. Yo a ustedes no los he visto. Yo he visto al señor Enrique Gutiérrez y a la señora Elena Sanhueza, quienes se marcharon tras hacer sus cochinadas con rumbo desconocido. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Páseme la llave, ¿quiere?

En vez de concederle el pedido, la cajera se puso el artefacto sobre la nariz y lo aspiró profundamente.

– ¿Es algo grande?

– ¿Qué?

– Lo que planean con Vergara Grey.

– Si no fuera algo grande, no trabajaría con él. ¿0 usted me ve apequeñado?

– Por ningún motivo. Pero si es algo verdaderamente grande, me gustaría participar. Dile a Nico que la cajera Elsa te lo pidió.

– Dígaselo usted misma. Yo no soy recadero de nadie.

Ella alzó las cejas, hizo una mueca ofendida y colgó la llave en el casillero.

– Entonces vayan a echarse la cacha al Ejército de Salvación.

Angel Santiago advirtió que Victoria se retiraba humillada hacía la puerta y puso una mano sobre el hombro de la conserje.

– Está bien. Trataré de influir a su favor.

– Porque si de favores se trata, él me debe varios.

– Así se lo diré.

– Primer piso, tercera puerta a la derecha.

– Pregúntame -le ordenó Victoria a las dos de la mañana, justo cuando él lamía el interior de sus muslos.

– Dame una tregua.

– Por favor, cualquier cosa.

– ¿Física?

– Está bien.

– ¿Qué escribió Stephen Hawking y qué teoría propone?

– Eso fue lo último que repasamos, ¿no?

– Deberías acordarte.

– Hawking escribió Historia del tiempo y dice que el tiempo no tiene comienzo ni fin.

– Perfecto. Apartó la sábana y fue lamiéndole una nalga hasta las inmediaciones del ano.

– ¡Para ahí, roto!

El joven siguió su ruta imperturbable y jugó con la nariz entre sus piernas.

– ¿Qué pasó en 1989 en la plaza de Tiananmen?

– Hubo una masacre con militares y tanques en Pekín.

Él ascendió con la cabeza hasta su pecho y dibujó círculos alrededor de un pezón.

– ¿Qué es y qué forma tiene una aerolámina?

– Son las láminas que sirven para el vuelo. Son planas en la base y curvadas en el tope, y cortan el aire creando presión debajo, lo cual la ayuda a elevarse.

– ¿Qué pasaría con nuestros cuerpos si cambiáramos repentinamente de presión atmosférica?

– Estallarían.

– Perfecto. ¿Cuál fue el lema de la vida de Ignacio de Loyola?

– «A mayor gloria de Dios,»

– Correcto. ¿Cómo se llamaba el primer arquitecto de las pirámides de Egipto?

– Inihotep.

– ¿Qué es un milagro?

joven, indomable a cualquier por el más rebelde de sus mechones negros.

– Un suceso que ocurre contra las leyes de la naturaleza, realizado por intervención sobrenatural de origen divino.

– ¿Cuál es el nombre científico del aromo?

– Acacia farnesiana.

– ¿Cuál es el compuesto orgánico que cuando se acumula en el cuerpo produce gota y reumatismo?

– El ácido úrico.

– Es fantástico, Victoria. No has fallado ninguna.

– Estudiando contigo resulta más fácil. Se me graban las materias. ¿Tú sabías todo esto?

– ¡Ni idea! Lo aprendí ahora, mientras hacíamos los ejercicios.

La muchacha le tomó el pene y corrió hasta el fondo su piel, dejando expuesto el glande. Se acercó a olerlo y aspiró profundamente su olor.

– Hace una semana ni siquiera existías en mi vida. ¿Qué te atrajo a mí?

– La primera vez no pude controlarme.

– ¿Qué quieres decir?

– Me vine rápido y todo eso.

– Eres un tonto. Ésas son bobadas machistas. Las mujeres no le dan tanta importancia.

– Pues a mí sí me importó.

– Se ve que eso te comió el coco. Pero hoy…

– ¿De veras acabaste esta noche?

– ¿No te diste cuenta?

– En las revistas dicen que las mujeres fingen.

– Dios mío, Ángel Santiago. ¿No te fijas que estamos flotando en un charco?

– Está bien. ¿Qué es la partenogénesis?

– La reproducción de seres vivos con ausencia del elemento masculino. A propósito, ¿usaste condón?

– Esta vez, no. La próxima, seguro.

– ¿Y qué pasa si esta vez le acertaste?

– Nunca pienso en cómo resolver un problema hasta que se presenta.

– Es jodido para la mujer.

– Tú…

– No quiero hablar de eso ahora. Geometría.

– ¿Qué enuncia el teorema de Pitágoras?

– En el triángulo rectángulo, la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos es igual al cuadrado construido sobre la hipotenusa.

– ¿Qué es la bilis?

– La secreción del páncreas.

– Nombre de los hijos machos de Edipo.

– Eteocles y Polinices.

– Síntoma patognómico de la intoxicación por mordedura de la Araña del trigo.

Victoria se montó sobre el miembro de Ángel y comenzó a galoparlo buscando lentamente el roce de su clítoris.

– No lo sé.

– Sí lo sabes.

– Me da vergüenza decirlo.

– ¿Y no te avergüenzas de lo que estás haciendo?

– Es que el lenguaje es sagrado. Mira todas esas palabras dando vueltas en el mundo. Me excitan.

– No tienes necesidad de ser tan académica. Puedes perfectamente decir «me calientan».

– Sí, mi amor.

– Atención. Acaba de debutar la palabra «amor».

La chica apretó los dientes, sorbió con los músculos de la vagina el grosor de su pene y lanzó su descarga sobre el vientre del amante.

– Me hiciste acabar, bestia -dijo, derrumbándose sobre su pecho.