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DOCE

Según Fresia Sánchez, dueña de la panadería sita en el cruce de las calles Salvador Allende y General ScImeider de la población de San Bernardo, el hombre que cruzó por su puerta en la madrugada, muy pegado a las paredes de adobe, como si tratara de deshacerse en las últimas oscuridades de la noche, era propiamente Rigoberto Marín.

Dijo que lo seguían una docena de perros callejeros olisqueando la tierra y el aire, como si quisieran detectar algún peligro. Los quiltros estaban poseídos de un silencio fantasmal, concentrados en una tarea superior a mojar árboles o los postes de alumbrado.

Era la hora en que los obreros se iban a la esquina de la avenida para esperar los autobuses hacia las construcciones del centro, y fue notorio el contraste que Rigoberto Marín hacía con ellos. Éstos venían comenzando el día; Marín, terminando la noche.

«No me hubiera gustado que entrara a mi tienda», pensó la panadera.

Talupoco tuvo envidia de la persona que le abriera la Puerta. El hombre atraía la muerte como la carroña a los buitres. Terreno que pisaba era propicio para reyerta con cuchillos, hasta que un balazo ponía fin al alboroto y entonces aparecían los carabineros, a envolver en una bolsa plástica al muerto y a interrogar con golpes a los testigos.

Era conocido en el barrio que Marín debería haber enfrentado varias veces el pelotón de fusilamiento y que sólo un decreto emanado de un presidente sentimental le había cambiado el destino por dos o tres perpetuas irrevocables. Si se había fugado de la penitenciaría y buscaba refugio en San Bernardo, pensó Fresia Sánchez, derramando las marraquetas doradas en el horno dentro de un enorme canasto de mimbre, el bandido procedía con astucia. Por una parte, nadie se atrevería a delatarlo, y por otra, un amplio repertorio de mujeres de distintas edades, desde adolescentes a abuelas, que se habían visto beneficiadas por su intensidad sexual se esmerarían por protegerlo. Contaban que poseía un ardor matizado con una violenta ternura que las confundía y las excitaba.

Ella misma había tenido una madrugada de confidencias con la Viuda, quien recordaba con precisión fotográfica que, tras haber descargado su esperma, Marín se había quedado casi una hora acariciándola sin dejar de llorar. Aunque todos lo temían en la población, las damas estarían dispuestas a permitir que sus aprehensiones se licuaran si el hombre las clavaba con la mirada y acertaba con el camino de la insistencia.

Había una excusa práctica para alentar la aventura: ninguna de las víctimas del asesino había sido mujer, aunque en cierta ocasión resultara difunto el marido de una de ellas. Lo que no obstó para que, tras los funerales, la Viuda y Marín tuvieran un revolcón en un hotel parejero de Conchalí, entre flores fúnebres y candelabros con velas a medio consumir. «Porque a ti te quiero, y a él lo respeto», le diJo la mujer tras esparcir el decorado por la habitación.

La fogosidad de Marín despertaba entre los hombres sornas algo menos líricas. Decían que el fulano era tan caliente que planchaba sus camisas con las manos.

Según Fresia Sánchez, fue precisamente en la casa de ladrillos de la Viuda donde el criminal buscó refugio. La prueba concluyente es que más de diez perros se expandieron a rascarse el lomo desde el zaguán de la doña hasta la vereda del frente, molestando el paso de las carretelas que llevaban frutas al mercado y resistiendo sufridos los baldeos de agua helada con que las vecinas trataron de dispersarlos.

En el comedor de la Viuda, aún rigurosamente vestida de luto, había una repisa con san Antonio de Padua, y sobre la mesita redonda cubierta con un hule de motivos campesinos chilenos, un vaso hacía de florero para sostener dos margaritas. Marín lo apartó y dispuso un espacio donde derramó un par de decenas de almejas y dos limones. Abrió los mariscos descerrajando de un solo golpe de puñal las conchas y poniendo una gota cítrica en la presa. Tras comprobar satisfecho que ésta se encogía de frescura, se la puso en la lengua a la Viuda, quien la masticó con deleite antes de tragarla.

– Obsesiones -dijo Marín-. Durante los últimos diez años he soñado con un desayuno como éste.

– ¿Con mariscos chilenos?

– Y contigo, Viuda. Te la jugaste conmigo.

– Fue mi cuerpo el que habló. Estaba confundida de dolor y placer. Sé que Dios no me perdonará esta brutalidad.

Marín indicó hacia la repisa del santo con un gesto grave.

– Has sido atenta con él. Todavía guardas esa foto del finado. En cambio, no hay rastros de mí.

– Tú no dejas fotos, Rigo; dejas llagas.

La mujer avanzó hasta el hornillo y trajo agua hervida que volcó en dos tazas de Nescafé. El hombre masticó con deleite otra almeja y apuntó a la Viuda con el puñal, como si fuera una prolongación de su índice.

– Desde que salí a la calle, los pasos me trajeron solitos hasta aquí.

– ¿Te fugaste?

– Algo por el estilo.

– ¿Cómo es eso, Rigo?

– Me dieron libertad condicional.

– ¡A ti! Toda la prensa informó de que tienes dos condenas perpetuas y cinco años y un día. No me puedes mentir a mí. Te fugaste.

– Lo hice por ti, Viuda. Nadie lo aprieta como tú cuando lo tienes dentro.

La mujer puso su mano en la mejilla sin rasurar del delincuente. Se la acarició con ternura y luego le subió el labio de arriba y se quedó mirando divertida la cavidad entre los dos dientes centrales.

– No te voy a delatar.

– Nadie en el mundo debe saber que estoy fuera. Si alguien se entera, soy hombre muerto.

– ¿Alguien te ha visto entrar aquí?

– Me vine despacito por las sombras.

– No me gustaría que la gente hociconeara que el asesino de mi marido está en mi propia casa.

– ¿Tu propia casa? Si en verdad te hubiera querido, se habría esmerado por sacarte de esta pocilga.

– Tuvo sus buenos momentos, Rigo. Pero el vino y la cesantía lo hundieron. Esta casa es del difunto, y te pido respeto. Si no te gusta, te vas.

– Me quedo callado, entonces.

Cogió las conchas vacías de los moluscos, las agitó en su puño y las hizo rodar sobre el hule como si fueran dados, en este desparramo:

– ¿Sabías sacar la suerte?

– Las conchas no sirven para eso. Te puedo leer la baraja.

– No es necesario. Siempre me sale sol de oros.

Llevó el tarro de café a su boca y lo devolvió a la mesa con un gesto de dolor.

– Me quemé la lengua, por la cresta.

La Viuda se lo sopló y le puso una vuelta de agua fría. Revolvió la infusión con una cucharilla y le hizo un gesto invitándolo a que la sorbiese. Marín obedeció sin perder de vista los espaciosos ojos negros de la mujer.

– La verdad es que me soltaron para matar a un tipo, Viuda.

– ¿A quién?

– A un pobre pájaro sin prontuario cuyo único delito aún no ha tenido lugar.

– No entiendo.

– Se trata de un chico muy lindo que el alcaide tiró en la celda de los presos rematados para que lo bautizaran. El mismo alcaide se lo montó. Ahora el muchacho está libre y el viejo está seguro de que lo va a matar.

– ¿Cómo lo sabe?

– El joven se lo dijo a todo el mundo en la cárcel y el día de la salida se lo prometió en su cara al mismo alcaíde.

– Los chicos de esa edad son fanfarrones. Lo que les falta en experiencia les sobra en labia.

– Éste, no. Éste hace lo que se propone.

– ¿Y tú?

– El alcaide me dio un mes de plazo. Está bien pensado, porque todos creen en la cárcel que estoy en la celda de castigo. Nadie podrá sospechar de mí.

– ¿Por qué aceptaste hacerlo, Rigo?

– Treinta días, treinta canas al aire. La primera contigo. Me vuelves loco, Viuda.

La mujer le puso la mano en una rodilla y subió la caricia por el muslo hasta merodear su sexo. La llama de la estufa de gas comenzó a ser dominada por la luz que se filtraba desde los bordes de la cortina de cretona.

– ¿Qué pasa si te agarran?

– El pelotón de fusilamiento.

Dijo esas palabras como conjurando una maldición y, electrizado, fue hasta la ventana y abrió algunos centímetros la cortina. Los perros seguían ahí, con sus hocicos en el polvo, esperándolo.

– Desde niño me siguen los perros. Se me acercan, me huelen y me acompañan a donde vaya.

La Viuda colocó sus manos frías en el hornillo, luego las llevó hasta sus mejillas y, frotándolas, esparció el calor. La cama estaba en desorden, tal cual había quedado cuando se levantó con prisa al oír los golpes de Marín en la puerta.

– Métase adentro, mijito. Le va a hacer bien un sueño.

– No quiero dormir, mujer. Hay que aprovechar cada minuto de esta libertad.

– La libertad de los perros -sonrió ella. Se arrojó en la cama, se puso de rodillas y con un trabajoso movimiento hizo bajar su panty hasta que sus fuertes nalgas cobrizas quedaron expuestas. Con una mano entre los muslos, desbrozó la enmarañada crin que cubría su pubis, y abriendo sus labios percibió con deleite la abundante secreción y el musculoso palpitar de su vagina.

Rigoberto Marín dejó caer los pantalones y, sin sacarse la raída chaqueta de tweed café, fue hasta la cama y abordó a la Viuda tal cual ella lo provocaba.

Se lo puso desde atrás. Exactamente como ella lo quería. A lo perro.