37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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QUINCE

Eljoven sintió que un vértigo le desordenaba las entrañas, los ojos se le hincharon de lágrimas y sangre, y aunque la garganta pugnó por soltar un grito, no había aire en sus pulmones. Las manos comenzaron a temblarle y una fiebre súbita y violenta aceleró su corazón. La furia le manchó de rojo la piel, y con un arrebato visceral logró desprenderse de Vergara Grey y acometió el cuello de Monasterio, hundiendo ambos pulgares sobre su nuez de Adán, y no dejó de presionar hasta que el hombre cayó de rodillas en una asfixia que le impidió implorar compasión.

Quiso unir a ese estrangulamiento los gritos y las palabras que bullían en su lengua, pero se encontró en una situación previa a la articulación de sonidos, tenía que matar, aunque no pudiera decir «te mataré». Era puro instinto, había retrocedido a un tiempo sin memoria ni ideas.

Vergara Grey consiguió desmontarlo de su víctima empleando la fuerza que se necesita para doblar a un caballo, y con un envión lo mandó hasta la ventana y lo arrojó a la vereda. En la calle, el joven se levantó, la sangre manando, de sus narices, el dorso de las manos rasmillado por el asfalto, y enfrentó incrédulo la mirada de Vergara Grey y su orden imperiosa de que abandonara corriendo ese lugar y se pusiera a salvo.

– Diré que yo fui -le gritó-, Dado que todo el mundo sabe que me robó mi plata, les resultará convincente y hasta elogiable que lo haya zurrado un poco. Ahora escapa, muchacho.

– ¿Adónde voy?

– Lejos, y con pasaje sólo de ida.

– ¿Es que no oyó lo que me dijo? Nunca nadie me había basureado de esa manera.

– No es razón para perder los nervios. No conviene ser tan irritable cuando se tiene un proyecto como el tuyo.

– ¿Y entonces qué hago?

– Por el momento, piérdete.

– Está bien, maestro.

El joven miró a su alrededor y pudo recién darse cuenta de que estaba rodeado por un grupo de curiosos: el chico lustrabotas, el canillita, la vendedora de flores, el viejo Santelices, que cuidaba autos. Éste levantó la vista hacia el primer piso, y luego fue a sacudirle la solapa de la chaqueta.

– ¿Se cayó, joven?

Vergara Grey se fue de la ventana hacia el interior de Ia pieza. Ángel Santiago levantó la cara, y respirando profundo, trató de tragarse la sangre que le manaba de la nariz.

– ¿Quiere que llame una ambulancia?

– No te preocupes, viejo. Desde chiquito soy delicado de las narices. Sangro con frecuencia.

– Mire que eso es una hemorragia.

– La sangre da susto, pero es nada más que humana ¿Cuánto ganas diariamente cuidando autos?

– Como ocho mil pesos diarios.

– ¿Me harías el favor de prestarme dos lucas para un taxi.

– Yo a usted no lo conozco.

– Trabajo con Vergara Grey.

– ¿Y a mí qué?

– Que esos dos mil que me pasas hoy pueden ser una fortuna mañana.

Santelíces se acomodó la gorra gris de cuidador con una suerte de insignia municipal en la visera. Después cambió de mano el paño de fieltro amarillo con el que desempolvaba los coches o les hacía señas a los automovilistas para que se estacionaran en el hueco que él presumía de haberles reservado personalmente, y hurgó en el bolsillo izquierdo de la chaqueta haciendo tintinear algunas piezas de metal.

– Tendría que ser en monedas, no más.

– Ningún problema.

– ¿No quiere que le llame una ambulancia?

– Ni loco, señor. Junto con la ambulancia aparece la patrullera.

– No le gustan los pacos, ¿no?

– Pocazo.

El joven tendió la mano ahuecándola, y el cuidador fue poniendo una a una las piezas de cien pesos hasta completar los dos mil. Al terminar, se le acercó, confidente.

– Usted no se cayó nada de la ventana, joven. Yo vi cómo Vergara Grey lo tiró del primer piso.

– Sí, siempre lo hace.

– ¿Tuvieron una pelea?

– No, hombre. Una discusión -dijo, escupiendo un cuajarón de sangre que se había movido hasta su lengua-. Una discusión fraternal.

. La ambulancia llegó, sin embargo, diez minutos más tarde, pero para atender a Monasterio. Lo llevaron a su cuarto, le inyectaron un relajante muscular y le aplicaron oxígeno durante casi media hora. En la garganta tenía unos cardenales del tamaño de una naranja, y se dejó untar por la cajera una pomada homeopática para los ardores de la piel. Vergara Grey no lo quiso dejar solo y lo acompaño en todos sus ajetreos y dolores, haciéndose cargo de la copa del muchacho. Cuando Monasterio se vio del todo restablecido, su socio le pidió que despidiera de la pieza a la amante y acercó una silla para establecer esa intimidad de, amigos que disfrutaban antes de la traición.

– Siento lo que pasó, Monasterio. Pero fuiste muy rudá, con el muchacho.

Tendido en la cama, sorbió la infusión de yerba mate y arrugó despreciativo la nariz.

– Por poco me rompe la yugular. Es un marica artero.

– No es marica. Lo bautizaron en la cárcel, y por cierto que no le gusta que se lo recuerden.

– Hombre, se lo dije con buenas palabras.

Vergara Grey estuvo un minuto acariciándose pensativo el bigote y después se alisó las sienes canosas.

– Es hora de que tú y yo hablemos, muchacho. Me debes la mitad del botín y hasta el momento no has dicho esta boca es mía.

– Lo sé, chiquillo. Sólo estaba esperando una situación más favorable. Pero si es por hablar, hablemos, pues las cosas empeoran.

– Vamos por partes. ¿Dónde está mi plata? Monasterio apartó el pocito de yerba mate y lo puso sobre el velador.

– Ten presente que tu cómplice acaba de zurrarme y que a mis años no sobreviviría a otra paliza como ésa.

– Sabes que no soy un tipo violento.

– Primero puse mi mitad en la Bolsa. El banco me dio todo tipo de garantías y la cosa pintaba bien hasta que vino la crisis asiática. Todo perdió valor. Después hubo el ataque a NewYork y el derrumbe internacional. Nuestro sueño se hizo polvo, Nico.

– Tu sueño y tu plata se hicieron polvo, Monasterio. ¿Dónde está rni dinero?

– Le hemos entregado mensualidades a Teresa Capriatti.

– Hace seis meses que no le pagan nada. Yo no te hablo de migajas, socio. Yo te hablo del millón de dólares que me corresponde.

– No era tanto. Casi novecientos mil dólares, solamente.

– Conforme. Quiero esos novecientos mil dólares.

– Bueno, para que entrara algo hubo que invertir. El local, el hotelito, soborno a los inspectores. No tenía sentido, estando tú en la cárcel, tener el capital parado.

– Usaste mi parte sin mi autorización.

– Sin tu autorización, pero en tu beneficio. Mientras tú estabas tranquilo en la penitenciaria, nosotros le pasábamos religiosamente su mesada a Teresa Capriatti.

– ¿Sabes cómo se paga lo que has hecho en el ambiente?

– Me sé el abecé de memoria. Pero tú no eres un tipo violento, Nico. Tienes fama de tener un corazón de oro y todo el mundo te admira. En cambio, a mí me desprecian hasta los lustrabotas. Soy un perfecto don nadie. Si me permites una confesión, Níco, te envidio.

Vergara Grey se apretó ambas manos entre las rodillas para impedir que éstas perfeccionaran el estrangulamiento que había iniciado el joven.

– Vamos por partes -dijo con voz pastosa-. Si el local y el hotelito se compraron con mi dinero, yo soy el dueño de ambos.

Monasterio hizo como que se acomodaba el almohadón bajo la cabeza, pero en verdad se aseguró de que la Browning 45 estuviera al alcance.

– Técnicamente, sí. Pero habría que descontar algunos costos y otros imponderables.

– ¿Cómo así?

– Los gastos de administración, el capital pasivo, 10% tragos, el amoblado.

– Conforme. Pero todo eso se va pagando con las ganancias.

– No hay ganancias, Nico. Por eso hace seis meses que no le hacemos llegar el sobre a tu esposa.

– Y si no hay ganancias, Monasterio, ¿por qué sigues con todo esto?

– No lo entenderías.

– Es mi plata, voy a tratar de entenderlo.

– Si cerrara, el personal no tendría trabajo. Hay una esantía feroz en Santiago. La cajera no sabría dónde ir.

– Tu amante.

– Las chicas del bar están aclimatadas aquí. En otras partes abusan de ellas. Después tienes el barman, los mozos, el personal del aseo, el portero, las mucamas que hacen y deshacen las camas. En fin.

– De modo que eres el buen samaritano, Monasterio.

– Sé que no soy un ángel, Nico. Pero tengo mi corazón

– Con todos, menos conmigo, cabrón. Me tienes Viviendo en un cuchitril y mi mujer y mi hijo me desprecian.

– Lo sé. Lo siento, socio. Son tiempos muy complicados en todo el mundo. Hasta en Alemania hay recesión.,

Vergara Grey fue hacia la ventana y la abrió. Esperaba encontrar una ráfaga de aire tonificante que le disipara sus confusiones, pero sólo recibió la húmeda grisura del smog invernal. Monasterio parecía un santo agónico, y sus argumentos lo habían enredado: era su dinero el que habla hecho polvo, jamás lo visitó en la cárcel, nunca fue alguno de sus recaderos con un pavo o una botella de vino para la Navidad. Y ahora el sibilino gangster quería hacer pasar sus desaciertos Y hurtos como obras de caridad social.

– ¿Qué vas a hacer, Nico?

– Estoy pensando.

– Que yo sepa, nunca has matado a nadie.

– No, hasta ahora.

– No lo harás con un viejo amigo. Te fui leal hasta que, de tanto estirarla, se rompió la cuerda.

Monasterio le echó un poco de agua hervida al mate y revolvió la yerba con la bombilla.

– Me encanta matear. Me calma los nervios, me da lucidez.

– Me alegro, vas a necesitar estar muy lúcido para lo que viene.

– Cuando joven, canté una canción publicitaria para la yerba rnate. Fue un gran éxito. ¿La oíste alguna vez?

– Jamás.

– Es que la cantaba en Radio Rivadavia de Buenos Aires. Aquí, los chilenos no descubrieron nunca el mate.

– Mate, mato, mataré -susurró lúgubre Vergara Grey. Y luego en voz alta-: ¿Cómo era la letra de la canción del mate?

– ¿En serio te gustaría oírla?

– Me encantaría.

– ¿Así, a cappella? ¿Sin guitarra ni nada?

– Dispárala así. A sangre fría.

– Lo dices con un tono como que preferirías no oírla.

– Me muero de ganas de oírla.

– Está bien. A pedido tuyo, entonces. La voy a cantar rápido, porque así sale mejor.

Toma mate y avívate, que la cosa, ché, hermano, es muy sencilla: mate dulce, mate amargo, con bombilla o sin bombilla, es la octava maravilla de la industria nacional.