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Pudo atar al caballo en un sitio eriazo que servía para estacionar camiones, y alisándose sin éxito los pliegues de su chaqueta, entró al colegio en una hora cuando los patios estaban vacíos y las pupilas llenaban las aulas.
Una mujer regordeta, de ojos anchos como una moneda de cien pesos, vino apuntándolo con el índice.
– ¿Qué hace un joven tan guapo metido en un colegio para señoritas? Con esa pinta, usted va a causar sensación aquí joven.
Ángel Santiago se miró humilde los zapatos y alzó de a poco la vista para contestar.
– Lo que pasa es que tengo un recado urgente para mi hermana.
– ¿Quién es ella?
– Victoria Ponce.
La maestra se golpeó las palmas de las manos jubilosa y tomándolo del codo lo condujo detrás de la palmera centenaria.
– Conozco a esa alumna al revés y al derecho.
– ¿Quién es usted?
– Su profesora de dibujo.
– Claro que sí. Ella la estima mucho a usted. Gracias a su ayuda no la expulsaron del colegio.
– Aporté mi grano de arena. Pero lo decisivo para salvarse es que ella cambió. Le dieron ganas de vivir.
– Más bien de bailar. Ella tiene la ambición de ser una artista.
– Todas las chiquitas de su edad tienen los mismos pajaritos en la cabeza.
– Ella, no. jamás iría a dejarse manosear a esos shows,: para aficionados de la tele.
La maestra vio que el chico no dejaba de aplancharse las solapas mientras hablaban, y contribuyó a ordenarlo poniéndole la parte izquierda del cuello de la camisa sobre el jersey verde.
– Victoria no tiene ningún hermano. ¿Quién es usted entonces?
– Soy un amigo. Casi como un hermano.
– ¿Su novio?
Las enormes pestañas de la señora se abanicaron cómplices.
– Bueno… «Novio» es una palabra tan formal.
– ¿Amante?
El joven bajó la cabeza de un golpe, corno si lo hubieran decapitado.
– ¡Tan guapo y tan tímido! Se puso color fucsia.
– Ése es un color que sólo una profesora de dibujo puede inventar. Me dio plancha lo que me dijo.
– Pero no es ninguna razón para ponerse carmesí. Puede lavarse la cara en el agua de la fuente. Le recomiendo que espere a Victoria en la calle. Yo le daré el recado.
– Gracias, maestra.
– Dígame una cosa, joven. ¿Usted la ama?
– ¿Cómo?
– Como se ama en las películas. Como Tom Cruise ama a Nicole Kidman en Eyes wide shut.
– Creo que los dos somos demasiado pobres para amarnos asi.
– ¿Usan algo?
– ,Perdón, maestra?
– Para protegerse. Cuando se meten a la cama…
– ¿Cómo?
Se explico
– ¿Lo hace con sombrero?
– ¿Con condón dice usted?
– Usted lo ha dicho. Yo nunca digo palabras tan francas.
– Creo que somos demasiado pobres también para eso.
La profesora extrajo de su bolsón un paquete de preservativos marca Éxtasis, con la imagen de una odalisca desnuda en un harem, y se lo puso en una mano, que procedió a cerrarle hasta convertirla en un puño.
– Soy católica. Pero imagínese a su Victoria bailando con un globito en el vientre. Sería el fin de todas sus ilusiones. Supongo que la querrá un poquito y no le hará ese daño.
– Se lo prometo, maestra.
– Es una chica sensible, pero lamentablemente triste. Su pintor favorito es Edward Hopper. ¿Lo ubica?
– No, maestra. Soy malazo para el dibujo.
– Bueno, Hopper… Guárdese eso en el bolsillo, que me pone nerviosa.
Condujo al joven hacia el portón y desde allí lo fue empujando suave hasta la calle.
– Hopper es un artista triste. Si pinta una casa, es la casa más solitaria del mundo. Si dibuja una acomodadora de cine dentro de un teatro lleno, esa acomodadora es la mujer más abandonada del mundo. Es decir, desparrama melancolía con ventilador.
Las campanas del recreo repicaron, y junto con ellas, los gritos de júbilo de las alumnas, que se desbordaban sobre los Pasillos y el patio. Ángel se frotó la nariz helada y se encontró con un sorpresivo discurso en la punta de los labios.
– Pero que a uno le gusten las cosas tristes no significa que uno sea triste. Por ejemplo, Victoria está haciendo una coreografía con un poema de Gabriela Mistral: «Del nicho helado donde los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada.» Es triste, pero cuando ella baila lo hace con una sonrisa.
La maestra de dibujo acomodó las gafas sobre el tabique de la nariz, bajándolas, para mirar sin intermediario dentro de los ojos del joven.
– ¿Sabe usted cómo termina ese poema de la Mistral?
– Ni idea, maestra, soy malazo para castellano.
– «Porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna bajará a disputarme tu puñado de huesos.» ¿Sabe cómo murió el padre de Victoria?
– Algo. Ella me ha hablado más de su madre.
– Victoria es una chica muy triste. Y muy frágil. Cualquier cosa puede quebrarla. Si usted no la puede proteger, apártese de ella.
Pasaron algunos minutos antes de que la chica saliera a la calle acompañada de un maestro que le contaba concentradamente algo. Cuando se separaron en la esquina, él la abordó:
– No conseguí dinero para tus clases de ballet, Victoria. Lo siento.
– Está bien. Hablaré con la maestra. Quizás me dé un nuevo plazo.
– ¿Cómo le pagabas los meses anteriores?
– Antes tenía ahorros. ¿Por qué viniste?
En medio del tráfico de la avenida, Ángel Santiago quedó atónito. Esa pregunta lo dejaba más expuesto que nunca a los ruidos y emanaciones de los tubos de escape, a los pitidos de los guardias del tráfico, a los pregones de los vendedores, a los grupos de estudiantes que pasaron junto a ellos entonando una canción de moda en inglés, a la molesta llovizna que le manchaba el rostro. Podía ser la pregunta más inocente del mundo, pero inyectada a esa hora del día, tras lo que había vivido hoy, le reprochaba con lucidez implacable su precariedad.
Hasta ahora, el plan de Lira y su eventual alianza con Vergara Grey constituía todo un proyecto de vida. Disuelto ese horizonte en una carambola de humillaciones, no tenía más que su presencia abominablemente disponible y a todas luces prescindible para la chica: «¿Por qué viniste?»
– Iba al campo -dijo, dándose cuenta recién que estaba tratando de unir jirones significativos en su vida para apalear la tristeza-. Necesito darle largona al rucio. Un caballo que no galopa se enferma, pierde la alegría.
– Comprendo.
– Y me gustaría que me acompañaras.
– ¿Yo, ir al campo?
Victoria extendió los brazos abarcadores hacia la calle y prolongó su mirada hasta las nubes grises y los jirones de cordillera que asomaban entre ellas.
– Bueno, quiero que así como yo te vi bailando, tú vengas conmigo y me veas en el campo.
– No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra. Bailar es hacer algo, es crear. Estar en el campo… Bueno, es eso no más: estar en el campo.
La lógica de la chica le pareció demoledora. Se sintió el más torpe e insignificante de los mortales. Su postura se había ido desinflando durante el día. Si al salir de la cárcel tuvo el tranco altivo de dueño del mundo, ahora era el último de los animales del planeta. Abrazó a la muchacha compulsivamente y le dijo al oído:
– Acompáñame, Victoria. Te lo suplico.