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Hacia las tres de la tarde el color ceniciento del cielo se aclaró levemente y poco después algunas nubes se deshilacharon y por allí penetró la difusa luz del sol. Ángel Santiago interpretó como un buen augurio esa súbita claridad, que sin llegar a entibiar, al menos descongelaba el aire. Hizo que el rucio cruzara el arroyo y luego le exigió que trepara por la suave pendiente de una colina. Desde lo alto, se podía ver una alfombra de trigo y, entremedio, una carreta tirada por dos bueyes donde tres niños arrojaban el cereal.
Dejó al caballo junto a un roble y condujo de la mano a Victoria por un sendero de trigo alto que desembocaba en un bosque de pinos. Se infiltraron entre los árboles, abriéndose paso entre matorrales sobre los que zumbaban abejas e insectos, y el muchacho apuró el tranco y la presión sobre la chica con una prisa excitada. No tardaron en llegar a un punto donde el bosque se abría en un remanso de luz, para dejarle espacio a un pequeño lago donde surcaban patos y cisnes.
Condujo a Victoria hasta dos troncos que habían sido raspados y pulidos para que oficiaran de asientos. Ella se quitó el abrigo y se sentó a horcajadas sobre uno de ellos, en tanto Ángel usó el otro para apoyar la cabeza y mirar el cielo.
– ¿De quién es este terreno?
– Es una reserva natural. Pertenece al gobierno.
– Me encanta.
– Sabía que te iba a gustar. Aquí no se permite disparar a los pájaros ni agredir a ningún animal que venga a abrevar al lago. Es como Dios pensó el mundo, ¿ves?
– ¿Qué puedes saber tú de lo que Dios quiso o no quiso hacer? Nadie puede estar en la cabeza de Dios.
– ¿Y el papa
– Con todo el respeto del mundo, el papa es un hombre como todos los demás.
– Pero tiene acceso privilegiado a lo que Dios piensa.
– Dices eso porque no has estudiado filosofía.
– Explícame, entonces.
– Mira, Dios…
– Dios, sin ir más lejos -acotó Ángel, sonriendo mientras imaginaba que dos cúmulos de nubes arrastrados por la brisa competían una prueba de velocidad por el cielo.
– … iDios no puede pensar!
– ¡Te volaste, loca! Dios es todopoderoso, y si es todopoderoso puede pensar. Mejor que tú, que yo, que el papa y que Vergara Grey.
– Si Dios pensara, tendría que ser Dios y el pensamiento de Dios a la vez, y eso no puede ser porque Dios es único, eterno, infinito e indivisible. Lo único que podría hacer Dios es pensarse a sí mismo.
– ¿Para qué Dios haría semejante cuestión?
– ¡Es que tienes que ponerte en un plano más sutil, Ángel Santiago! No puedes tratar a Dios como si fuera un leñador. Dios es el concepto de Dios, y en el concepto de Dios éste es único e indivisible.
– ¿Quién dijo eso?
– Los filósofos presocráticos.
– ¿Y Cristo?
– Ahí está la trampita. Porque Dios y el hijo de Dios son la misma persona. Él sigue uno e idéntico a sí mismo aunque tenga un hijo.
– No capto, Victoria.
– Lo mejor es que te imagines que todo es Dios. Es decir, las estrellas, los vientos, los mares, las personas, las montañas, los ríos, los árboles, los animales…
– ¿El rucio es Dios?
– Si tú eres un panteísta, entonces crees que todo el universo es Dios. Si le haces daño a alguien, entonces dañas a Dios.
– Pero Dios perdona a toda la gente. Aun a los que hacen daño.
– Seguro que no. Al cabrón que degolló a mi padre no lo va a perdonan
– A mí los curas me enseñaron que la bondad de Dios es infinita.
– Cosas que dicen los curas.
Santiago saltó de su posición, se equilibró sobre el tronco caído e hizo que su mirada recogiera los detalles y la totalidad del escenario.
– Si tú tuvieras que vengarte de alguien, una persona que te hizo un gran mal…
– ¿Corno el tipo que mató a mi papi?
– No quiero que te pongas triste. Pero… ¿esperarías a que la bondad de Dios lo perdonara?
– Yo no esperaría. El problema es que yo no sé quién asesinó a mi padre.
– Fue la dictadura.
– Pero la dictadura son todos y no son nadie al mismo tiempo. Tú te subes a un micro y el que está a tu lado puede ser el asesino de tu padre.
De pronto el joven se puso tenso y prestó atención a unos ladridos de perro hacia el lado de la cordillera.
– Deben de haber detectado que entró alguien.
– ¿Vendrán hacia aquí?
– Puede ser.
– ¿Qué hacemos?
– Estás conmigo. No te harán nada. ¿Te tocan preguntas de filosofía en el examen?
– De todo. No creo que apruebe.
– Vas a aprobar. Si no, no hay Municipal. ¿Qué es la filosofía?
– En vez de dejar que las cosas sean como son, pensar en qué son las cosas. Solamente el hombre es capaz de hacer eso. Toma por ejemplo el río. El río ni siquiera sabe que es río y hace su trabajo de río.
– Fluye. Eso que viste es un arroyo. En Talca hay trernendo río: el Maule.
– ¿Y en qué piensas cuando estás a su orilla?
– En nada. Me quedo ahí no más, en la orilla.
– ¿No se te ocurre pensar qué sentido tiene que el río fluya?
– Francamente, no.
– Está claro que no eres un filósofo. Los filósofos observan el Ser, y piensan sobre el Ser, y después inventan ideas que explican por qué las cosas son como son. Heráclito, por ejemplo.
– No sé lo que es el Ser.
– Bueno, pero te tiene que haber llamado alguna vez la atención que todo sea.
– No podría ser de otra manera.
– Dices eso porque no piensas.
– No te entiendo.
– Cierra los ojos e imagínate por una vez que no hay Ser. Es decir, que no hay nada de nada.
– Puedo imaginarme que no hay nada de nada, pero si estoy pensando que no hay nada de nada, entonces yo soy, porque para pensar que no hay nada de nada alguien tiene que pensarlo.
– Bueno, eso piensan algunos filósofos. Imagínate ahora que el hombre no existiese. ¿Habría mundo?
– ¡Por supuesto que sí!
Los ladridos de los perros se aproximaron. Santiago levantó el índice y señaló a dos luces que revoloteaban sobre el agua.
– ¿Para quién.
– Para todas las cosas que son. Aunque no existieran hombres, habría río y mar y nubes y cielo y caballos y pájaros.
– Pero las cosas son sólo lo que son. Son en sí mismas. No saben que son. Sólo el hombre sabe que el Ser tiene ser. Es fantástico, ¿me comprendes?
– No, Victoria, no te comprendo. Pero si todo eso que sabes te sirve para bailar mejor, entonces me parece fantástico.
Tres perros llegaron a gran velocidad haciendo crujir las hojas caídas de los árboles y se detuvieron ante la pareja. Simultáneamente dejaron de ladrar y olfatearon los pies de los invasores. Uno de ellos era un labrador de tono café y miró largamente a Victoria. Los otros movieron las colas e indiferentes fueron a beber agua del lago.
El muchacho quebró una rama de un árbol y se puso a partirla en trocitos. Desde la cordillera soplaba ahora un viento frío, y las nubes se habían hecho más compactas, impidiendo el paso de la luz solar.
– Quisiera hacerte una pregunta, Victoria.
La chica se levantó y con un temblor puso la hebilla bien apretada en el cierre del abrigo. Los perros se tiraron sobre la hojarasca con la piel salpicada de hierbas del monte y del musgo vecino al lago.
– ¿Materia del examen?
– Esta vez, no. Tú me has dicho que no te conozco bien.
– Así es. Pero ahora no voy a hablar contra mí, y menos en este lugar. Aquí estamos como en un santuario y no voy a esparcir porquerías sobre el pasto.
– Entonces, permíteme una pregunta que es más sobre mí que sobre tí.
– Dime.
– ¿Qué somos nosotros?
Victoria explotó en una alegre risa, lo tomó con fuerza de la cintura, lo derribó del tronco y se tendió sobre él, oliéndolo en las sienes.
– ¿Es una pregunta de filosofía en el sentido de qué somos en el Ser? Por ejemplo, ¿manifestaciones del Ser? ¿Apariencias del Ser?
El muchacho se abstuvo de entrar en ese juego. Bajo sus espaldas sentía la humedad de la tierra a punto de convertirse en barro, la elemental suavidad de la yerba, el áspero roce de las piedrecíllas, el tránsito de las hormigas portando briznas de hierba hacia su guarida. En la altura, por los espacios que se abrían entre el cabello de Victoria sobre su frente, vio el cielo bajo y aplastante de invierno que de pronto urgía a su corazón a buscar un refugio. No una choza, ni una caverna entre los riscos de los montes, sino más bien una tregua. Se imaginó a su madre vestida con traje sastre y un sombrero de fieltro, despidiéndose de él en el puerto de Valparaíso. ¿Al irse, había decidido ya no volver? ¿Tanto despreciaba a su padre que le era indiferente dejar en sus manos a su único hijo? ¿0 en algún momento desde alguna tierra oriental, como en un cuento de hadas, ella vendría a buscarlo y a darle un refugio?
Un refugio en ella.
– Ya no estoy bromeando, Victoria. ¿Qué somos nosotros? ¿Es decir, qué relación tenemos? ¿Somos…?
– … ¿novios?
– Te hablo en serio. Eso de los novios es de un bolero de Manzanero.
– No tengo nada contra Manzanero.
– Por favor, no te escapes.
– ¿Sabes que por su gran corazón y pequeño tamaño a Manzanero lo llaman «El Napoleón del Bolero»?
El joven la apartó, fue corriendo hasta el sauce, se colgó del ramaje que caía en cascada e intentó columpiarse. Luego bajó a tierra de un brinco y silbó hacia lo alto de la colina, donde se apacentaba el rucio. El caballo levantó las orejas y, manso, inició el descenso hacia el lago.
– Me extraña tu actitud, flaca.
– ¿Qué tiene de rara? Me pediste que viniera contigo y vine. ¿No estás contento?
– De estar contento, lo estoy.
– ¿Y entonces?
– Que estoy contento de otra manera que cuando venía solo aquí. Yo siempre sentía que me bastaba estar a orillas del lago, entre los otros pájaros, respirar y exhalar, y eso era todo. Yo estaba completo. En cambio, ahora estoy contento, pero me duele estar contento.
La chica quiso entenderlo, sin embargo, el creciente frío la llevó a frotarse con las manos las orejas y no hizo ningún comentario.
Se sintió hondamente culpable cuando miró el reloj, calculando si aún tendrían tiempo para llegar a las clases de ballet y, aún más, si durante el trayecto podría desarrollar una estrategia que le permitiera entrar al estudio sin haber pagado los honorarios de la maestra.
– ¿Qué relación existe entre nosotros, Victoria?
La muchacha se sobó fuertemente la nariz, clavó sus ojos en las pupilas del joven, y luego dijo con volumen seguro:
– Tú y yo estamos juntos.