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Dos motivos condujeron a Vergara Grey hacia la cárcel. Primero, ver al alcaide Huerta, y tras el intercambio de efusiones, pedirle un par de favores. Necesitaba con urgencia -no, con desesperación- un cheque en buenas condiciones para sobrevivir hasta fin de mes.
La reinserción a la vida civil había resultado más difícil de lo que suponían. Monasterio estaba patinando sobre la ruina y difícilmente podría echar mano a su parte del mítico botín, a menos que la economía mundial repuntara. Algunos pesos le aliviarían la situación a Teresa Capriatti e hijo -«le hablo de cosas tan elementales como las cuentas de luz, teléfono, agua y gas»-, porque él mismo no tenía otras necesidades excepto sus paquetes de tabaco y un poco de tintura para el gris de los bigotes.
La segunda petición era más extraña, y se la iba a describir con pelos y señales, como corresponde a viejos amigos que han luchado en distintos frentes. «Situación que afina los sentimientos de afecto y los profundiza -dijo Huerta-. Uno respeta más la lealtad en el rival que entre los lobos de su misma jauría.»
¿Podría Huerta, a través de su red penitenciaria, averiguar si el reo Rigoberto Marín seguía en prisión cumpliendo una perpetua? ¿0 acaso había logrado fugarse sin que se informara de tal desastre a la prensa para que no rodara la cabeza del alcaide Santoro?¿Lo había beneficiado quizás alguna delirante amnistía populista del nuevo ministro de justicia, tal cual lo había hecho recientemente el alcaide de Chicago con los reos que estaban en el corredor de’,` la muerte, listos para ser electrocutados? ¿0 estaba pasando algo raro, muy raro?
El señor Huerta no tuvo el menor inconveniente en deslizar su antigua Parker sobre un cheque del Banco Santander, y le alcanzó el documento a Vergara Grey con sobriedad y sin recriminaciones. Fue el mismo beneficiado quien dijo con más convicción que la que realmente sentía que dentro de un mes tendría esa suma de vuelta, puga estaba muy al tanto de los sueldos de los funcionarios públicos, y sabía valorar el sacrificio. Elegante, Huerta hizo como si no hubiera oído el comentario y se interesó vivaz en el otro tema.
Las posibilidades eran atacar frontalmente o mover delincuentes conocidos dentro de la penitenciaría. No tenía muchos palos blancos en esa zona, pues su cárcel era para profesionales distinguidos -«como tú, Nico»- y no para asesinos sanguinarios y presos rematados. Una llamada dé alcaide a alcaide sería la vía más directa, pero al mismo tiempo, si había algo raro, y por qué no habría de haber ese jabonoso, ambiguo, promiscuo Santiago del Nuevo Extrerno algo muy raro, se podría estar alertando al rnismísimo Santoro de que se sospechaba de alguna irregularidad administrativa en sus dominios, y eso podría acarrear algún peligro a su contorno familiar: el mismo Vergara Grey -«que te obligaran a hacer algo que no harías voluntariamente, por ejemplo»-, a Teresa Capriatti, o a Pedro Pablo Vergara Grey. Y «Pedro Pablo Capriatti -corrigió con una sonrisa dolida el padre-. En homenaje a mi, el hijo de puta se cambió el apellido-»
«Seguiremos la vía más discreta», siempre palmoteando en el hombro a su ex convicto favorito.
Vergara Grey llevó el cheque en la calle y lo estuvo observando un rato con mayor detención. La elegancia de Huerta era escrupulosa. Había tenido el tacto de no hacer el cheque nominativo para evitarle el bochorno de que el cajero le pidiera su carnet de identidad, gritara asombrado su nombre frente a la cola de clientes, y luego lo traspasara a los sabuesos del banco, que examinarían con lupa el documento antes de pagárselo una hora después.
Mientras se acercaba a la calle de las Cantinas, se detuvo a conversar con un viejo periodista que le conocía el currículum y quien intentó, sin demasiada insistencia, improvisar una nota sobre éxitos del pasado y futuros proyectos. Vergara Grey se le sinceró. Estuvo contándole un rato la quinta parte de sus sinsabores, que incluía el empeño fracasado por reconquistar a Teresa Capriattí, con la seguridad de que ese veterano león de la linotipia no colocaría al día siguiente el titular «Gangster Vergara Grey muere de amor». Ya sorteado ese peligro, el instinto lo avisó de que en la esquina del hotel lo acechaba otro. Con una mano como visera sobre los ojos, aguardaba su venida el joven Ángel Santiago.
– No tenemos nada que hablar -le dijo, antes de que el muchacho comenzara a enredarlo.
– ¡Oh, sí que tenemos que hablar, profesor!
– En cualquier sociedad civilizada, incluso la chílena, quien decide sí hay diálogo o no es la persona mayor. Ya los araucanos les hacían caso a sus caciques. Y entre tú y yo existe una desventaja a mi favor de cuarenta años.
– Está bien -concedió Ángel, corriendo a su lado-. No lo voy a fastidiar contándole por qué estoy demolido, emocionalmente. Lo único que quiero es que me devuelva las chaquetas de jeans de la Schendler.
– Con mucho gusto. Todo lo que sea sacarme de encima el cuerpo del delito y sobre todo tu presencia por tiempo indefinido e infinito lo hago con el mayor agrado.
– Gracias, maestro.
– Entremos en silencio para que no te vea Monasterio. Aunque te confieso que no me disgustaría verte difuntar, no me da ningún placer darle un alegrón a ese bandido estafador.
– ¿Por qué no lo mata simplemente?
– Por simple aritmética, chiquillo. ¿Cuántos años de cárcel me cuesta la alegría del minuto en que lo estrangule? ¿Y para qué? Antes, mientras cumplía mi condena, tenía al menos la esperanza de reencontrarme con mi capital, y mi familia. Después de matar a Monasterio, la única entretención que tendría en chirona sería marcar los días del calendario hasta mi propia muerte.
– P’tas que es pesimista, maestro. No se entusiasma con nada de lo que le propongo.
El hombre abrió la puerta de su habitación y le indicó al chico que no tomara asiento. El armario crujió al sacar los chaquetones de jeans que puso sobre la cama.
– Sírvete.
Ángel los tomó, los ubicó bajo el brazo y comenzó a escarbar el basurero con la mano.
– ¿Qué haces, chancho?
– Busco las credenciales.
– No vas a encontrarlas. Aquí retiran todos los días la basura.
El joven siguió escarbando, lanzando una risotada histriónica.
– Lo dudo. Aquí está «El Mercado» del domingo. Y aquí mis credenciales.
Las limpió sobre la pechera de la camisa y después las introdujo en los pantalones.
– ¿Qué vas a hacer con ellas?
– Mire, don Nico. Si me hace una pregunta, entonces establecemos un diálogo, y usted me dijo que no quería diálogo.
– Déjate de esa retórica pedante y dime de una vez qué vas a hacer con ellas.
El muchacho alzó la vista y con un mohín grave dijo, rotundo:
– El Golpe.
– ¿Con quién?
– Solo.
– Entonces para qué quieres las dos chaquetas.
– Una de repuesto.
El hombre empujó con un pie la puerta del armario y éste volvió a chillar en forma destemplada antes de cerrarse.
– Sabes muy bien que el trabajo no se puede hacer solo.
– ¿Y qué quiere que haga si usted se niega a colaborar? Lira se lo manda en cuna de oro y usted lo rechaza de puro soberbio.
– Te dije que es un plan genial. Lo rechazo porque no hay plan por genial que sea que no te lleve a la cárcel.
– ¡Mire, don! Yo sé que usted es «Manos de Seda». Nunca ha cargado revólver y nunca ha matado a ningún cristiano. Pero yo me la voy a jugar con todo. Si hubiera cualquier tropiezo en algún momento, guardo una bala para mí y otra para usted. Nos ahorramos la prisión y las bestias de los presos. ¿Qué le parece?
– ¿En serio serías capaz de dispararme en caso de que estuviéramos en apuro?
– Así, en frío, no, porque a usted lo quiero y lo admiró. Pero si usted me lo pide, estoy dispuesto. En la cárcel leí un libro donde un amigo le decía al otro: «Siempre es bueno tener a alguien que llegado el momento te mate.»
– Pensé que de los libros sólo te interesaban los forres de papel de matemáticas.
– No crea, maestro. Últimamente me he educado una barbaridad. Es por el examen de Victoria. ¿Usted sabe algo del Ser?
– No tengo idea del Ser.
– ¿Ve? Lo contrario de la Nada.
– Ya veo.
– Hágame la pregunta clave.
– ¿Cuál?
– ¿La Nada es?
– No, pues cómo va ser la Nada. La Nada es el No Ser.
– Pero si hay nada, la nada es y tiene Ser.
Vergara Grey fue hasta el lavatorio y se mojó la frente. Sintió que ese muchacho podía afiebrarlo en cosa de minutos.
– Toma tu chaqueta y te vas.
– Está bien. Tomo las chaquetas y me voy.
– ¿Quién usará la otra?
– No le puedo decir.
– ¿No me tienes confianza?
– Toda la confianza del mundo. Pero no sé qué sentirá mi socio respecto a usted.
– Ángel Santiago, conozco a todos los veteranos del ambiente. Dame su nombre sólo para evaluarlo y ver si con él tu Golpe podría tener la más mínima probabilidad de éxito.
– Está bien. Se llama Toño Lucena.
– ¿Toño Lucena?
– Sí, señor.
– Tiene nombre de cantante español. En mi juventud había un tal Pepe Lucena que actuaba en el Goyescas y que hizo muy popular en Chile el terna Castillito en la arena, que el viento se lo llevó.
– Correcto, maestro. Este Lucena es español, pero no canta. Es un profesional de la ganzúa. Aunque tiene el oído de un músico para escuchar las melodías de las claves en las cajas fuertes.
– ¡Mientras no sea el oído de Beethoven!
– ¡Está celoso, profesor Vergara Grey!
– No estoy celoso, pendejo.
– ¡Pero si su cara está completamente fucsia!
– ¿Fucsia? ¿De dónde sacaste ese adjetivo?
– De una profesora de dibujo.
El hombre se refregó los párpados como si quisiera borrarse una pesadilla. Tenía razón el impertinente jovenzuelo. Su cara no sólo estaría fucsia, sino que su corazón le latía sin ritmo. Necesitaba aire.
– Acompáñame.
– ¿Dónde vamos, maestro?
– A cobrar un cheque.
– ¿Un cañonazo?
– No, hijo mío. Apenas un guatapique para ir tirando.