37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

VEINTIUNO

A la salida del banco, el hombre invitó al muchacho a una fuente de soda. Pidieron sándwiches de jamón con palta, té con leche y dos paquetes de cigarrillos. Cuando llegaron, Vergara Grey puso uno en el bolsillo de Ángel Santiago, quien lo aceptó con una sonrisa. Tras probar el primer sorbo, el maestro se echó atrás en la silla, y limpiándose las manos con la servilleta como si fuera un juez que se pone la toga, le habló:

– Me dijiste hace un rato que estabas demolido emocionalmente y te he visto sin embargo dispuesto a comerte el imperio de Canteros. Una conducta contradictoria, cuando no esquizofrénica.

Educadamente, el joven puso fin al trozo de sándwich que masticaba y se pasó la mano por la boca, apartando las migas.

– Ni tanto. Yo me las arreglo, profesor. Si ando bajoneado, me doy una vuelta al campo y ahí, entremedio de los pajaritos, se me vuelan los problemas. ¿Le conté que soy panteísta?

– No me lo habías contado, ni tengo idea de qué es eso.

– Yo, tampoco, pero la Victoria me explicó. Yo creo que Dios está en el mundo.

– No en la azotea.

– Exactamente.

– Nada. Me gusta creer eso.

– ¿Y qué ocasiona entonces la «demolición emocional»?

– ¿Se acuerda de la chica que traje a su pieza?

– ¡Cómo no! Miss Epidermis.

– Ella misma. Bueno, la Victoria es bailarina. Estudia por las noches danza en una academia en Manuel Montt, Y, anoche la maestra no la dejó entrar al estudio porque no había pagado los tres últimos meses.

– ¡Qué bruta!

– No es una mala mujer. Lo que pasa es que a mucha gente no le va bien hoy en Santiago. Esa profesora anoche no tenía luz porque le habían cortado la electricidad. Por lo mismo, ni una gota de calefacción. Las alumnas bailan con la música de un piano o de una radio portátil de baterías. Cuando se agoten, la vieja va a tener que silbarles, las composiciones.

– ¿Qué hicieron, entonces?

– La acompañé a la casa de la mamá para que pudiera dormir tranquila. Hoy tiene que dar un examen total de todos los ramos para ver si la dejan seguir en el colegio. Al separarnos me dijo: «Estoy demolida emocionalmente.»

– Lo mismo que me dijiste a mí.

– Es que estamos juntos.

– Comprendo.

– Dentro de un par de horas se reúne con la comisión,

– Deberías estar ahora cerca de ella, y no chateandó con un viejo aburrido.

– Con usted me entretengo la mar, profesor. Es que a todos nos conviene que usted se anime al Golpe. A usted mismo, a mí, a Victoria, e indirectamente a su esposa y a su hijo.

– No los metas a ellos en esto.

– Lo que nosotros planeamos es un acto de justicia.

Nos han robado todo lo que teníamos y sólo aspiramos a tener una mínima parte de lo que nos pertenece.

– Mira, bambino. Yo leí Robin Hood cuando tenía doce años. Los cuentos de hadas me aburren a los sesenta.

– ¿Por qué cuento de hadas? -se excitó Ángel Santiago, encendiéndole un cigarrillo al hombre-. Usted sabe que el plan del Enano Lira es tan real como esta mesa. Su diagnóstico fue que era «genial.».

– Para cualquier otro pero no para mí. Para tu cantante de bulerías, por ejemplo.

– No hay cantante ni perro muerto, profesor. Lo dije no más para picarle la guía.

– Pues con eso no has tenido éxito. Lo que tú necesitas, chico, es un trabajo común y corriente que te permita ayudar a la colegiala y alimentar tu espiritualidad panteísta.

El joven se agarró la cabeza simulando desesperación y revolvió luego frenético el azúcar en su té.

– Los índices de paro son pavorosos. ¿Dónde voy a conseguir un trabajo?

– En una oficina del gobierno para cesantes.

– ¿Esos trabajos para idiotas donde los tienes barriendo las hojas otoñales en las cunetas y les pagan quinientos pesos por día?

– No te hablo del plan de empleo mínimo. Tú puedes conseguir a tu nivel. Por algo tuviste educación secundaria.

– Sí, pero no me sirvió de nada.

– ¿Por qué?

– Porque tuve la mala idea de robarme un caballo azabache cuyo dueño era un fascista, quien pidió para mí una condena de cinco años, y el juez rural, que era su hermano, se la concedió.

– ¿Eso fue todo?

– Le parece poco.

Vergara Grey no pudo reprimir el gesto que le nacía. Adelantó la mano y con ternura acarició el cabello del muchacho.

– ¡Pero, hijo! Si ése es todo tu prontuario, ante la sociedad estás limpio y puro como una virgen. ¡Te conseguirás un trabajo de puta madre!

– Lo dudo.

Levantándose del asiento, el hombre le indicó que se pusiera la chaqueta y abandonaron el pasaje Fernández Concha hacia la plaza de Annas. Allí contrataron a un fotógrafo con cámara de caballete vestido con un delantal blanco, que pudo haber sido pulcro y almidonado hacía una década, para que les hiciera’un retrato. Detrás estaba la estatua del conquistador Pedro de Valdivia, y al frente, en diagonal, por edilicio decreto de la Ilustre Municipalidad de Santiago, se había instalado el equilibrio histórico: el valiente indio Caupolicán representaba la otra parte de la sangre chilena.

Las fotos salieron correctas. Vergara Grey pagó dos mil por cada una y mientras se alejaban en dirección a la estación Mapocho, filtrándose entre cúmulos de cesantes peruanos que intentaban vender medallitas o chalecos de alpaca, las fueron agitando para secarlas. Al llegar a General Mackenna, el hombre detuvo al joven frente a una oficina del Servicio Laboral.

– Entras aquí y te aseguro que cuando salgas tendrás un trabajo como cualquier ciudadano honorable.

– ¿No quiere entrar usted también?

– Francamente, no creo que a los sesenta años pueda empezar de junior en una oficina. ¡Pero tú!

– ¡Yo! ¿Yo, junior? Prefiero la cárcel, Vergara Grey.

El hombre le alcanzó su encendedor y le propuso que se peinara el cabello con los dedos.

– Ofrécele al funcionario que te hará la encuesta un cigarrillo. Si te lo acepta, enciéndeselo rápido, con decisión. Siéntate derechito y altivo en la silla. Muestra voluntad, ganas, alegría. A todos les gusta ayudar a un joven bien dispuesto y tan buen mozo.

– No me gusta que me digan buen mozo.

– Lo siento, pero en este caso ese defecto puede beneficiarte. ¿Qué me dirías de un trabajito como sobrecargo en un avión?

Vergara Grey se puso una mano de visera sobre las cejas y simuló estar mirando un paisaje desde la altura de un jet.

– ¿Sobrecargo?

– ¡Qué gran empleo para un panteísta! Imagínate tú en el cielo y abajo los mares, la cordillera, los ríos, los bosques, las selvas, los desiertos, las catedrales, los hombres y las mujeres como hormiguitas, pululando en el universo, y tú sonriendo allá en lo alto, como el dueño del mundo!

– Nunca he volado. Quiero decir en avión.

El hombre lo condujo hasta el portón de la oficina y le deseó buena suerte palmoteándolo en el hombro.

– Te espero en el café de la esquina.

El funcionario que le tendió la mano desde el otro lado de un escritorio que le recordó los pupitres de la escuela primaria apenas si tendría un par de años más que él. Se veía inmensamente más positivo que los muchachos que esperaban en la antesala. «Es justo -se dijo-, éste tiene trabajo y los otros no.»

Siguiendo el consejo del profesor, le extendió un cigarrillo y se lo encendió diligentemente. Así, al menos probaba que no estaba ya hundido en las cloacas. Tenía para fumar, y al encendedor no le faltaba bencina. Eso, sostuvo, le daba un toque de distinción en ese ambiente de reventados.

Le hizo un relato escueto de su biografía, que el burócrata registró en un cuaderno fiscal de forro gris, y luego se echó hacia atrás en el respaldo, fingiendo una sonrisa simpática.

– Si me permite un primer pronóstico y diagnóstico, señor Santiago, sus antecedentes, perdone la franqueza, no resultan nada promisorios.

– ¿Por qué, señor? Mientras le contaba mi vida tenía la sensación de que no estaba tan mal.

El funcionario comenzó a sacarle punta al lápiz Faber con una Gillette. El joven pudo suponer que ese mismo acto lo había repetido con los otros postulantes. Gran parte de la mesa, y del piso sin alfombra, estaba cubierto por las virutas de madera,

– Es que en su vida hay mucho más en el «debe» que en el «haber». Además, de sus veinte años, casi tres los ha pasado en la cárcel.

– Tuve mala suerte. Cometí una chambonada infantil y me encontré con un juez severo. Pero aparte de eso, tengo educación secundaria y notas pasables. De no haber caído en desgracia, hubiera entrado a la universidad.

– ¿Con qué plata?

– Ése era el problema. Como no tenía plata, me robé un caballo.

– ¿Para venderlo?

– No, para galopar no más.

– Cualquier eventual empleador que mire este proyecto de currículum verá que, desde que salió del liceo, usted no le ha trabajado un peso a nadie.

– No lo necesitaba. Pero ahora tengo urgencia por trabajar.

– ¿Por qué?

– Quiero casarme.

– Tenemos en este país cientos de miles de cesantes, algunos de ellos con formación técnica o universitaria terminada. ¡Con títulos universitarios y experiencia laboral! Con lo que usted muestra, sólo podrían ofrecerle vender barquillos en un buque manicero.

– Barquillos, maní tostado, maní confitado.

– Con un pequeño capital se compra un carrito, un hornillo para mantener el maní caliente, y aprovecha el invierno en Bellavista. El domingo es un día especialmente bueno, porque los padres suben por Pío Nono para llevar a sus niños al zoológico.

– En verdad preferiría vender maní en la calle a tener una pega como la suya, donde tiene que aplastar a gente que ya está reventada.

– Yo hago este trabajo con gran espíritu de servicio público.

– Ayúdeme, entonces. Tengo varias habilidades y, francamente, mis ambiciones son más altas que manejar un buquecíto manícero.

– Pero esas ambiciones hay que mantenerlas dentro de la legalidad. Una temporada en la cárcel, como la que usted tuvo, en el ámbito laboral equivale a un harakiri.

– ¿No me puede ofrecer alguna otra cosita? ¿jardinero, limpieza en alguna oficina, electricista?

– No tengo nada de nada. Me puedo dar vueltas los bolsillos y no hay nada.

– ¿Y para qué existe su trabajo, entonces?

– Estamos a la espera de que la economía mundial mejore. Entonces habrá más oferta de trabajo. Pero hay crisis en Alemania, en Asia, en Estados Unidos. Chile hace bien las tareas, pero si los otros países no crecen, ¿qué podemos hacer?

– ¿Entonces usted no puede hacer nada por mí?

– Lo único que se me ocurre es darle un certificado que acredite que estuvo aquí y que no le pudimos ofrecer nada.

– ¿Y para qué me sirve un certificado así?

– En el fondo, para nada. Pero puede comprobar ante, cualquier persona que se esforzó en conseguir algo. Hay gente que valora cuando un joven es voluntarioso.

– Démelo, entonces.

– Con mucho gusto. Yo conozco algunos jóvenes de su edad que cantan en el metro y piden limosna y muestran el certificado. Eso les ablanda el corazón a los pasajeros.

– ¿Limosna, dice usted?

– No es lo óptimo, pero la necesidad obliga.

El funcionario rellenó el formulario con partes ya rutinariamente impresas, y luego estampó dos timbres de tinta con optimista energía.

– Le deseo buena suerte, señor Santiago.

– Se lo agradezco.

– ¿Qué piensa hacer con el certificado?

– Lo que usted me dijo, caballero. Nada.

El joven se puso de pie, barrió con una mano algo de la viruta sobre el escritorio y la depositó sobre la cuenca de la mano izquierda.

– No se ha inventado nada más grande que el lápiz Faber número dos. ¿No es cierto, señor?

– Es el que recomiendan en los colegios.

– Si uno le afila bien la punta, puede lograr una caligrafía muy elegante. ¿Veo que usted no usa sacapuntas?

– Gillette, no más.

– ¿Y por qué?

– Cumple dos funciones: afila la punta al lápiz y calma los nervios.