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Fecha de la primera guerra púnica, ¿cuándo invadió Aníbal la península Ibérica tras cruzar los Alpes?, ¿en qué año murió Julio César?, ¿en qué se diferencia un gobierno aristocrático de uno oligárquico?, ¿qué nombre reciben los hidrocarburos saturados?, ¿cómo se llama la cetona cuya fórmula es CH3-CO-CH3?, ¿quién tradujo la Biblia al alemán?, ¿nombre tres novelas de Blasco Ibáñez?, ¿quién fue la madre del emperador Carlos V?, ¿quién elaboró la máxima «la imaginación no sabría inventar tantas y tan diversas contradicciones como existen naturalmente en el corazón de cada uno»?, ¿qué es, según Husserl, la epogéfenomenológica?, ¿quién dijo «Zamora no se ganó en una hora»?, ¿con qué producto químico se fabricó en 1948 el primer transistor?, ¿en qué año se firmó el alto al fuego que dividió a las dos Coreas en forma permanente?, cómo se llamaba la sacerdotisa de Apolo que daba los oráculos en el templo de Delfos, qué nombre se adjudica a las plantas de una de las dos clases de fánerógamas que tienen un solo cotiledón en la semilla, qué relación existe entre Gandhi y la masacre de Aniristar, «Estoy seguro de que él es culpable», ¿es un enunciado dir1ctivo, asertivo, declarativo, compromisorio, o expresivo?; analice la siguiente situación comunicativa y marque la opción correcta: «Un destacado periodista entrevista al futbolista del año y lo compara con grandes jugadores de todos los tiempos como Pelé o Maradona.» ¿Quién (es) cumple (n) el (los) rol (es) de emisor y receptor: a) El periodista es el emisor, y el futbolista, el receptor; b) el fútbol es el emisor, y el periodista, el receptor; c) futbolista y periodista intercambian los roles de emisor y receptor; d) periodista, Pelé y Maradona son los emisores y el futbolista es el receptor; e) ninguna de las anteriores. ¿Qué tienen en común el egipcio Anwar el Sadat y el israelí Menajem guin? ¿a qué región se llama el Cuerno de África?, ¿cómo se designan a las unidades básicas cuando las partículas subatómicas absorben o liberan energía?, ¿de qué animal extraía la insulina?, ¿cómo se conoce el efecto que se produce cuando aumenta el dióxido de carbono en la atmósfera?, ¿qué novela comienza con la frase «¿Encontraría a la Maga?», ¿qué es un megaterio?, ¿cómo se designa la inflamación de la membrana mucosa que tapiza interiormente la uretra?.
Las preguntas y sus eventuales respuestas eran piedras, bajo la almohada de Victoria Ponce. En los párpados se clavaban como verdaderas astillas de metal los recuerdos de la humillación en el estudio de la maestra de ballet. Desde -los ventanales se había quedado mirando y la lección seguía perfectamente natural sin ella. El dolor de esa prescindencia le produjo asfixia. Santiago trató de animarla: mañana conseguiría dinero, y puesto que no había mal que por bien no viniera podía concentrarse durante esas horas en el repaso de las materias. Una vez despejado el camino del colegio, ya veríamos, juntos, dijo, «la mejor manera de que llegaras a ser una artista del teatro Municipal». Se subió a.un autobús con el tubo de escape roto. Sus emanaciones se confundían con el viento helado de la noche y la venenosa fórmula le incendió las mejillas.
La madre no se sorprendió de verla llegar temprano. Tras unos Pocos minutos, le puso sobre la mesa una sopa de arvejas con trozos de tocino y se sentó a hacerle compañía quitándose su chal negro con filigranas. Cada cierto tiempo bebía de un vaso de vino tinto, y se pasaba después la punta de la lengua por los labios. Una vez desvió la vista hacia el televisor apagado y estuvo un rato mirándolo fijo, algún programa. La chica le dijo que había como si hubiera corrientes de aire frío en el autobús, y que quizás se hubiera pescado una gripe. La madre le sirvió una copa con agua de la llave y una aspirina.
En todas las habitaciones de Santiago hacía frío. Algo pasaba en la ciudad que las paredes chupaban el calor de los cuerpos y lo expulsaban hacia afuera. Los sillones recubiertos de plástico estaban gélidos, las alfombras tenían la misma temperatura que el cemento.. Sobre el sofá, Victoria acumuló los libros con las distintas materias y los fue hojeando en un intento de recuperar algún brío para aprovechar esas horas. Quiso visualizar el conjunto de la comisión que mañana la sometería a la prueba definitiva, y al lograrlo un temblor sacudió su cuerpo. Cerró los ojos y se propuso una imagen que recordaba del ballet La bayadera: su imagen se centuplicaba en una eterna fuga hacia un bosque.
Así, cien, mil veces, se veía huyendo por las calles de Santiago después del escarnio al que la había sometido la maestra. ¿Por qué se había desacostumbrado a la rudeza? ¿Un par de noches de amor con un chico experto en desatinos más un trote hacia el lago en un día de pájaros y perros habían sido suficientes para abrirle una ruta que la devolviera al entusiasmo?
Claro que Ángel Santiago fue testigo de su naufragio en la puerta del estudio de ballet y sólo atinó a mirar, suplicar a la maestra. Luego la condujo abrazada hacia el parader, no permitió que ella echase a correr en desbande, por el dolor. Con la garganta áspera, alcanzó a reprocharle entre rápidos lagrimones que no había cumplido su promesa. Dos veces le había dicho él que encontraría una solución para el tema de la deuda y el respectivo ultimátum que le había planteado la maestra. Mas a la larga sus promesas parecían haber sido consumidas por la impotencia, juntó las manos sobre su pecho en un gesto de oración que conservaba desde niña. Pero igual que las otras noches no le rezó a nadie, no pidió la ayuda divina, no invocó a un ángel de la guarda, no le dijo nada a la pequeña efigie de la Virgen María sobre el pedestal. Ángel Santiago le había gritado desde la calle, cuando el vehículo ya había partido, que mañana a primera hora iría al colegio con la plata para la maestra. ¿Lograría hacerlo o sería una fanfarronada?
Si tenía éxito, acaso esa alegría le levantara la mandí bula y pusiera un poco de color en sus pómulos antes de enfrentar a la comisión. Pero si no llegaba a tiempo, ¿con qué aliento lograría resistir la ironía del profe Berríwd de matemáticas, que no la miraba al hablarle, pues «se sentía herido en su ser docente» de tener una alumna con pretensiones de rendir la Prueba de Aptitud Académica y qué ignoraba olímpicamente las tablas de multiplicar.
La noche no transcurría. Sus oídos captaban las riñas de los gatos en los tejados, el crujir de las puertas en las casas vecinas, el lejano rugido de una moto con escape abierto trepando la calle empedrada, las sirenas de las ambulancias y las patrullas policiales.
Se tocó el plexo. Los conocimientos devorados rapazmente en los últimos días parecían haberse estancado como un alimento mal digerido en la boca del estómago. Su madre se quejaba a ratos en la habitación vecina y otras a veces se creaba un silencio espeso que era aun más inquietante que los ruidos.
Antes de que el despertador sonara logró dormir una hora, acaso dos. Los párpados le pesaban, y saltar desde la colcha chilota al hielo la hizo sentirse casi a la intemperie.
Temerosa de tentarse con el calor del lecho, avanzó hasta el baño, llenó el lavatorio, y durante un minuto hundió la cara en agua fría, conteniendo la respiración.
Calentó el agua en el hornillo de la cocina, bebió un té sin, azúcar, y al abrir el closet tuvo un pensamiento de ternura hacia la madre que le tenía planchada la blusa escolar con el cuello suavemente almidonado. Aunque le gustaba sentir el roce de esa tela sobre sus senos, optó por la formalidad de un brassiére. Quería aparecer ante la comisión disciplinada, la perfecta alumna de un colegio de monjas, como si no tuviera otra ambición que rendir esa prueba para dedicarse tras el bachillerato a buscar un trabajito de secretaria en alguna repartición ministerial.
Iba a domesticar su rebeldía de artista. Apagaría de un manotazo el incendio de sus venas que le hacía imaginar sin tregua los mejores pasos si llegara a ser la heroína del ballet La bayadera. Las viejas maestras verían en ella un espectro pálido y sumiso, resfriado y entumido, un pobre gatito regalón que pide leche tibia y algo de cariño.
Por un momento se detuvo en la puerta del colegio, tratando de calmar el escalofrío que la acometió de repente. No era el invierno rutinario que llenaba de gris Santiago, se trataba ahora de una escarcha que le subía desde los huesos. Le dolieron las articulaciones, el ceño se le había apretado y tres hendiduras le cruzaban la frente. Si las preguntas habían sido un juego infantil desnuda junto a Ángel Santiago, ahora le parecían un catálogo de jeroglíficos, indescifrables.
A las once de la mañana se convocaría el comité en la biblioteca, y por tal motivo, los maestros darían a sus alumnas hasta el mediodía. Esa tregua que sus compañeros disfrutarían chillando en los patios también la aterraba. Seguro que su grupo mas íntimo asomaría las narices en la sala del interrogatorio y serían testigos de su mudez.
Victoria no quiso asistir a las primeras horas. Nadie tomaría como una grave falta de disciplina que se sumergiera en recogimiento espiritual ante una prueba tan decisiva, en vez de entrar a la banalidad de las clases. Aunque el verdadero objetivo era esperar a Ángel Santiago. Se lo imaginó saltando desde el peldaño de una micro con un paquete de billetes en la mano liados por un elástico, corriendo a abrazarla, mientras iba haciendo piruetas balletóm que harían reír a los transeúntes.
Así le indicaría alegre y fehacientemente que le había conseguido el dinero para la maestra de baile. Entonces ella entraría calma y soberana a la biblioteca, la prueba de fuego la atravesaría sin quemarse los pies, iba a triunfar en ese examen de desatinos porque era un paso gigante para llegar algún día a las tablas del Municipal. Sus macizas tinas de terciopelo granate se abrirían y allí estaría ella bañada en la fina luz de un cenital, en una composición, alerta, aguardando que el director bajase la batuta.
Entonces, sí, la locura. En cuanto la música irrumpiera, ella iba a bailarse, y para bailarse iba a ser más que ella. Sería toda la historia de su vida hecha un cuerpo presente para servir a la música. Sin vanidad, humilde, regida de espiritualidad como santa Teresa de Jesús. El movimiento encontraría la quietud del alma, en la quietud inmóvil todo sería movimiento.
Por mucho que apuró el paso innumerables veces entre el portón del colegio y la avenida, su deseo no produjo la llegada del joven. Sentada en el banquillo del paradero, protegido por un techo plástico comprobó que los minutos roían su fe y que se había aprendido de memoria los titulares de los periódicos en el quiosco de la esquina.
A las once de la mañana, con más deseos de estar en África que en la biblioteca de su colegio en Santiago de Chile, tomó asiento frente a la comisión. La profesora de dibujo levantó el pulgar deseándole suerte, y el maestro de física le hizo la primera pregunta sobre los quantas, y Victoria respondió, le tocaron el tema de la ameba y pasó piola, le endilgaron la secreción del páncreas y cero problema, enunció el teorema de Pitágoras y lo cantó sin olvidar ni los catetos, ni el cuadrado, ni la hipotenusa, de dos pestañeadas evacuó los nombres de los hijos machos de Edipo corno Eteocles y Polinices, de un suspiro definió la partenogénesis, abrevió en una frase el pensamiento de Stephen Hawking, supo que «acacia farnesiana» es el nombre científico del aromo y que Inihotep fue el arquitecto de las pirámides de Egipto, sostuvo ante la aprobación del maestro que Anwar el Sadat y Menajem Beguin compartieron el Premio Nobel de la Paz, «Zamora no se ganó en una hora», «efectivamente, señorita, proviene de Cervantes» y el profesor de matemáticas (en vista de que todo pasando, que a réplica contra réplica la chica se defendía como gato de espaldas y que ya ganaba por puntos, que sabía que la insulina se sacaba del chancho, que Martín Lutero había traducido la Biblia al alemán) se abstuvo por el momento de ninguna pregunta y le cedió el turno a la maestra de castellano, que no la examinó sobre emisores y receptores, sino acerca de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, momento en que Victoria Ponce se iluminó porque era ése su poema favorito de la historia mundial de la literatura, incluidos los de Neruda.
Y vamos echándole con cuán presto, etc., y los ríos y mar, y el acabóse de los señoríos, y la filosofía estoica, y, todo suavecito calzándose guantes de seda, con calorcillo, desde el vientre al corazón, porque el verdadero saber abriga.
Hasta el momento en que la maestra de castellano, le pidió a Victoria Ponce que dejara de recitar las coplas de Manrique y de reflexionar sobre el sentido de la vida y la muerte, y le planteó con voz biliar y ronca que ésos eran nimiedades, detalles, pero que «vayamos a la contribución estética del poema», inquisitoria que cambió la atmósfera de la pruebe, y que según el relato de la maestra de dibujo, doña Elena Sanhueza, fue puntualmente así:
– Señorita Ponce, ¿cuántas metáforas, aliteradotes, Antonimias e hipérboles contiene el texto de Manrique? Identifique también el tipo de rimas usadas y determine la actitud! del hablante lírico: ¿es carmínica, apostrófica o enunciativo?
– No sé, señora Petzold.
– ¿No sabe ninguna de las cosas que le pregunté?
– Lamentablemente, no, profesora.
– Pero sabrá decirme si entre los versos aparece de pronto alguna imagen que sea un polisíndeton, una anáfora, alguna sinécdoque…
– No sabría decirle, maestra.
– Pero al menos podrá indicarme quién es el hablante lírico.
– El poeta.
– ¡Que cosa más graciosa! ¿Así que usted confunde tú autor de la obra con el hablante lírico, ese sistema de símbolos creado para emitir un discurso?
– Yo no confundo nada, señora Petzold. Es el hombre de carne y hueso, Jorge Manrique, quien sufre y se desangra verso a verso en las palabras que encadenan las imágenes de su obra.
– ¡Qué ingenuidad, qué ignorancia y qué soberbia!
– Señora, es Jorge Maririque mismo quien habla de la muerte de su padre don Rodrigo. ¿Se acuerda cuando dice: «Mas, como fuese martal, metiole la Muerte luego en su fragua»?
– ¿Es usted, insolente, quien me está tomando examen, yo a usted?
– Perdone, profesora.
– ¿No sabe que la calidad de un poema depende de cómo se introduzca el ritmo? Si éste es yámbico o trocaico, por ejemplo. ¿Cuántos grandes textos de nuestra lengua no deben su inmortalidad al simple hecho de ser escritos en endecasílabos?
– Lo siento, señora Petzold, pero yo llevo llorando la muerte de mi padre desde hace años y no me calma la angustia ninguna metáfora, ni ningún ritmo yámbico, ni ninguna metonimia. Cuando Jorge Manrique se entera de la muerte de su padre, abandona la corte y se encierra en un castillo, donde escribe el poema desde un profundo dolor.
– Míjita, todo eso está muy bien, ¡pero es pura copucha historiográfica Yo le pido un análisis literario.
– Perdone, profesora, pero yo no voy a hacer ninguna mierda de análisis del hablante lírico. El poema es demasiado hermoso para esa canallada.
Puesto que jamás nadie había gritado la Palabra «mierda» en la biblioteca del liceo, el sustantivo pareció amplificarse en el cuarto y quedar suspendido en el aire.
No contribuyeron a disipar el silencio que se produjo en el comité ni el rubor calcinante en la mejilla de la profesora de castellano, ni la secreta dicha con que el maestro de matemáticas se rascó la nariz, ni el bullicio de las colegialas en el patio, que tomaba la forma de un zumbido tras los cortinajes.
Hubo una pausa larga, donde todos sujetaron sus carraspeos, y en la que Victoria Ponce se secó la súbita transpiración de sus dedos en las rodillas.
– Por el momento no habría más que decir -pronunció la directora, cerrando su libreta de apuntes.
Aliviados, los miembros de la comisión se levantaron, y los más viciosos se pusieron cigarrillos en las bocas, dispuestos a prenderlos en cuanto salieran del recinto. Ése fue el momento en que la maestra de dibujo Elena Sanhueza alzó la mano.
– Pido la palabra, señora directora.
– No, profesora Sanhueza.
– Según el estatuto docente…
– No insista, Elena.
– Quisiera sólo decir…
– Diga lo que diga, no quedará en acta. La sesión ha sido suspendida.
Pese a su voluminoso cuerpo, la mujer corrió hasta la entrada y cubrió sus dos puertas crucificándose en ellas e impidiendo que la comisión saliera.
– «El colmo de la estupidez -pronunció con grave intensidad- es aprender lo que luego hay que olvidar.» No soy yo quien lo dijo, sino Erasmo de Rotterdam.
La directora fichó con desprecio los dos brazos tendidos de la mujer y dijo con voz autoritaria:
– Permiso.
– Aquí se ha sacrificado una víctima a los dioses del oscurantismo y la pedantería.
– Basta ya, profesora Sanhueza. Baje sus brazos.
La mujer obedeció abatida, y con los ojos ausentes, vio pasar a los miembros del comité por el marco de la puerta. Luego fue hacia Victoria Ponce y le alzó la cabeza, levantándola desde ambas mejillas.
– Ibas tan bien, muchacha.
La chica fue guardando lento sus papeles en la mochila y al finalizar se quedó sentada en profunda quietud. Aunque no quería mirar hacia ningún punto, su vista fue atraída por el retrato de Gabriela Mistral: el pelo corto, la nariz voluntariosa, los ojos invitando a sumergirse en ella. A su alrededor, cientos de libros en empastes lujosos de otras décadas. Y un poco más allá, el lerdo reloj de comienzos de siglo cuyo minutero se clavaría en pocos segundos en el mediodía.