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– Muchacho, las campanas de la catedral acaban de dar las doce.
– Lo siento, maestro. En la Oficina del Trabajo había muchos perros pero ninguna salchicha.
– No me interesan historias de perros. ¿Cómo te fue a ti?
– Excelente, don Nico.
Le extendió alegremente el certificado con sus ampulosos timbre. Vergara Grey lo leyó de una pestañeada y lo puso de vuelta sin humor sobre la mesa, junto a su taza de café vacía.
– Pero esto es un fracaso. No conseguiste nada.
– Nada de nada -exclamó el joven, apoyándose con desfachatez en el respaldo y rascándose dichoso la nuca.
– ¿Y qué te pone tan contento?
– ¿No capta, profesor? No nos queda otro camino que el Golpe.
El hombre le hizo señas al mozo para que fuera a cobrarse.
– Perdona que no te ofrezca un café. Desde que te fuiste he bebido cinco. Tengo la presión por las nubes.
– ¿No aprovechó para leerse la suerte en el poso? En la cárcel había un viejo árabe que lo hacía. Déjeme que le vea la suya.
Sin esperar permiso, atrajo la taza hasta su nariz, y agitándola un poco, quiso discernir alguna figura que le permitiera un argumento.
– Veo un montón de dinero en su futuro.
– Por quinta vez hoy: no cuentes conmigo, Ángel Santiago.
– Lo veo en otro país fumando un habano y paseando del brazo con una chica guapa.
El mozo le extendió la boleta y Vergara Grey le dijo que se quedara con el vuelto.
– ¿Qué más dice el poso del café, Aladino?
– Que me va a prestar treinta mil pesos -murmuró el joven con mirada humilde y sonrisa zorra.
El hombre se había puesto de pie. Asentó sobre la frente el sombrero de fieltro gris y pluma verde bajo la cinta y luego envolvió su garganta con una bufanda de cachemira negra. El chico se levantó también con un rictus sombrío.
– Hace un frío que penetra hasta el hígado. ¿No tienes un abrigo; ¿Una bufanda?
– De tener, tengo.
– Entonces, úsala, chiquillo. ¿0 quieres que te vaya a visitar a la Asistencia Pública en la sala para indigentes?
– ¿Usted haría eso por mí si cayera enfermo?
– Eres un adulto y deberías hacerte responsable de tus actos. Al invierno chileno corresponde abrigo y bufanda.
– Yo siempre con chaqueta de cuero. Invierno o verano. ¿Qué me dice del préstamo?
Ya estaban en la calle y Ángel tuvo la sensación de que Vergara Grey no sabía con qué rumbo arrendar. Se lo confirmó el hecho de que sacara un cigarrillo y, protegiendo la llama del encendedor bajo la bufanda, aspirara la primera pitada con parsimonia y profundidad.
– ¿Para qué quieres el dinero, chiquillo?
– Hay que pagarle hoy las clases de ballet a Victoria. Si esta noche la maestra vuelve a dejarla fuera, se mata o se muere.
– Debo confesarte dos cosas.
– Sí, profesor.
– Primero, que conseguirme esta platita prestada fue una paliza para mi amor propio de la cual aún no me he repuesto. Me da pavor ver que se evapora entre los dedos.
– Se la devolveré con creces.
– Segundo, que no te creo el cuento de que es para las clases de ballet.
– Es decir, no confía en mí, maestro.
– Confío en ti, pero ni a mi propio perro lo amarraría con salchichas. Me gustaría complacer a la colegiala, pero sin la mediación de intermediarios.
– ¿Es decir?
– Llévame donde ella y yo le paso directamente el dinero.
Ángel Santiago se colgó propiamente del cuello de Vergara Grey y le impuso dos efusivos besos en cada pómulo. El hombre lo apartó oteando al mismo tiempo a diestra y siniestra.
– ¡Déjeseme de andarme besando, señor! ¿Qué va a decir la gente?
– ¡Que somos padre e hijo, don Nico! -gritó el muchacho dichoso, y le estampó un beso preciso como un flechazo en la mitad de la frente.
– Vámonos de aquí, rápido -gritó Vergara Grey, cubriéndose el rubor con la bufanda, mientras echaba a caminar en dirección a la Alameda.
Su acompañante lo siguió durante cuatro o cinco cuadras de ritmo sostenido hasta que, poniéndose a la par, le dijo:
– Profesor, si al préstamo de treinta lucas le suma cinco, lo invitaría a que fuéramos en taxi.
– ¿Cuánto falta hasta el colegio?
– A pie, un par de horas; en taxi, unos quince minutos.
– Tenemos poco dinero. Hay que ser ahorrativos.
– Como en la fábula de la hormiguita y la cigarra.
– Exacto. Sólo que a nosotros ya nos llegó el invierno y no tenemos nada en la despensa.
– No lo tome tan a pecho. Imagínese que la fábula es una metáfora.
– No sé de qué me hablas.
– Me explico: el trabajo que ha hecho la hormiguita es nuestra experiencia de la vida. Hemos, por así decirlo, acumulado lo que somos. Nosotros somos nuestra propia despensa. Es cosa que abramos la puerta y aparecerán todas las maravillas del universo.
El viejo ladrón se detuvo ante un buquecito manicero y le compró al comerciante de delantal blanco dos paquetes de maní tostado. Mordió uno, escupió la cáscara y mascó con energía los tres granos sin sacarle la capita roja.
– Están calentitos. El joven molió la cascarilla entre los dedos y se puso dos granos sobre la lengua.
– ¿Qué me dice de la metáfora, profesor? ¿Captó la moraleja de la fábula?
– Todas tus historias concluyen en la misma moraleja: que tenemos que dar el Golpe del Enano Lira. Y todas mis respuestas son de una elegante monotonía: no. 0 si lo prefieres en chileno: ni cagando.
– Está bien, profesor. No quiero que se enoje conmigo, ahora que Victoria lo necesita más que nunca.
– En eso estamos. Vamos en su socorro y de paso bajamos la barriguita con esta caminata.
– Lo que me temo es que lleguemos demasiado tarde. Por su culpa no estuve en el colegio antes del examen…
– ¡Por mi culpa!
– Por su manía de mandarme a conseguir trabajo. ¿Sabe lo que me sugirió el funcionario?
– ¿Qué?
– Que me consiguiera un buquecito manicero.
– Una gran idea. Ya viste que por dos paquetes le tuve que pagar seiscientos pesos. Imagínate que vendas por parte baja veinte paquetes por hora durante ocho horas. Serían seis mil pesos diarios. Ciento ochenta mil lucas al mes, tanto como un ministro y sin peligro de que te metan en la cárcel por desfalco al Estado.
El joven se detuvo y tiró iracundo su paquete de maní a los pies del hombre. Éste evaluó de una pestañeada los sentimientos del muchacho, y con aire resignado recogió humilde el cucurucho y se lo puso en un bolsillo.
– Si esta noche consigo que alguien me invite a un whiskey, ya tengo algo para picotear.
Hizo parar el taxi, y puesto ante la alternativa de la puerta abierta del vehículo y una retirada ofendida del escenario, e ljoven optó -en nombre del amor- por subir al coche y hundirse en el asiento con la cabeza oculta entre los hombros y un mohín taimado en los labios.
– ¿Cómo crees que le habrá ido a tu calcetinera?
– Bien -bufó el muchacho-. Le tiene que haber ido bien o bien, porque no tiene otra salida en la vida.
– A tu edad se dicen cosas así tremebundas. Pero cuando no se encuentra una salida por la puerta principal, uno siempre puede hallar un resquicio.
– Usted se conforma con poco, maestro. Pero ni Victoria ni yo somos personas tan pusilánimes.
– ¿Tan qué?
– Pusilánimes.
– Por suerte no entiendo lo que significa, pero mi intuición me dicta que debería romperte la nariz de un puñetazo. ¿De dónde sabes palabras tan extravagantes?
El joven se tapó y destapó los orificios de la nariz como si la amenaza se hubiera cumplido y quisiese constatar la hemorragia. Después se detuvo en la imagen de la Virgen María que el chofer tenía colgada sobre su espejo retrovisor.
– Tuve un profesor que nos decía que los chilenos teníamos un vocabulario máximo de cien palabras. Nos hacía leer libros, y cada vez que encontrábamos una palabra que no entendíamos la escribíamos cien veces y mirábamos en el diccionario su significado.
– El viejo se olvidó de Neruda.
– Ya, va uno.
– Y la Gabriela Mistral.
– Serían dos. Y pare de contar.
– Hay locutores de fútbol que son bastante locuaces.
El otro día uno describió un gol del Colo-Colo como «lúcido».
– Debía de querer decir «lucido».
– Y cuando Herrera quedó solo a un metro del arco y no metió el gol, hasta habló en latín.
– ¿Qué dijo?
– «Herrera humanum est.»
A medida que se alejaban del centro, los barrios de Santiago volvían a ser barridos por el tiempo. Un vendaval de caseríos tristes con techos oxidados cuyos propietarios a veces pretendían alegrarlos con pintura amarilla y algunos marcos de ventana violetas. La ciudad se le hacía más íntima mientras más fea se iba poniendo. Eran sus arrabales, pero por ningún motivo su destino. Meditó si acaso, sin posar de fresco, podría pedirle otros mil pesos a Vergara Grey para llevarle pienso y zanahorias a su rucio. «Por el momento somos una familia dividida», suspiró.
En las inmediaciones del colegio, ambos recorrieron las cafeterías, los paraderos de buses, los almacenes y hasta el minimarket. Sin hallar más pistas, determinaron que lo mejor era animarse a entrar al colegio con alguna excusa.
Vergara Grey propuso que fingieran ser funcionarios de correos que le llevaban a la niña un giro de treinta mil pesos de parte de un pariente del sur. Ángel dio por buena la idea y lograron ingresar hasta la sala de profesores con los tres billetes azules como salvoconducto.
La única persona en la oscuridad invernal de ese espacio era la profesora de dibujo. Se había ubicado justo debajo de la lámpara de lágrimas y trabajaba afanosamente escribiendo algo en un block. Llegaron hasta ella y Ángel Santiago le sonrió:
– ¿Se acuerda de mí, maestra?
La mujer hizo descender los anteojos sin marco por el tabique de la nariz y estudió a los dos hombres como si viniera saliendo de un trance.
– De ti me acuerdo; del otro buen mozo, no. Pero me cae bien a primera vista. Se parece al actor argentino Federico Luppi, con las canitas tan sexy en las sienes y los bigotes grises. ¿Cómo se llama?
– Nicolás -abrevió el hombre, protegiéndose. Ángel quiso mirar lo que la maestra escribía, y al advertirlo, la mujer le acercó el cuaderno.
– Lea. Es mi renuncia.
– ¿Qué pasó, maestra?
– A mí, nada. Pero a tu pobre novia la hicieron charqui.
– ¿En el examen?
– Así es, pequeño.
– Pero no puede ser. ¡Estaba bien preparada!
– Preparada para todo lo que importa, ¡pero no para huevadas!
El joven miró suplicante a Vergara Grey, como si tuviera la facultad de desmentir los dichos de la maestra, se limitó a abrir las manos en un gesto de impotencia.
– ¿Dónde está ahora?
– En cualquier lugar de Santiago, mojada como gorrión. ¿0 ya no llueve?
– Llueve a intervalos. ¿No puede darme una pista,.¿hacia dónde fue?
– Me temo que a cualquier lugar desde donde puede despeñarse. Los puentes del río Mapocho, el edificio M,I, Telefónica…
– ¿Y usted no hizo nada?
– ¡Que yo no hice nada! No me conoces, sinvergüenza, estoy redactando mi renuncia antes de que me echen, con sumario administrativo.
Se puso de pie y tiró el block sobre la alfombra. Los años habían desgastado en su tejido la figura central de un persa, y manchas de cloro impedían ver los ojos de algunas doncellas que lo admiraban.
– ¿De qué va a vivir, maestra, si renuncia? -preguntó, Vergara Grey.
– Algo conseguiré. En la Oficina del Trabajo, o tal en provincias.
– ¿En serio me encuentra parecido a Luppi?
– Bastante. Algo más gordito, sí.
– Es por la vida sedentaria.
– ¡Ajá! ¿A qué se dedica usted?
El hombre buscó inspiración en los retratos de los profesores que colgaban de las paredes y luego bajó confiado la vista.
– Soy prestamista.
– ¿Y gana mucho con eso?
– Bueno, Por el momento presto, pero aún no cobro.
– ¡Debe de tener un buen capital!
– No crea. Carezco de dinero, pero me sobra paciencia.
Ángel Santiago lo miró severo y luego lo apuritó descaradamente con el índice.
– Una paciencia que lo pudre, señora Sanhueza. La del gusano que se come a su cadáver bajo tierra.
– ¿Y qué quieres que haga, muchacho?
– No sé lo que hará usted, pero yo me voy a recorrer Santiago hasta que encuentre a Victoria. ¿Usted cree, profesora, que le puede haber pasado algo?
– Lo único que me tranquiliza es que esa chica tiene la danza, y ésa es una buena razón para vivir.
– Tenía la danza, maestra. Démonos prisa, don Nico.
El joven besó una mejilla de doña Elena y Vergara Grey le levantó un brazo y rozó galante con su bigote la mano derecha. Ella se hundió en el sillón justo bajo el tragaluz, acaso con la esperanza de que el cielo se abriera y por allí se filtrara un rayo de sol. Al llegar a la puerta, el, joven tuvo la sensación de que la sala era más enorme y fría en ese momento. Se sintió tan cerca de la profesora y de su desconsuelo que quiso llevársela a cualquier parte. Sacarla de ahí.
«¿Para ofrecerle qué? -pensó-. ¿Trotar por las calles de Santiago sin certidumbres ni recursos?»
La llamó suave antes de abandonar la sala, Ella acomodó sus anteojos con el propósito de focalizarlo a la distancia y puso una mano en caracol sobre su oreja para oírlo mejor.
– Así como está, maestra, parece un cuadro de Hopper -le dijo.