37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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VEINTICUATRO

Los pasajes en el centro de Santiago son laberintos. Pequeñas cuevas de comerciantes, parecen fachadas de algo oculto. Ahí la ciudad es de nadie. Apenas un permanente tránsito de pequeñez y mediocridad. Todo es ordinario y sexual. Las farmacias homeopáticas y los zapateros remendones. Las oficinas de la lotería y las agencias hípicas. Las vitrinas con ropa interior femenina. Los escaparates con condimentos orientales para los refugiados del Perú. Los juguetes traídos de Hong Kong. Aviones de plástico con trompas de elefante. Bacinicas con la sonrisa de Mickey Mouse. Insecticidas al lado de ventiladores. Vídeos con carátulas de samuráis. Mercerías con cintas nupciales. Mendigos ofreciendo pañuelos de papel para las narices agripadas. Minifaldas a punto de explotar sobre nalgas rollizas. Galanes que fuman eternamente un cigarrillo a la espera de que a alguien se le caiga algún billete al comprar una revista. Florerías con coronas baratas para difuntos indigentes. Timadores que arrojan tres monedas sobre las baldosas y luego que aplastan una con el zapato piden que se apueste dónde está. Reparadores de neumáticos de bicicletas desinflados. Infinitas farmacias con Yerbas para el hígado, la gonorrea, el tratamiento de piedras Vesiculares y el aumento benigno de la próstata. Y en el centro de todo, con escalas cubiertas de alfombras que en alguna otra década fueron muelles y elegantes, los cines rotativos que comienzan a funcionar antes de la hora del almuerzo. Los espectáculos para solitarios y cesantes. desdentados y prófugos. Para los amantes de las pan con artes marciales y suecas incansables galopando veloces o africanas en algún lugar turístico del Mediterráneo.

Preguntaron por Victoria en la peluquería del portal frente al cine dando sus señas. No la habían visto, y si la hubieran visto, la gente de por aquí es muy discreta, cada uno se mete en lo suyo, teñidos de canas muy firmes a dos pesos para el caballero, y para usted corte lolo con puparadas y mucha brillantina por mil quinientos, masajes de dos tipos, decentes y completos con chiquillas,` veinticinco a cuarenta, según la edad sale el precio; también hay masajes de caballeros para caballeros.

Vergara Grey dejó que manara la charlatanería, entremedio podría conseguir alguna pista sobre el destino de la muchacha. Sabía que el estilo policíaco de ir al grano ahuyentaba a los eventuales informantes y mostraba poca comprensión de que la gente tuviera aversión hacia los chicos listos que preguntaban demasiado. En tanto, Santiago miró los afiches del film de hoy. Sexo en la prometía juegos de cocos y bananas, un gorila potente dejaba chico a King Kong, y bandas de holandeses que raptaban doncellas para exportarlas a los países árabes. Le dijo a Vergara Grey que entraría un ratito sólo para ver si encontraba a la muchacha. Que le diera unos cinco minutos hasta que su vista se acostumbrara a la penumbra, y que por ningún motivo se fuese, pues contaba a firme con el como capital para las clases de ballet. «Lo prometido es deuda»dijo el maestro, y entró a una tienda de revistas usadas a hojear la revista Estadio, de los tiempos en que Carlos Campa cabeceaba los comers en la «U».

No le hizo comentarios al boletero y él mismo le cortó entrada diciendo que el acomodador no había venido por culpa de la famosa gripe. Que se sentara en la última fila y que luego buscara una ubicación mejor.

La temperatura del cine era hoy más fría que la de la calle, un ventilador daba vueltas en el techo más para dispersar los malos olores que para entibiar la atmósfera. El film transcurría en una pantalla antigua, de las cuadradas, y las rayas en las imágenes concordaban bien con el chirrido de la banda sonora. En el interior de una choza iluminada por antorchas, una mujer rubia de senos magros y cabellera abundante sostenía una culebra e intentaba con desesperada coquetería introducírsela en el vientre. Dos jóvenes vestidos en shorts, con pelo rizado y las manos sobre sus sexos, jugaban a subir y a bajar el cierre éclair, dando señales de excitación ante el trabajo de la actriz, que mientras maniobraba a la fiera con una mano, con la otra les suplicaba que le acercaran sus vergas.

Desde la pantalla no rebotaba la luz. Era una copia oscura, y a medida que el joven iba discerniendo más del contenido de la sala, se dio cuenta de porqué la oscuridad era tan perfecta. En las filas delanteras pudo discernir parejas que, abrazadas, se besaban largamente, y a mujeres solitarias que se desplazaban de las butacas para irse a sentar junto a un hombre o una dama solitaria. Intercambiaban palabras, caramelos o cigarrillos, y pronto iniciaban un contacto corporal que los llevaba a agitarse y a gemir. Una de esas mujeres que recorrían las hileras se sentó a su lado y, sin dejar de mirar la pantalla, le puso delante del pecho un paquete.

– ¿Querís un chiclet?

– Bueno -dijo Ángel.

Tomó uno y el sabor a menta Adam’s se esparció por su lengua. La mujer le puso una mano en la rodilla.

– ¿Primera vez que venís aquí?

– Sí.

– ¿Conocís las tarifas?

– No.

– Te dejo que me agarrís las tetas y me metái el dedo en la hucha por tres mil pesos, ¿ya?

– ¿Aquí mismo?

– Ando en pelotas debajo del abrigo. Los cuadritos y el sostén los tengo en la cartera. Siempre traigo chicle menta porque a veces los huevones andan con mal aliento. Aquí a los clientes les gusta mucho el trago.

– La verdad, oye, es que yo no vine para esto.

– No me vayái a decir que eres fanático del séptimo.

– Lo que pasa es que ando buscando a alguien.

– ¿A quien?

– A mi hermana. Dijo que vendría al cine y no se si está.

Un hombre robusto se sentó en la punta de la hilera y los resortes del butacón rechinaron bajo su peso.

– Aquí vienen puras putas, cabrito. Anda a buscar a tu hermana en la parroquia. Queda a la vuelta de la esquina.

– Es que se trata de un problema serio.

– Oh.

– Tengo que encontrarla y avisarla de que la mamá está enferma.

La mujer encendió un fósforo y con la débil miró atentamente los rasgos de su faz hasta que el fóforo le quemó las yemas y tiró el palito calcinado al suelo.

– Piensas que soy lindo, huevón.

– No digáis eso, ¿querís?

– ¿Tenís dado vuelta el paraguas?

– Me vuelven loco las mujeres.

– Y entonces aprovecha, caufito. Te dejo que me beses y me mordái los pezones.

– Es que ando pato.

La mujer se aparto ~tes pulseras doradas que adornaban sus muñecas.

– Lo que pasa es que me encontrái muy vieja.

– Chís, si ni te he mirado.

– Cáchate las mensas tetas que tengo. No como la mina de la película, que parecen dos uvitas no más.

Con un sorpresivo movimiento raptó una mano del chico y la condujo por todo el volumen de sus pechos,

– Están ricas.

– Duritas, ¿te fijaste?

– Sí.

– Te dejo que me las chupís por dos lucas. Todo el tiempo que querái.

– Te dije que no tengo plata, oh. Estoy pato y cesante.

Ella se puso de pie. Se pasó la lengua por los labios y le pinchó la nariz, como regañándolo.

– Los cines para maricones están en el pasaje de Catedral. No volvái por aquí.

Fue a sentarse al lado del hombre robusto y Ángel Sanhago alcanzó a oír parte del diálogo ritual con que le ofrecía goma de mascar mentolada. Se apartó de ellos, ocupó la última butaca del lado opuesto y quiso discernir con método los rasgos de las veinte o treinta personas que estaban en la sala, los pocos solitarios que antes que mirar el film parecían espiarlo con excitación de colegiales, algún oficinista que dormía una siesta precoz, y las parejas. Los mismos abrazos y besos por todas partes en la húmeda y rutinaria oscuridad.

Tuvo al principio la sospecha de que había encontrado a Victoria cuando esa figura, cinco filas más adelante, se dejaba caer con languidez sobre el respaldo del butacón, y un hombre con boina que la cortejaba se hundía sobre su falda. Luego ella hizo un gesto con la mano, volcó toda la larga cabellera sobre la parte trasera del butacón, y las dudas de Ángel se disiparon. La cabeza del hombre de la boina se había sumergido, y aun desde esa distancia y en penumbra, no era difícil suponer que lamía sus pezones,, hundía la nariz en su vientre.

«¿Qué mierda me importa? -se dijo, manoteando las lágrimas y la secreción que estallaron sobre el rostro-, ¿Qué me importa por la misma mierda?», se dijo otra revolcándose en el asiento como si alguien le hubiera pegado el hígado con un mazo.

Pero cuando saltó del asiento y se adentró por el pasillo, supo en el vientre que si tuviera ahora un revólver dispararía, si el cielo le pusiera un puñal en la mano degollaría, y si tuviese un taladro perforaría el cráneo del quela trajinaba.

Él subía la espalda por el respaldo y ella bajaba su boca, hacia sus pantalones. En pocos segundos, por el aserást movimiento de su cabeza, supo que se había metido miembro del hombre de la boina en la boca, que lo atrapaba con su lengua, que los gemidos del tipo eran sujetados para no reventar en un grito de placer. Lamentó en ese momento en sus manos ese desmayo que le robaba las fuerzas. No podría estrangularlo. No había tensión en los dedos agarrotados por la humillación para apretar la yugular hasta asfixiarlo. Fue hasta el sitio mismo donde la pareja se empleaba y entonces todo aquello que suponía lo vio en una dimensión más poderosa que la imagen de pantalla, con ese ruido soez de jadeos profesionalniente, calculados para ocultar el murmullo de fluidos que los espectadores cambiaban con sus putas.

En un segundo estuvo encima de ella y tuvo la plena lucidez del dolor. No podían verlo, ni el hombre, con los ojos cerrados concentrándose en su éxtasis, ni la chica, afanada en acelerar sus movimientos para acabar con la faena.

Entonces tiró de la cabellera de Victoria con la fuerza de quien se arrancara su propia piel y ante sus ojos estalló todo el espectáculo de miseria: la eyaculación del desconocido en la frente de la chica, en su abrigo, en el respaldo del asiento delantero, en sus labios, enrojecidos por el roce con su glande. La sacó hasta el pasillo arrastrándola del pelo, y mientras lo hacía, el grito que lo acechaba desde hacía minutos irrumpió con el rugido de un animal.

Era más que la indignación y el asco, mucho más que el amor y la ternura ofendida, infinitamente más que el odio injucioso al mundo y sus bestias, eternamente más que la rabia por la virilidad celosa pisoteada, más enceguecedora que la sangre agolpada en sus ojos.

Hubiera preferido ser ciego y no verlo, sordo y no oírlo, indiferente hasta el hielo para haberlos dejado seguir en su comercio de saliva y semen; hubiera querido no haber salido jamás de la cárcel, y entendió ahora, en su confusión, que la libertad era apenas una continuación del castigo, que haber encontrado por azar a Victoria Ponce era su decreto de muerte sellado y ratificado por la autoridad que enfrentaba ahora el exacto equivalente de un pelotón de fusilamiento, la aguja de inyección letal en.la vena, los miles de voltios que lo hubieran erizado en la silla eléctrica, y esa respiración que no llevaba aire a sus pulmones eran las toneladas de gases de una cámara final. «Ni a un moribundo la muerte le duele tanto como a mí la vida. ¿De qué me sirve tener veinte años y el mundo por delante?»

Los espectadores del cine reaccionaron al espanto del grito ocultándose en los asientos, temerosos de ser sorprendidos por los agentes de investigaciones, por la brigada de narcóticos, por las patrullas contra la pedofilia, por los servicios de sanidad, por acreedores de sus cheques sin fondo, por esposas celosas con sus detectives.

Temieron que ese grito fuera el alarido que anunciaba la llegada de un ángel apocalíptico, un lancero medieval como los que veían en las películas de esa pantalla que astillaba los corazones de sus rivales haciendo trizas escudos, o el puntapié en la garganta de un feroz guerrero oriental que les trizaría la carótida.

Y Ángel trepó la escalera dotado de una súbita fuerza sobrenatural, y una vez que llegó al nivel del pasaje, con un alarido dispersó a las peluqueras curiosas que se habían agolpado para ver a la víctima tendida en el suelo, y con un último aliento arrastró a Victoria hasta los pies de Vergara Grey.