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– Ahí la tiene Personalmente, maestro. La señorita Victoria Ponce. Entréguele personalmente la plata.
La chica se puso de rodillas y se cubrió la cara con el pelo. Se mantuvo oculta de la curiosidad de los ociosos, con la cabeza gacha, como en oración. El hombre se agachó para atenderla y quiso levantarle la barbilla.
– ¿Qué te pasó, chiquilla, por Dios Santo?
– Necesito lavarme, señor -dijo con voz apenas audible.
– Levántate y entremos a la peluquería. Allí te convidarán a agua.
– Quiero irme lejos de aquí, don Nico.
– Ponte de pie y apóyate en mí.
– No quiero que nadie me mire la cara.
– Está bien. Mantén el pelo cubriéndola y avancemos hacia la salida.
La chica obedeció y se refugió en el abrazo del hombre. Le hizo señas a los testigos de que se abrieran, pidiendo con un rictus comprensión por la joven herida. Así fueron, casi como lisiados, hasta la salida de Santo Domingo, seguidos a cierta distancia por Ángel Santiago, con las manos hundidas en el chaquetón de cuero.
Afuera la presión del sol había dispersado el cúmulo de nubes, y ahora brillaba con un amarillo más irritante que tibio. Al advertir esa luz, Victoria Ponce parecía tomar una conciencia extrema de su cuerpo, pues comenzó a sacudirse y arañarse como súbita víctima de peste.
– Necesito lavarme.
– Vamos caminando. Ya encontraremos un lugar.
– No me entiende, señor. Es urgente. Se rascó los pómulos y al retirar la mano brotó un hilillo de sangre.
– Ahora trata de calmarte. No te impacientes.
– Quiero lavarme. Por favor, ayúdeme.
– Sigue caminando conmigo, muchacha. Estoy atento por sí aparece algún grifo.
– Si no me lavo, me muero, don Nico.
– Ya lo dijiste.
– ¿Dónde están?
– ¿Quiénes?
– La gente del pasaje.
– Se quedaron atrás.
– ¿No nos siguen?
– Tranquila. Estamos solos
– ¿Dónde hay un poco de agua, profesor?
Introdujo algunos dedos en la boca y trató sin éxito provocarse un vómito.
– ¿Qué haces, chiquita?-Quiero arrojar.
– Si puedes, hazlo.
Se sacudió en una arcada sin que pudiera expulsar el líquido que sentía bloqueándole el pecho. Sólo logró escupir una sustancia amarillenta.
Vergara Grey la había dejado a solas para no incomodarla, y en el momento en que la luz del semáforo en Miraflores con Santo Domingo pasó a verde, la muchacha se filtró entre los autos y los autobuses y echó a correr en dirección a la cordillera.
– Espera, chiquilla -le gritó el hombre-. ¡Te traje el dinero para tus clases!
El tráfico y la distancia impidieron que Victoria lo oyera. Ahora corría electrizada por cada nervio, esquivaba a los transeúntes, se saltaba las luces rojas para peatones igual que si estuviera ciega, no prestaba atención a los bocinazos de los buses, ni al pitido del carabinero que le llamó la atención cuando estuvo a punto de ser atropellada.
En la esquina del palacio de Bellas Artes trepó la escalinata y quiso atisbar si alguno de los dos hombres la perseguía. El vicio profesor se distinguía allá a lo lejos, la mano en el corazón, tratando de impedir el infarto, pero Ángel Santiago le hacía señas a pocos metros, conminándola a detenerse. Victoria cruzó a ciegas Santa Lucía y en pleno parque Forestal unió al trote las lágrimas. A pesar del frío, el cuerpo se le henchía de fiebre, la sangre le quemaba en los pómulos, y los zapatos escolares levantaban polvo a sus espaldas.
Pero siguió con la certeza de que por esa ruta llegaría a la fuente Alemana. Allí encontraría el manantial y las cascadas: desde esa fastuosa escultura con su barca de bronce en las alturas caería el líquido en manadas de gotas, en chisporroteos de clara velocidad, se alzarían las ondas que Va dejando el buque metálico. Corriendo y trotando y desmayando, ya alcanzaba a ver los aurigas del océano en el centro de Santiago, las atónitas focas de fierro pulido, el pájaro de buen augurio a la espalda de los dioses remeros que va empujando con sus aleteos a la troupe de emigrantes y colonizadores, piratas y santos, rebeldes y reyes, quietos en la fuente ya tan cercana, Ya tan a mano ella, tan próxima ella, la hermosa fuente, la bella de lluvia y bronce, la más fértil en la niebla tibia invierno, en la tarde de grises y estudiantes rezagados cambian besos y promesas en los bancos del parque Fatal, qué locura, qué feroz la fuente nutritiva, la alegoría comprensible de los navegantes altaneros que han echado pie y raíz en Chile, qué alucinaciones de tigre ponerlo medio de esa agua que simula un mar sin olas, una tormenta sin rayos ni truenos ni vendavales de granizos, ni copos de nieve de sus parajes nórdicos originarios, esos nibelungos de Nibelungia, esos sajones de Sajonia, qué bendicieron esa agua tan próxima, esa fuente que le fue tantos años un manantial de indiferencia, pero ahora allí, al alcance de sus manos, de sus senos, de su cabellera, de su garganta magullada, de su lengua de áspid y venenos, de cólera, de rabia de esperma diseminada y anónima, qué espejismo de esa agua incesante manando allí para ella, y qué barulwf de otras fuentes soñadas en sus párpados, la de Trevi, la, piazza Navona, la de Cibeles, Margot Fonteyn en el Royal Palace, la ópera de París, la Escala de Milán, los lenguajes maravillosos que aprendería en cuanto pisara tierras desconocidas, pues siempre creyó que el entusiasmo es el dueño del mundo, que bastaba, señorita Petzold, que uno muriese la muerte con un poeta para ser de todas maneras un poco inmortal, y ella ya está casi allí, allí ya a veinte metros de llegar y cuando ella ya allí y se zambullese no sería ese barco de la vida, esa nave de locos, el trasatlántico del mito que la llevaría ahogada y vertical, perfectamente tiesa y Ofelia hacia el otro mar dado vuelta que era el cielo, qué mejor y más contundente respuesta a todo que la muerte ahora mismo, ya mismo, allí mismo, corriendo y llegando, la misma muerte de Manrique, profesora Petzold, la misma maldita muerte de su padre, la misma muerte que intuía que ya acechaba con hocicos de perros y jaguares a su amado Ángel Santiago con esas ganas tan terribles de vivir, tan voluntarioso y fraternal, tan amante y padre mío, tan exactamente lo contrario de la muerte que me espero y merezco, Más rápida que lenta, más ancha y profunda que una vena, tan torrencial como una arteria rajada a gillette, pero agua ya, ya aquí ya y al fin ya, ahí está tangible ya el pájaro de lluvia, esa música en la que ya hunde sus dedos y salpica la cara, y es el anuncio de otra vida, el bautizo, ahora sí que ya, ahora sí que ya sus manos le frotan el rostro, empapan de agua los grumos gelatinosos revueltos en la cabellera, ahora sí que ya se salpica hasta el escote, abre con furia el abrigo y salta el botón, y las dos manos lavan sus senos, los amasa turbulenta, inunda sus pezones raspándolos con esa agua amable y se lava y se unta y se moja y se expande y se aprieta y se enjuaga, y transforma el agua de la piedad en un chubasco, y se tira el líquido sobre el cuerpo haciendo un cántaro con las manos, y ahora se detiene un momento porque oye a su lado la voz de Ángel Santiago, que le dice «para, Victoria, por Dios Santo, para ya, Victoria Ponce para ya», pero ella ya no oye y entra a la fuente.