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– ¿Alcaide?
– Sí, señor.
– Soy yo.
Santoro fue hasta la puerta, oteó a lo largo del pasillo y, puesto que no divisó a ningún guardia en las inmediaciones, fue de vuelta hasta el escritorio y desenchufó la grabadora conectada al teléfono.
_¿Ya está?
– Todavía no,jefe.
– ¡Van quince días, por la cresta!
– Bueno, usted me dio un mes.
– No debería haberlo hecho. En las noches no duermo, y cuando logro dormir tengo pesadillas y me despierto.
– Perdone, alcaide, pero es muy difícil trabajar cuando uno no existe. No sé si me capta.
– ¿Qué quieres decir?
– Santiago es grande, y sí no puedo contactar a mis contactos, ¿cómo hallo al muñeco?
– Te pasé la dirección de la casa.
– No vive ahí, jefe. No lo pueden ver ni en pintura. La esposa, eso sí, está de comérsela con huesitos y todo.
– Sujétate, animal. Una violación, y yo personalmente te mato.
– Tranquilo, que no me falta donde mojar el gorrión.
– ¿Y si te reconocen?
– Cuando tengo ganas, no visito a ninguna de las, antes.
– Así debe ser. Si alguien te identifica, me cae sumario administrativo, pierdo la paga y me meten en la cárcel. Acaso en esta misma. Imagínate la cantidad de huevones que me quieren cortar el larguero.
– Yo conozco en su cárcel por lo menos a dos.
– ¿Quiénes?
– El Innombrable y Otro.
– ¿Cuál es el otro?
– Mientras lo tenga adentro no tiene nada que temer alcaide.
– Dímelo.
– El trabajito que me encargó no incluye la delación
– Está bien. ¿Para qué me llamaste?
– La información que me dio en la última llamada que le hice es correcta. El muñeco prepara algo con Vergara
– Sigue.
– Se han visto en la calle de las Tabernas, donde no puedo ir a meter las narices por razones obvias.
– Está claro. Te reconocerían hasta los postes. Por lo que te dije que buscaras en la familia.
– El hijo es un chancho que no da manteca. Es más aburrido que bailar con la hermana. La mamí no me tiene confianza y no suelta prenda.
– Si la violas, te mato, bestia.
– Ya lo capté, alcaide. No se agite.
– Entonces dime de una vez para qué me llamas.
– Porque se me encendió la ampolleta, alcaide., Si elmuñeco prepara un golpe con Vergara Grey, debe de ser algo del porte de un trasatlántico.
– Nico no se anda con chicas.
– Y si nosotros, por esas casualidades de la vida, cachando Por que estamos cachando, ¿no sería más conveniente.subirse al carro de la victoria que matar al caballo?
– Explícate.
– El viejo es un gran silbador de tangos de la Vieja Guardia. pero el Innombrable tiene que ser el tío que aporta la decisión y las ganas.
– Me consta, porque ganas de matarme no le faltan.
– Pero sí le falta plata. Y sabe que Vergara Grey se la puede dar en cantidades.
– Perfecto el argumento. Pero te falla en un punto, ilustre anónimo: el viejo colgó los guantes.
– No hay campeón mundial de box con los sesos molidos que proclame eso y que a pesar de todo no vuelva al ring por un par de millones. Como Mohammed Alí. Lo hacen papilla, Pero agarra platita para que le traten el Parkinson.
– ¿Qué propones?
– Que averigüe con el alcaide con qué proyecto salió Huerta de su boliche.
– ¿Que: yo hable con Huerta? ¡Si hasta es socialista, el culiao!
– ¡Uy! Aunque sea mahometano! Usted la tiene mejor que yo, alcaide, porque está al otro lado de la ley. Pero perdone la franqueza, ni yo ni usted vivimos holgados. Sí nos metemos en el Golpe del viejo agarraremos nuestra parte, y con el dinero puede arreglarse la dentadura y mandar a sus hijas a un colegio privado. A la Alianza Francesa, por ejemplo.
– Claro que me gustaría sacarlas de la picantería en que se mueven.
– Entonces, pues, señor Santoro, hable con Huerta y entresáquele algo.
El alcaide decidió frenar el ritmo de esa charla. Era muy probable, claro que sí, que para ganarse unos días más de chipe libre Rigoberto Marín lo quisiera implicar en una fantasía de Golpe que le permitiera no arriesgar el asesinato del Querubín. El pendejito era un engreído ladrón de caballos y debía de ser del todo incompatible con la técnica y la inteligencia de Vergara Grey. Podría ser su junior, pero no su cómplice.
– ¿Alcaide?
– Estaba pensando, hombre. Arregla al Innombrable cuanto antes y vuelve a casa.
– Usted me pide que mate a la gallina de los huevos de oro.
– En este momento me interesa más salvar mi vida real que un dinero hipotético.
– ¡Está Vergara Grey de por medio!
– Todo el mundo lo sabe, y los tiras también deben de estar tras sus pasos. No nos metamos en líos, muchacho.
– Llame a Huerta, señor Santoro. Hágame caso.
– Tal vez lo haga. Pero primero arréglame al muñeco.
– El Querubín es un pan de Dios, alcaide.
– Tú sabes que no es cierto. Fresco por fuera, podrido por dentro. Mátalo y punto y aparte.
– ¿Cuánto plazo me da?
– ¿Te quedan dos semanas? Pues eso, dos semanas.
– Se va a arrepentir, alcaide.
– No creas, cuando todos los perros quieren comerse la misma salchicha, se muerden los dientes entre sí.
– Curioso que me diga eso, señor. Vivo rodeado de perros.
– Que no salten sus pulgas a tus andrajos.
– ¡Qué se cree! Hasta con traje nuevo ando.
– ¿Con qué plata?
– Las mujeres me apoyan.
– Así que bien dotado, el hombre.
– La naturaleza es así. A veces da, a veces quita. Entonces, ¿adiós a la educación en la Alianza Francesa de sus niñitas?
– Adiós a tus cojones si el Innombrable sigue vivo de aquí a quince días.
En cuanto colgó fue hasta la estufa de gas licuado y se frotó las manos en la parrilla encendida. Los dedos atraparon algo del calor, lo cual le permitió hojear su libreta de direcciones sin tener que despegar las páginas húmedas. El mismo Huerta atendió la llamada.
– Soy Santoro, de la cárcel pública.
– Imposible olvidarse de usted, alcaide.
– Muchas gracias.
– No se lo dije en sentido positivo. Después del golpe militar, estuve seis meses preso en su recinto.
– ¡Pero estamos hablando de bueyes perdidos! En ese tiempo yo tenía veinticinco años.
– Pero como sargento fue muy colaborador con las nuevas autoridades.
– Igual que la gran mayoría del país. Chile era un caos y se necesitaba mano dura.
– Exactamente. Mano dura es la que aplicó conmigo. ¿Cómo es que llegó a trepar a alcaide después de que se recuperó la democracia?
– Por la carrera funcionaria. Los servidores públicos estamos inmunes a las veleidades políticas.
– ¿Incluso quienes practicaron torturas?
– No sea tan trágico, Huerta. Golpizas. Simples golpizas.
– Aún sigo sin oír bien del oído izquierdo y muchas veces pierdo el equilibrio. En mi caso fue un golpe brutal seco contra la oreja.
– Pero no fui yo, hombre.
– No usted personalmente.
– ¿Ve, pues? Todas las fuerzas armadas lo dicen. Las responsabilidades son individuales, no institucionales.
– Sí, hace veinte años que vengo oyendo la misma cancioncita. ¿Para qué me llamaste?
– Para coordinarnos, colega.
– ¿Usted y yo?
– Efectivamente. A ambos nos interesa que haya paz y orden en Chile.
– Unos con leyes y otros a chalchazos.
– Pero ni usted ni yo somos los mismos. Hoy yo no tocaría a un preso ni con el pétalo de una dama.
– Se ha puesto lírico, Santoro. ¿De qué se trata?
– Usted soltó a Vergara Grey hace unos días, ¿cierto?
– Fue beneficiado por la amnistía.
– Exacto. Dígame, colega, ¿en qué anda el campeón?
– Jubilado.
– Pero si apenas tiene sesenta.
– Será, pero no quiere más guerra.
– ¿De qué vive? Todos saben que el socio le robó su botín.
– De lo que le prestan los amigos.
– Por ahora. ¿Pero más adelante?
– Vaya al grano, Santoro.
– Anda el runrún que el viejo está metido en algo grande.
– ¡Uf!
– Sería bueno que habláramos con él para disuadirlo. Corno servidores públicos le debemos esa gauchada al país. El pueblo no vería con buena cara que en un gobierno democrático criminales amnistiados reincidan con la complacencia de las autoridades.
– Vergara Grey no volverá a delinquir.
– ¿Ah, sí? Sópleme este ojo.
– Búsquelo y encuéntrelo solito. Y solito hágale el chantaje que desea.
– ¿Qué chantaje, Huerta?
– Me imagino que usted va tras la mordida, ¿no?
– ¡No me ofenda!
– Si le molesta tanto, no tiene más que cortar el teléfono.
– Corte usted primero.
– No. señor. Soy un caballero y fue usted quien me llamó.
– Acuérdese de que le pedí colaboración y no quiso participar. Si Vergara Grey hace algo y la prensa sigue la pista, van a llegar a usted y a este diálogo.
– No veo cómo.
– Por ejemplo, si algún pillo lo hubiera grabado.
Huerta se pasó los dedos fríos por los párpados somnolientos.
– Haga lo que quiera, Santoro.
– No haré nada que le cause daño. Pero por esttas que me gustaría verlo algo más colaborador la próxima vez que lo llame.
– ¿Y usted no tiene nada que contarme?
– ¿Como qué?
– ¿Alguna cosa que sea un secreto?
– ¿Como qué cosa?
– Nada. Preguntaba no más.
¿¿¿???concepto filosófico de los existencialistas y los cantantes argentinos de que la vida no vale nada. La conclusión que sacan estos seres plañideros es que, por lo tanto, no es necesario pagar un precio por ella. No conozco la historia de su pariente, señores, pero al parecer no quiere más guerra. Desea morirse simplemente, tan melancólico como suena.
»El otro tema, por supuesto, son los costos. Se agarró una infección más o menos por zambullirse con abrigo y todo en la fuente Alemana, hasta que fue la ambulancia a rescatarla, pero aquí, en la Asistencia Pública, esta pobre enfermita está ocupando una pieza y detrás de ella hay una fila de moribundos, niños atropellados por automovilistas ebrios, ojos expulsados de sus cuencas por cuchillos en riñas callejeras, abortos autoinducidos por empleadas domésticas que se embarazaron del hijo del patrón, apendicitis galopantes a las que urge meterle tajo, episodios de locura que requieren camisa de fuerza y encefalogramas, y para qué les voy a entrar en más detalles.
»Las aflicciones de Victoria Ponce son chilindrinas en comparación con lo que me espera. Tremendo fastidio que me da, porque iba a ver por televisión cable en vivo y directo al Real Madrid contra el Juventus, pero ahora de turno aquí hasta que amanezca, si se me llegan a caer las pestañas, llevo siete cafés en el gaznate, uno cada media hora. ¿Qué podemos hacer con la chiquita; no tiene seguro médico con alguna Isapre? ¿Aunque sea el plan Fonasa?
– ¿Acaso no podrían meterla un par de días en una clínica privada hasta que pasen las turbulencias?
– Es cosa de que cuando admitan a su sobrina, don Nico, usted les deje un cheque en blanco por los gastos que ocasionará. Cuando esté lista la cuenta, entonces usted rellena el documento con la cifra que le indiquen. Ahora, si no tiene cheques, qué puede hacer, pregunta usted. Entonces llévenla a casa.
»Yo le enseño cómo colocar inyecciones. Le regalo algodón, alcohol y jeringa, cualquier cosa, pero sáquemela de aquí, por favor, caballero, que los pacientes se están muriendo en el pasillo, tengo que operar, coser puntos en una frente, hacerle lavativas a un tipo envenenado con carne podrida que robó de un basurero. Todos claman por el doctor Gabriel Ortega.
»Llévemela de aquí lejos, es una chica muy simpática, con la sensibilidad y la belleza de un artista, pero requiere de mucha atención. Hay que ponerla junto a gente positiva. Así como ustedes, por ejemplo. Hay que arrancarle de cuajo esa depresión que le está comiendo el coco. Si sigue con esa tristeza va a permitir que se la devore la fiebre. Tiene que tomar mucho líquido: ¡pero dentro del cuerpo, no afuera! Nada de piletas, ríos, ni océanos.
»Llévenla a su casa. ¿No tiene madre esta niñita? ¿Tiene madre? Entonces llévenla donde ella. Que la cuide, que le levante el ánimo. ¡0 a su casa, joven! ¿Cómo? ¿No tiene casa? Realmente es insólito, todos tienen una casa. Gente como usted es rarísima. Ah, es que es de Talca. Ya, pues tomen un taxi, y métanla en el tren a Talca. Eso está bien, naturaleza, pájaros, montañas, sauces llorones, patos, vacas, gallinas, cualquier cosa menos este moridero. ¿Comprende? ¿Comprenden?»
Los hombres sacaron la camilla con Victoria al pasillo y se pusieron en la hilera de postoperados e indigentes que esperaban turno. Un anciano ebrio y con la muñeca manando sangre tenía encendida la radio Carrera con tangos del recuerdo. «Nada sigue igual en tu pueblo natal.» Había dos carteles. Uno prohibía fumar, el otro rogaba no fumar.
Vergara Grey quiso hallar un teléfono para llamar a Teresa Capriatti. El día se había volado de manera inesperada. No sabía cómo ni por qué había caído en el vértigo de esa historia ajena, teniendo, carajo, una tan propia.
– ;Qué hacemos, maestro?
– Tenemos que encontrarle a la muchacha un lugar donde dormir. ¿Qué tal la casa de la madre?
– La vieja está con tratamiento psiquiátrico y depresión profunda.
– El remedio sería peor que la enfermedad.
– ¿Y en el departamento de su esposa?
– Si ahí no puedo entrar ni yo, menos me van a aguantar una desconocida a punto de estirar la pata.
Fueron hasta la esquina de la Alameda con Portugal y pidieron dos Escudos. El televisor estaba encendido y la cámara acechaba con un feroz zoom los ojos del ministro: un ataque de chacal a ver si se le caía una lágrima cuando hablara de la muerte de su hijo y así subiera la sintonía. Ángel Santiago sufrió con más rigor que nunca su diferencia. Todos estaban de paso en el bar, comerían su sándwich, su refresco, charlarían con el amigo y luego saldrían a la calle, bajarían la escalera del metro Universidad Católica y viajarían haciendo transbordos hacia sus casas. Probablemente vivieran en mediaguas de calaminas y barro, filtraciones y olor a parafina, rodeados de basurales y bares clandestinos, pero al fin y al cabo, era algo que podían llamar casa. «Mi casa», dirían. «Te invito a mi casa», le dirían al amigo, aunque las paredes estuvieran carcomidas por las termitas y manchadas de cucarachas.
Vergara Grey exhaló el humo y se apartó con dos uñas una mota de tabaco enredada en su mostacho gris.
– Yo ya le he pechado dinero a la amante de Monasterio y al alcaide Huerta. A Teresa la tienen amenazada con cortarle el gas y recién estamos entrando en el invierno. No se me ocurre a quién más acudir. ¿Cómo te ha ido a ti?
– Ratoné a una vieja que sacaba plata de un cajero automático y le mangonié ocho lucas al viejo que cuida autos en la calle de las Tabernas.
– ¿Qué hiciste con la plata del cajero automático?
– Era una sucursal cerca del Hipódromo Chile. Me entusiasmé con un caballo y lo compré.
– Vendamos el caballo.
– Eso sería para mí irme totalmente al chancho.
– Explícate.
– Yo quiero ser dueño de un campo. Siempre me vi galopando por mis terrenos montado a caballo. En cuanto salí de la cárcel, decidí comenzar a construir mi sueño. Partí por lo más práctico.
– El caballo.
– Lo conseguí a precio de huevo. Pone más de uno quince para los mil doscientos metros. Para carreras competitivas no sirve, pero en mi campito funcionaría de maravillas.
– ¿Y dónde está ese campeón?
– Por ahí.
– ¡Por ahí! ¡Igual que tú, igual que tu palomita! ¡Por ahí!
– Bueno, usted tiene la culpa, profesor. Si se hubiera entusiasmado por el Golpe, estaríamos felices riéndonos de todos los que nos han jodido a lo largo de la vida.
– Esta miseria, chiquillo, es mejor que la cárcel.
– No es mejor, maestro. Lo malo que esto tiene es que es real. Real con erre de rabia, ¿me entiende? En cambio, la cárcel es solamente una posibilidad.
– ¡Real!
– ¡Pero con erre de remota! Usted mismo dice que el plan del pequeño Lira es genial.
– ¡Epal Genial, en el contexto chileno.
– En cualquier parte del mundo, maestro. ¿Por qué se empeña en disminuir aún más la estatura del Enano Lira? Imagínese un ascensor que desemboca en una caja fuerte. Entre ambos hay un espacio cubierto con láminas que se desatornillan con una navajita de colegial. Luego usted manipula las ganzúas, corta la alarma electrónica, y llenamos el elevador de dólares.
El hombre se sirvió medio vaso de cerveza y retuvo un rato algo de su refrescante amargura sobre la lengua.
– Todas las sospechas recaerían sobre mí.
– Pero si lo genial es que, salvo Canteros y su mafia, nadie se va a enterar de que hubo tal robo.
– A ver, ¿cómo es eso?
– Claro como el agua.
– No me nombres esa abominable palabra. Hoy sólo oír hablar de agua me produce hipo.
– El dinero que guarda Canteros en la caja de fondos es el que recluta de sus servicios de seguridad clandestinos. Son las coimas que los empresarios le pagan por haber defendido sus intereses durante la dictadura. Son la mafia de sus matones. Ese dinero no pasa por ninguna fiscalización, ni paga ningún impuesto, y no se da al recibirlo ninguna boleta. Es platita voladora como las aves del Señor. Por lo tanto, cuando desaparezca de sus caudales, no tiene a quién ir a llorarle sus penurias. Canteros es un zorro al que todos los perros quieren echarle mano.
– En realidad, el plan de Lira es astuto hasta en ese detalle.
– Me alegra que comience a darse cuenta.
– Yo me di cuenta hacía rato. Pero como tú piensas solamente en ti, no te has dado cuenta de que, hecha la operación, tú te puedes disolver en el más feliz de los anonimatos porque no van a andar buscando a un ladronzuelo de burros como ideólogo de un Golpe de esta magnitud. ¿pero yo, hijo?
– ¡Puchas que es duro de mollera, señor! Le acabo de explicar con pelos y señales por qué la policía no puede intervenir.
– La policía, no. ¡Pero Canteros y sus pistoleros, sí!
– Tiene razón.
– ¿En quién van a pensar antes que nadie cuando encuentren el cofre vacío?
Una ráfaga sombría deshizo la expresión fervorosa con que había argumentado. Ángel bebió la cerveza desde la botella misma y se limpió con rabia la espuma del bozo.
– En usted, profesor. Tengo que rendirme ante esa evidencia.
– En el supuesto caso de que tuviéramos éxito total en la operación, tú podrías comprarte un campito en el Amazonas, y chao, pescao, pero a mí, antes de rebanarme la yugular, los adictos a Canteros me rajarían mis mismísimos y viriles coquitos.
– ¿Y si se viene con nosotros?
– ¿Con quiénes?
– ¿Con la Victoria y conmigo?
– ¡No me vas a decir que vas a cargar con la infanta difunta toda la vida!
– ¡Estamos juntos, maestro!
Al meter la mano en el bolsillo, y luego exponer el dinero sobre la mesa, Vergara Grey se dio cuenta de que los gastos en que había incurrido hasta ahora no le permitían pagar el total de la cuenta. En un gesto que a Santiago ya le comenzaba a resultar familiar, el viejo se apretó la nariz entre las dos cejas y suspiró ruidosamente.
– No me alcanza para cancelar el consumo -dijo-. Lo único que me queda son los treinta mil que le prometimos a Victoria para sus clases de ballet. Pero gastarlos sería dispararle el tiro de gracia.
El muchacho quiso con toda el alma que la voz le saliera briosa e indiferente, pero antes de que las palabras le llegaran a la boca, naufragaron en su garganta.
– No se preocupe, maestro -dijo-. Victoria me pasó en la ambulancia la plata que consiguió en el cine para eso.
Y puso sobre la mesa los tres billetes azules que sumaban treinta mil pesos.