37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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TREINTA

La noche en la Asistencia Pública fue pendular.

Un latido del corazón traía a Victoria a la vida, el otro se la retiraba. La respiración le entraba en turbulencias. Su cuerpo era agitado por el delirio, y éste no se mitigaba con los susurros de aliento que Vergara Grey y eljoven Santiago inyectaban en sus oídos. Sus violentas taquicardias llevaban al par de hombres a desesperarse, aljoven doctor Ortega a volver, y al reloj de pared a avanzar camino a la madrugada. El último dictamen de la medicina fue -en los joviales pero no menos dramáticos postulados de Ortega- que el «partido estaba reñido», que los «rivales se daban con todo», y que «el desenlace era incierto».

Esta misma incertidumbre fue la que descentró a Santiago: supo que, si seguía un minuto más en ese cuarto sería él quien colapsaría. Levantó la cortina, atisbó la calle y vio que el sol despuntaba en la cordillera: un fuego no entorpecido por nubes que dibujaba sobre la ciudad, hoy sin smog, una promesa casi primaveral.

– ¿Qué piensa, profesor?

– Tú ya oíste el veredicto. El partido está empatado.

– Usted debería irse a la casa y dormir un poco.

– No te preocupes. Emergencias como ésta me suben la adrenalina.

– ¿Vio el tremendo día que está abriendo?

– Sí, ¿por qué?

– Nadie puede morirse en un día como éste, ¿no es cierto, don Nico?

– Sería un contrasentido.

– Si la Victoria muere…

– Ni lo pienses. Ni lo digas. Sácate eso de la cabeza.

El muchacho arrancó de su mochila un cartón de jugo de frutas, rompió la punta con las uñas y lo puso en las manos del viejo. Éste bebió un sorbo largo, hizo un gesto de disgusto y se lo ofreció a Ángel.

– Estos jugos funcionan recién salidos del refrigerador. Así, tibios, son purgativos.

Asintiendo, el joven apartó el líquido y sacó de la mochila la bufanda que le había regalado Santoro. Parecía haber envejecido en esos pocos días. En la habitación blanca, los potentes tubos fluorescentes revelaban algunos trozos de biografía de la prenda que el chico no había sabido observar: un pequeño orificio, tal vez producto de la brasa de un cigarrillo no apagada oportunamente, una mancha de vino tinto, algunos flecos de tono amarillento en ambos bordes, y un cartelito de seda que decía «Confecciones Arequipa».

– Quiero pedirle otro favor más, maestro.

– ¡El Golpe, no!

– Tal vez el último favor que le pida en la vida.

– ¡Qué les ha dado a todos hoy que hablan como letristas de tango!

Ángel Santiago puso la mano vertical e hizo que el hombre leyera lo que había escrito en la piel.

– Éste es el número del teléfono de esta pieza. Yo saldré por un par de horas y a las ocho en punto lo llamaré.

Mientras decía esta frase miró el crucifijo que colgaba sobre la cabecera del lecho y se frotó las manos en la bufanda.

– ¿Qué vas a hacer a esta hora, muchacho? ¡La ciudad esta vacía!

Ángel Santiago apuntó con la barbilla hacia el demacrado Cristo sufriente, cuyas articulaciones se habían descoyuntado, permitiendo que la cabeza cayera derrotada sobre el pecho.

– En primer lugar, darle tiempo al Caballero ahí colgado para que trabaje por Victoria. En segundo lugar, voy a hacer algo de lo que no quiero hablarle.

– ¿Un asalto?

– Mejor me callo, profesor. Dentro de dos horas sonará puntual el teléfono, ¿de acuerdo? Le preguntaré si Victoria vive o muere.

– ¿Qué harás en ese caso?

– Usted mismo me prohibió ponerme en ese caso.

– Es que quiero saberlo antes de dejarte ir.

– En ese caso, dejaría la cagada, maestro.

– ¿Qué harías?

– ¡Alguien tiene que pagar por todo esto!

– ¿Pero quién?

– Tengo mis ideas al respecto.

Vergara Grey lo tomó de la chamarra de cuero, lo atrajo con violencia y lo sacudió como a un monigote.

– Escucha, tontorrón. Nadie es culpable ni de la vida ni de la muerte de nadie. Es el destino que es así. Por mucho que hagas, no puedes cambiarlo.

Sorpresivamente, una leve y brillante sonrisa abrió los labios del muchacho por primera vez ese día.

– ¿Quién es el que está cantando tangos ahora?

Disfrutó de la faz atónita de Vergara Grey y salió de la habitación arrastrando, sin darse cuenta, la punta de la bufanda. El hombre se asomó al pasillo y se concedió un largo suspiro para recuperar su aplomo.

– ¿Ángel Santiago?

– ¿Profesor?

– Si a las ocho de la mañana estuvieras vivo, ¿serías tan amable de pasar por el hotel y traerme una camisa de muda y mi escobilla de dientes? Me siento como un cerdo flotando en mierda.

– Con mucho gusto, maestro.

En ese momento, el chico pareció recapacitar y, golpeándose los bolsillos, hizo un gesto de disgusto.

– Qué lata, maestro. ¿Pero no podría prestarme cien pesos para la telefoneada?

Vergara Grey le alcanzó la moneda y lo miró severo a los ojos, apretando al mismo tiempo los dientes.

– ¿Te das cuenta de que te lo estás jugando todo al cara y sello?

– Es la filosofía que le enseñaron a Victoria en el colegio. Muerte o vida. No hay nada más entremedio.

– ¡No seas idiota! Entremedio está el magnífico y abigarrado espectáculo de la existencia.

Por toda respuesta, el joven se limitó a señalar con el índice el lecho donde yacía febril Victoria Ponce.